Friday, August 11, 2006

Episodios 17, 18 y 19

EPISODIO 17.-

Del Baúl de la Abuelita.



DEREK AND THE DOMINOS

Corría el año de 1964 cuando entré a la Prepa 7, “La Viga”, en el turno nocturno. Pasé un año sin pena ni gloria, bajo el apelativo de “El Beatle” -a iniciativa del profe de Física- y el de “George” (o Harrison) por la maldita costumbre, de un condiscípulo, de poner apodos.

Desencantado porque la guapérrima Beristáin Albarrán Helena (“¡Presente!”), mi amor platónico inalcanzable (era más alta y mayor que yo, que a la sazón era un chamaco baboso y greñudo) no se fijaba en mí, decidí castigarla con el látigo de la indiferencia cambiándome de turno. Bueno, en honor a la verdad, sí se fijaba en mí. Alguna vez le dijo a un compañero grandote, buenaonda, de quien se me escapa el nombre: “Ven, siéntate aquí; El Chiquito -o sea yo, que siempre trataba de sentarme justo atrás de ella- dice cosas bien chistosas”.
Ya en el turno matutino, mientras Avilés Fabila se dedicaba a hacer sus ‘pininos’ en la escriteada y a la grilla escolar -al igual que Humberto Musaccio- y Agustín Granados deambulaba con sus libros bajo el brazo y un grillete en el cuello, el “Ringo” (o séase yo, con mi nuevo apodo), se dedicaba a fosilizarse, pues como típico producto de los early 60’s, no sabía ni qué onda con su desorientada existencia ni con su desafortunada frustración amorosa del primer año preparatoriano. (¡Ahora, “Ringo” con la “ch”!). Además me ocupaba de dictar cátedra de guitarra, entre clase y clase, en los patios de la escuela y a asesorar al grupo rocanrolero escolar en el que militaba Rodolfo Ulloa Flores, de quien decían que cantaba en alemán, pues -como no sabía inglés- inventaba palabras que se parecieran, según su oído de artillero, a las letras originales de los grupos inglaterreses cuyas canciones refriteaban los escolapios Black Mummies, quienes después -arteramente- tomaron el nombre de mi grupo: “Los Hijos de las Flores”. Tal desacato, cometido por el baterista ex-múmmico, fue perdonado en virtud de que posteriormente me prestó un disco de Clapton que compensó el plagio del nombre de mi asociación musical: nunca se lo regresé. Ese disco era: “John Mayall’s Bluesbreakers with Eric Clapton”. Yo sabía del maestro desde que pertenecía a los Yardbirds, pero él ya no estaba cuando aquéllos enpezaron a ser famosos; los mandó al caraxo cuando se empeñaron en tocar piezas como “For Your Love” y se unió al Juan Mayate y sus Rompebluserasmadres. Me volví fanático del tal Erico. Estudié su técnica. Como siempre he sido “orejero”, lo estudié -escuchando el disco que le transé al “Mosco” bataquero- con guitarra en mano; descubriendo su precioso jalón de cuerdas, sus estilos de vibrato y su técnica de pellizcar la cuerda entre el dedo índice y la pick. Lo seguí, después, con Cream, (el hijo de... las Flores se tuvo que olvidar de su disco; lo perdoné porque con lo que fue de su pertenencia empezó mi claptonmanía), con el fallido Blind Faith, con Delaney & Bonnie y con... DEREK AND THE DOMINOS. Tanto me aficioné a Clapton, pero tanto, que terminé enamorándome de una mujer cercana a él, pero más lejana e imposible que Helena: Patty Boyd, musa inspiradora de “Layla”, tema principal del disco que hoy saqué del baúl. ¡Mon Dieu! Por fin olvidé a la Beristáin, pero salió peor. Quién sabe por qué, durante mi infancia, adolescencia y primera jumentud, fui tan adicto a esa clase de “amores”. ¡Señorita terapeutaaaa!

El disco es una verdadera joya. Clapton, aquí, se aleja del blues; pero penetra en un nuevo mundo y se puede notar su avance como cantista. Las rolas son buenérrimas; pero, yo no sé si sería por aquel nuevo enamoramiento imposible, “Layla” es una de las piezas poperas que más me han gustado a lo largo de mi vida. Así que, les guste o no, me enfocaré a ella.

Derek, es Eric; y, los Dominos, son: Bobby Whitlock, tecladista; Carl Radle, tololochero; y Jim Gordon, bataquero. Pero, además, contó con la lira de Duane Allman, quien por ese entonces ya manejaba el slide como nadie. De hecho, “Layla” está compuesta por dos piezas; una es la canción compuesta por Clapton y, la parte instrumental, es obra del que tocaba la pila (la batería, pues): Jim Gordon. Una noche, éste, tocaba en el piano esa pieza cuando Derek -que andaba pateando botes por el oscuro callejón por la Patty Boyd, esposa del Huesos Harrison- le pidió al James que le permitiera incluir su composición como un segundo movimiento de la suya. Tras largas sesiones, la pieza se fue estructurando. Uno no se explica cómo, en esa época en que no existían los adelantos técnicos de ahora (parece ser que se utilizaron tan sólo 8 canales) pudieron capturar tal cantidad de voces, guitarras grabadas por pistas (se escuchan tres en distintas tesituras, otra de 12 cuerdas y la del slide de Duane), el tololoche, la bataca, percusiones varias, piano y ... no sé que más. Un canto de amor desesperado. Definitivamente, sin la guitarra de Allman, “Layla” no hubiera sido “Layla”.

Empieza con una introducción llena de fuerza, en tono de Re menor, repetitiva, la que después de una modulación (preparación para un cambio de tono) da paso a la primera estrofa (en Mi mayor), que no es sino una letra sencilla, de amor para ella y contra él (George Beatle), sin grandes pretensiones literarias, pero bien hecha y mejor interpretada en la voz del Eric. Da capo. La introducción se convierte -enriquecida con más apoyo en la dotación instrumental- en fondo para los coros, que simulan un desesperado lamento con el que suplica ser amado (“¡Layla!, ¡pélame por favor!, ¡olvídate del Huesos!”). Nuevamente la modulación y la segunda estrofa. Así, tres veces, al término de las cuales los coros laylianos van desapareciendo discretamente para dar lugar a un pasaje de guitarras ejecutadas por Clapton y Duane que suenan tan desgarradoramente, que supongo que por eso, finalmente, la Patricia le hizo caso al Eric. La guitarra ejecutada por Allman con slide (un tubito de metal o vidrio en el que se introduce un dedo y con ese se “pisa” la cuerda) es única: a lo largo de la historia del rock no hubo, ni habrá, nada que se le parezca; pero si a eso sumamos el dúo con Erico...

Cuando ellos decidieron (no se puede asegurar: “cuando llegaron al clímax”, pues pudieron haberse pasado la vida tocando infinitamente esa parte consiguiendo que el escucha siguiera como hipnotizado) el tercer acorde del círculo se convierte en tónica (Do mayor): comienza el segundo movimiento, una melodía vigorosa, pero dulcérrima, interpretada en piano (seguramente por Jim Gordon, no por Bobby) en la que el sentido parece ser el reconvenirle a Clapton: “ya mi cuate, no sufra por esa morra; además, pus... es la ruca de su brother, el George. Qué, ¿no se da cuenta que le está pateando sus canicas? Además, ya sabe que ese bato es bien coscolino; ‘pérese a que deje a la Patroncha; entonces ahí es donde l‘entra usté, mi Mano Lenta; ‘ton’s qué... ¿nel? Aliviánese mi buen”. Nuevo mano a mano de superfregones guitarristas que va de menos a más y más hasta que llega (¡snif!) un final acompañado de trinos.

Esa es pues la rola que le dedicamos, Eric y yo, a nuestro amor. A él, se le hizo; a mí no.

Voy a esconder el disco en el lugar más inaccesible del baúl, para olvidar a esa mujer. Bye.

(Éjele, Avilés Favila no fue de mi generación; me los vacilé).

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EPISODIO 18.-

Con motivo de un nuevo ciclo escolar, en la prepa se promovió un festival. Los organizadores convencieron a Los Yaquis de ir a tocar. Hacía falta un grupo telonero, por lo cual uno de los promotores nos pidió a los roqueros más notorios de la escuela que armáramos un grupo. Lo integramos faltando dos días para la fecha convenida, por lo que no hubo tiempo de montar repertorio ni de ensayar. Sin embargo, como asiduamente nos juntábamos “La Pájara” -hermano del principal organizador- y yo, a hacerlo en el patio escolar en las horas libres, pensamos que con eso bastaba; pero faltaban el baterista y el bajista, quienes brotaron del más oscuro anonimato.

Así, cuando llegó la fecha, “La Pájara”, “El Caribanana”, un amigo de los Mummy’s y “El Ringo” se lanzaron a la difícil tarea de tocar un repertorio cuasi improvisado y ante una turba sedienta de desmadre, de la que habitualmente formábamos parte, a sabiendas de que seríamos los encargados de saciar tal carencia.

La moda era lo que dio en llamarse “La Ola Inglesa”, corriente que Los Yaquis refriteaban más o menos con destreza. En contraparte, “La Pájara” y yo nos circunscribíamos a tocar a “The Ventures”; “Caribanana” (apodado así por su luenga cara) y el Mummyamigo (Germán) nunca habían tocado piezas de ese grupo. Así que cuando empezamos a ejecutar nuestros instrumentos, en un auditorio escolar repleto, el alumnado, ansioso de escuchar al famoso grupo y las chavas que querían ver y escuchar a su ídolo (Benny Ibarra padre), sólo se mostraron pacientes durante dos melodías; después, comenzaron a corear el nombre del grupo estelar, a abuchearnos, a lanzarnos objetos, a interrumpir la corriente eléctrica intermitentemente y, finalmente, a dar marcha al mecanismo para girar el escenario. Así, entre risas, silbidos y recordatorios maternos decidimos abandonar nuestra participación repartiéndonos las culpas de no haber conseguido interesar a nuestros escuchas:

- Pinche Caribanana, ibas re chueco, fuera de tiempo.
- Pu’s’es que no’ía ni madres.
- ¡Ja! –se burlaba el hermanorganizador- ¡Pinche Pájara, ya mero te escondías detrás de los amplificadores!
- ¡Pu’s es que me dieron un veintazo, güey!
- ¡Chin, qué pránganas! Siquiera te hubieran descalabrado con un peso.
- Pinche Ringo tan güey, le hubieras subido al volumen, no te escuchabas ni madres. Y ¡cómo brincaba para no caerse cuando les estaban dando vueltas! Ya no va a ser El Ringo, ’ora va a ser El Yompin Yac Flach-. “It’s a Gas”, corearon.

Cuando iniciaron Los Yaquis el abucheo cesó y ellos pudieron hacer su espectáculo como quisieron, o como se los permitieron; ya que en teoría deberían tocar una hora y lo hicieron casi durante dos.

Al final, los gañanes de siempre, quisieron cortarle la melena a Benny, lo que fue impedido por el organizador que, si bien no era de los porros, si tenía ascendencia sobre ellos.

Nadie es profeta en su tierra. Ese mismo año se inauguró la prepa de Mixcoac. La sociedad de alumnos de esa escuela pidió apoyo a otras, entre ellas a la nuestra, y nuestro fallido debut local se convirtió en un rotundo éxito en la otra. Igual sucedió cuando iniciaron clases en la prepa de Insurgentes. En La Viga, sin embargo, continuamos siendo músicos de sesión; sí, de sesión de güeva en el patio escolar y con otros grupos.

No me afianzaba, era un perfecto outsider. “Palomeaba” con quien me lo pidiera. Con Mummy’s, con Pájara, con el Fredy, con los primeros “Hijos de las Flores” y organizaba a los CoFraGra’s. Escribí algunas canciones y componía música instrumental. Estudiaba el sonido de Santana y de Eric Clapton. Me embelesaban los barrocos y los impresionistas, pero me frustraban (¡Eso es música!).

Empecé a escribir una serie de cuentos, fábulas y poemas. Deseché los últimos, como tales, y los torné a letras de canciones que no me dejaban satisfecho.

Por otro lado, vivía una eterna crisis por no saber qué, para qué y por qué iba a estudiar: Cuando ingresé a la preparatoria, mi deseo era irme al área de Ciencias Químicas; cuando llegó el momento de decidir, al llegar al tercer año, me fui a Humanidades, quería estudiar Filosofía; me sorprendió el ’68, me empapó con consecuencias y legados -¿ontológicos?- culturales, y decidí cursar Sociología o Ciencia Política. Pero... ¿lo hago ahora? No, mejor después. ¿Estudiar en el Conservatorio? ¡No, quiero libertad!, no quiero hundirme en el academicismo (¡ ‘uta, qué anarquista era!). Ni deseo ser músico “pitero”, como les llamaba Philippe.

Otras disyuntivas: me hacía religioso (no sé cómo, nunca lo he sido) o me iba de guerrillero (Del Toro, uno que conocí en el turno vespertino, se había ido a Ciudad Madera). Sería soltero empedernido (Paula me hacía advertir la carencia de sentido del matrimonio) o me casaba (quién sabe para qué, pero la mayoría de los del rumbo y uno que otro de la escuela -Amanda por ejemplo- empezaban a hacerlo).

Lo único que tenía claro era mi aptitud para hacer música y escribir; eso fue lo que, por azar, aprendí en la preparatoria sin que mediara programa académico alguno. Me convertí en un perfecto misántropo.

Pareciera parte de la vida de otro, no de la mía. Perdí contacto, desde hace muchos, pero muchos, años con aquellos amigos y cómplices de crecimiento. Jamás he vuelto a encontrarme a Paredes, aquel al que acompañábamos con nuestras guitarras –aunque cantaba feo- porque se sabía el repertorio íntegro, en inglés, de los Beatles. Ni al “Súper”, ese flaquito que lloró porque uno de los malosos del salón le rompió su libro de Historia, el cual era carísimo para los endebles presupuestos de nuestras familias. Ni a Lugones, el desmadrosísimo, quien -egresando de la prepa- se inscribiría al seminario (“Tú eres pobre, ¿verdad?”, me inquirió una vez, movido por mi perenne desaliño). Ni a Basurto, (“El pinche Ringo nomás veía que yo estaba ahí luciéndome con las chavas tocando la guitarra, según yo, muy chingonamente; que me pide la lira y... ¡chingue a su madre! que me deja cómo pendejo...”). A Lobato lo volví a ver casualmente en San Juan de Letrán como ocho años después de que salimos de la escuela; ya tenía el cabello incipientemente cano; él y su amigo Beto –el novio de Elva- fueron mis primeros amigos cuando me cambié al turno matutino y quienes me brindaron su apoyo cuando un aprendiz de porro –un güero de rostro graniento- y sus cuates quisieron burlarse de Lugones y de mí, porque yo usaba una cachucha ridícula. Al Mosco Bataquero, lo vi en dos ocasiones, una por ’75 y otra por ‘83; trabajaba, como yo, en el Seguro Social, pero en otra dependencia; la última vez, extrañamente se mostró sangrón. De los otros Mummuy’s, pocos años después, me encontré con Miguel, por la Merced y a Tobi por la esquina de Balderas y Morelos. Supe que Rodolfo fue Secretario de Gobierno en Chiapas. Minerva, Martha la zurdita, Edith y su gemela, la otra Edith, Ruth, Ceci... no sé. Hace poco me pareció reconocer a una hermana de Patricia, una ex novia de Miguel Mummy.

Otros, sé dónde andan: en la UNAM, el PRD; en el entorno editorial, en la literatura, en el periodismo, pero no los veo; además, no fueron cercanos. Humberto era más amigo de Denis que mío. Granados y yo jamás cruzamos palabra, ni siquiera un saludo.

Me resistí a dejar la prepa y dejé pendiente unos años mi ingreso a la Universidad. Por eso perdí contacto con mi generación. Pero estoy seguro que aún resuena el tañer de los acordes de Gastón Russo en los patios y salones de la ENP Número 7. Y, quizá, en los cerebros de aquellos que fueron esa especie de generación perdida... por mí.

“A dónde va lo común, lo de todos los días...
...lo cotidiano del amanecer...
...acaso nunca vuelven a ser algo,
acaso se van, y a dónde van...”

Visto desde otro enfoque:
Cuando uno se reúne con amigos de otras épocas, generalmente se remiten a las reminiscencias; a comentar y recordar situaciones agradables, complicidades, acontecimientos chuscos compartidos. Una y otra vez; una y otra vez; hasta que se convierten en insufribles e insulsas necedades. Enfangarse en el pasado, o acomodarlo en la mesa donde se comparte el café o el vino como si no hubiera en el presente tanto por convidar. Estoy contra el uso y abuso del ayer con la finalidad de evadirse del aquí y ahora. En contra de canjear el “... me siento así y asado porque me está pasando tal y tal...”, por el “...te acuerdas de aquella vez que...”. Empero, cuando la vida, o no sé quién diantre, te juega la –acaso- mala pasada de cortarte la ilación de periodos completos de antaño con el presente, se manifiesta una oportunidad única: inventar la continuación de esas historias abortadas; llega, entonces, un momento en que, al hacerlo desde una perspectiva de presente, se trastoca el mundo real y, por tanto, deviene ficción en su totalidad. La historia se convierte en novela y lo irreal se torna tangible... en escatología de la existencia.

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EPISODIO 19.-

Me asomé por la ventanilla del avión y vi que estábamos llegando a New York, la única escala hacia nuestro próximo destino que sería Roma como puerta de entrada a algunas ciudades de Europa. Guardé mis lentes y un libro sobre terapia gestalt que resumía y me apresuré a preparar la cámara fotográfica para obtener una panorámica. Ligia se acercó para echar una mirada y dijo: “Ahora sólo nos falta esperar un rato y... ¡a atravesar el charco, Bebé!”.

Cierta conciencia autodenigratoria hace que muchos mexicanos se quejen de lo engorroso de los trámites aduanales en el aeropuerto de la Ciudad de México y que, a cambio, se ensalcen sus correspondientes en las ciudades de los Estados Unidos; sin embargo, y a pesar de que sólo pisaríamos los territorios de las terminales aéreas, los trámites migratorios fueron muy penosos y un tanto ineficientes y hasta con un toque de segregacionismo.

Mexicana nos había entregado nuestro equipaje intacto. Así que debimos abordar un autobús para que nos llevara a las instalaciones de TWA, que era la línea que nos debía transportar a la capital italiana. Documentamos y entregamos un equipaje que, en el caso de las amigas de Lorena (quien, por cierto, no pudo acompañarnos), nunca llegó al destino. La nave de Mexicana estaba muy bien; pero la de TWA era poco menos que un avión “guajolotero”. Pero, en fin, soportamos el sacrificio con tal de quemar etapas para alcanzar nuestro objetivo. Abordamos y nos tocó compartir el vuelo con varias excursiones vacacionistas adolescentes. Merced a la hora del vuelo, alcanzamos la noche mientras que para nuestro reloj biológico era de día. Los summerbreakers echando desmadre y Ligia y yo sin poder acomodarnos en nuestros asientos. Dormimos. Dormimos. Luego de lo que se me hizo una eternidad, cuando ya era nuestra noche, era de día. Pero ya estábamos en suelo europeo. Roma.

Ahí fue diferente: los trámites de inmigración macarroni se llevaron a efecto sin demora. El empleado apenas echaba una mirada a los pasaportes –como decimos en México- “nomás por no dejar” y nos apuraba moviendo la mano en señal de –otra vez, como decimos en México- “pásale a lo barrido, aunque regado no esté”.

Para Li y para mí era una especie de viaje lunamielero sin previo casorio; poderoso fundamento para que, aunque fuéramos cuatro, las amigas desvalijadas por TWA se mantuvieran a sana distancia.

Nos esperaban en el aeropuerto un par de guías españoles, quienes eran los responsables de la excursión que nos llevaría por Italia, Austria, Alemania, Francia e Inglaterra; bueno sólo por unas cuantas ciudades de esos países. Específicamente, el objetivo era estar en París el día de su cumpleaños; pero eso sería aparte de la excursión, por nuestra cuenta. Pepe y el otro español, de quien nunca supe su nombre, nos llevaron a un hotel llamado Fleming en la Plaza Monteleone di Spoleto, la cual estaba invadida por un –otra vez, como decimos en México- tianguis: puestos de lechugas, jitomates, cebollas... marchanteados por unas típicas matronas de película. Sólo restaba que de algún lado fueran a saltar la Loren junto con Mastroiani caracterizados. Eso se me ocurrió. Quema mucho el sol. O... ¿quema más la luna?; (así, una vez más, como decimos en México). Nos registramos en la recepción, nos dieron la llave de la habitación y nos instalamos. Pepe Guía dijo que tendríamos la tarde libre y que la cena sería a las 8:00 PM. Así que ajustamos nuestros relojes a la hora de Roma y nos enclaustramos para, supuestamente, dormir y acomodar nuestro reloj biológico. Pero decidimos sacrificar nuestro sueño en aras del amor. Habría que hacerle una ofrenda a Venus en su tierra.

A un lado de la cama había un ropero con tres puertas, en cada una de las cuales se situaban sendos espejos que permitían una visión reflejada de la superficie del colchón. Era como estar viendo un video, a tamaño natural y en tiempo real, en el cual fuéramos los protagonistas. Voyeristas de nosotros mismos. Y recordé a mi amiga Alma, quien tenía totalmente tapizadas las paredes y el techo de su recámara con espejos. ¡Qué loca! Pero como nunca fui su sexohuésped, no tuve oportunidad de estar en esa suerte de cabina de producción televisiva en la que podían tenerse varias tomas, desde distintos ángulos, de sus lides amatorias. Pero nos bastó con las imágenes desde el ropero que mostraban dos cuerpos desnudos casi fundidos, atrapados uno por el otro; enredados. Devorándose. Nutriéndose del otro. Me contemplaba entrando y saliendo de entre sus piernas.

-¿Puedes ver como entro en ti?
-Nnnooo...

La acosté de costado, a fin de que quedara frente a los espejos; estiré una de sus piernas y me monté sobre la misma; separé la otra pierna levantándola y doblándola sobre mi pecho y me volví a introducir. “¿Ahora sí?”. Sólo movió la cabeza asintiendo. Silencio, las bocas se confunden. Se separa y en cuclillas se mueve hacia el centro. Se hinca de cara al espejo y luego reclina su pecho sobre la cama y abre las piernas, ofreciendo una hermosa vista de la venustez de su trasero en cuyo centro se encuentra esa dulce invitación a entrar de nuevo. Y lo hago. Y nos miramos reflejados. El espejo suda. No, está empañado. Luego, Morfeo nos abriga.

Visualizo nuestro reflejo, pero aquí podemos notar lo que hay del otro lado. Nuestra imagen no es tan clara; sin embargo, nos hace evocar nuestra sesión amorosa; no lo comentamos, pero nos lo adivinamos. Continuamos contemplándonos reflejados en el cristal y sólo hasta después de un rato, enfocamos lo que hay del otro lado. “Mira, esas pizzas parecen estar sabrosas; al menos están grandotas como para quitarnos el hambre”. Entramos a la tienda (está a sólo unos pasos del hotel, en la esquina) y nos compramos dos buenos pedazos (que en nada se parecen a las mexicanas) grandes y gordos, casi casi como tartas; un queso y una botella de vino tinto. La excursión sólo daba desayuno y cena; pero como llegamos a medio día, sufrimos un severo gasto de energía y como la cena sería hasta las ocho de la noche... pues recurrimos a nuestras reservas monetarias en miles de liras para reponer las reservas gastadas una hora antes.

Regresamos con las provisiones al cuarto del hotel. Comimos y bebimos. Comimos más, bebimos más y cogimos más. Después dormimos. Y dormimos más; tanto, que tuvieron que ir las amigas porque la hora de la cena ya había llegado y Pepe Guía preguntaba por nosotros indicando que la hora de la misma no podría prolongarse ni diferirse.

-Disculpa Pepe, sucede que... ¡coño, estábamos follando, hombre! –justifiqué, imprimiendo un tono de voz convenientemente ibérico como para ser más contundente en la disculpa. Pero sólo torció la boca, molesto, interpretando mi broma como una burla.

Al día siguiente salimos a recorrer la ciudad. La totalidad de excursionistas procedíamos de países hispanohablantes: una pareja, joven, de España; una familia -padres e hijos- queretana; madre e hija colombianas; otra familia regiomontana; otra pareja, ya mayor, de España; y, nosotros, cuatro defeños. Recorrimos el Coliseo Romano, el Arco de Tito. “Estamos justamente en el sitio donde hace poco menos de dos mil años, ahí enfrentito, los leones se tragaban a los cristianos”, observó uno de los queretanos. Nos tomamos fotos. Como siempre que contemplo la majestuosidad de esas grandes obras arquitectónicas de épocas pasadas, no puedo dejar de pensar en que sólo debido a una profunda división de clases fue posible realizarlas. Sin los grandes avances técnicos de nuestra época y sin mano de obra libre, no puede uno explicársela sino por la explotación salvaje.

Contemplamos el Río Tréveris. Las grandes civilizaciones de la antigüedad se hicieron junto a ríos caudalosos. En México, a falta de ellos, La Gran Tenochtitlán surgió en medio de un lago.

Fuimos al café San Pedro y nos encontramos a una pareja de Chihuahua, la que nos pidió que les tomáramos una foto teniendo como fondo la inmensa plaza. Atravesé la calle para comprar una pequeña batería, para que pudiera funcionar el exposímetro de mi Yashica, pues se había agotado. Regresé al café y el mesero me indicó que Ligia había bajado al baño. Bajé y me encontré con que sólo había uno; era para ambos sexos, lo que en nuestro país no ocurre. Nos encontramos y subimos a terminar lo que nos quedaba de vino. Nos reunimos con el resto del grupo para ir a la Basílica. Un guardián suizo le hizo saber a Li que no podía pasar con los hombros descubiertos y su blusa tan escotada. “¡Pues quítatela!”, dije. La señora colombiana le prestó un chal y así fue como entramos. Y ahí estaba: ¡La Piedad, de Miguel Ángel! Recientemente, había sido atacada a martillazos por un hombre. Nunca he sido una persona religiosa, pero uno no deja de sentirse empequeñecido ante la magnificencia de monumentos como ese, dedicados a la adoración de Dios, lo cual aunado a lo sublime de la música sacra –y, de otro lado, a la carga de pecados y culpas emanados del rito- ha mantenido con vida a una institución, ya milenaria, como es la Iglesia Católica, aún a pesar de los cismas y la progresiva pérdida de fieles a través del tiempo. Y el miedo

Surgió el fervor patrio-religioso. Los queretanos querían asistir al altar de la Virgen de Guadalupe. Se separaron del grupo.

En la tarde-noche, fuimos a Padua. ¡Cuánta religiosidad!

De regreso a Roma, sólo deseábamos llegar para cenar y, luego, continuar con nuestras prácticas rituales, frente al ropero con espejos, al grito de “¡Jonymún, jonymún!”.

Mientras tanto, se escuchaba la voz del jefe John Lennon –arrancada por un laser- que cantaba:

“She said: I know what it’s like to be dead…”

Ligia coreaba, al unísono, a los Beatles; cuyo CD hacía sonar mientras tomaba un baño previo a otra noche de pasión y locura. Así dicen en las telecomedias.

John cedió su lugar a Jon:

“Long distance run around
long time waiting to feel the sound
I still remember the dream thereI still remember the time you said goodbyedid we really tell liesletting in the sunshinedid we really count to one hundred… “

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