Episodios 13, 14, 15 y 16
ASIDO A TUS DESVELOS
¿Para qué te cuidas tanto?
¿Qué mal te puede pasar?
¿Para qué te cuidas tanto de mí?
Y o no soy de esos conquistadores
Que arrastran a las mujeres
A sus camas y a sus ruinas,
Más bien, de los que mueren en sus brazos.
¿Para qué te cuidas tanto?
¿Qué mal te puede pasar?
¿Para qué te cuidas tanto de mí?
Yo no soy de la clase de hombres
Que añora a las mujeres
Que han pasado por sus vidas;
Más bien, de los que se dan a la presente.
Mariposa evasiva,
¿a qué se debe tu miedo?,
No sé.
¿Y para qué es tanto miedo?
Yo no te puedo hacer mal.
¿Para qué es tanto miedo de mí?
Sólo quiero robarte tu sueño,
Quemarme todas las noches
En tu boca y tus cabellos,
Volar contigo asido a tus desvelos.
¿Y para qué es tanto miedo?
Yo no te puedo hacer mal.
¿Para qué es tanto miedo de mí?
No pretendo hacerme tu dueño,
Los peces y las aves
Son tan libres como tú,
No hay prisión para el cielo, mar ni sol.
Mariposa evasiva
Yo no pretendo, tus alas,
Cortar.
¿Y para qué te cuidas tanto?
¿Y para qué te cuidas tanto?
¿Y para qué te cuidas tanto de mí?
¡Todo por esa mujer! Todo, así sea hundirme en el fondo del fango; por aquí no hay fango. Todo, así sea perder mi derecho -¿lo tengo?- a la resurrección eterna. Todo, así sea rondar a las puertas del Averno; ¿hay Averno? Todo, así sea voltear el mundo al revés; ¿al revés, en relación a qué? Todo, así sea condenar mi alma –¿existe el alma?- a prescindir del eterno -¿es eterno?- descanso. Todo, así sea renunciar a mi lugar -¿lo tengo?- en el Cielo; ¿existe el Cielo? Todo, así sea penar sin fin -¿hay ánimas?- en busca de su amor; ¿su amor?, ¿no será el mío? Todo, así sea creer en lo que no creo; ¿es que creo en algo? Todo, así sea comerme –bueno, quizá sea mejor leerlos- toditititos los textos que existan editados de Terapia Gestalt. Todo con tal de conseguir que se enamore de mí. Todo. (¿Qué es “todo”? Una imprecisión, un absurdo, un ripio; por tanto, es nada).
¡Qué obtuso se puede volver uno cuando se enamora! Toma pretextos de que se está dispuesto a sacrificar lo insacrificable por tener el amor de una mujer cuando lo único que se desea es estar en medio de sus piernas y dentro de ella. Se inventan sufrimientos, depresiones, tristezas a punto de expiración y se toman como armas invencibles para chantajear a la que uno acusa de causante de sus desvelos. Lo verdaderamente inverosímil es que quien lo vive... ¡se lo cree! Y yo me lo creí. Tuve la certeza de que no amaría a nadie como a esa bella “paño de lágrimas” profesional. Esperaba horas y horas, espiando a su ventana, el momento en que despedía a su último cliente. Ella, que tenía la seguridad de que ahí estaría yo esperándola, permanecía en su consultorio aún más tiempo para hacerme desesperar. O, al menos, así lo creía yo. Cuando al fin salía, me dirigía un dulcísimo “hola” con el cual me petrificaba. Me temblaban las piernas, la voz y sentía una repentina sacudida intermitente en el cuello y las quijadas que me impedían articular palabra sin que pareciera que estaba –como en la escuela primaria- separando un texto en sílabas. Como si fuera un adolescente tratando de hacer su primera conquista; pero yo no era ningún adolescente, sino un hombre llegando a la madurez. Además, nunca me había sucedido. Apenas saltaban unas cuantas palabras de saludo, pletóricas de lugares comunes, y se despedía, dejándome ahí, petrificado; observando como subía a su auto. “¡Ah, las letras de las placas de tu coche son las iniciales de Dirección General de Reclusorios!”, dije mientras que lo que había pensado expurgar (pues quemaba mi lengua): “tienes las caderas más hermosas que he deseado tener entre mis manos”, no fluyó; al momento de lograr hablar –por alguna extraña situación durante el lapso en que las ideas se convierten palabras- se tornaron en estupideces. “¡Adiós, Gastoncito”!, decía sonriente, dando un giro a la llave y dando un fuerte arrancón al vehículo. Gastoncito, que había gastado su tiempo inútilmente, se quedaba ahí clavado a la acera; con una daga en lo más profundo de su corazón, del cual escurrían lágrimas en vez de sangre, puesto que los ojos se mantenían ocupados en seguir a su adorada terapeuta hasta que se perdía de vista el gestaltista transporte de amores no correspondidos. Entonces sí, el salado líquido brotaba de donde debía de salir; más de coraje que de dolor, porque una y otra vez le sucedía, aún cuando antes de cada episodio trataba de convencerse con un “hoy sí voy a poder”.
Ella, como buena sabedora del comportamiento humano, decidió hacer el juego de soltar y jalar la cuerda. Comenzó a dar tirones de vez en cuando y después la soltaba. Y yo, en mi afán por acercarme a ella, comencé a interesarme progresivamente -¿por qué más lo iba a hacer?- en el estudio de la corriente terapéutica humanista que la hermosa rompecorazongastoniano practicaba; sí, para tener materia de plática y no circunscribirme a desvaríos y bandazos en la conversación que eventualmente entablábamos, lo que no obstaba para que Marina, que así se llamaba, variara su estrategia de alejarme cuando me acercaba y jalarme cuando me retiraba demasiado. Esquema de “atrapadora de osos”, según aprendí en un libro de Gestalt que leí en el avión cuando Ligia y yo volábamos rumbo a New York.
Apapachos y besos; cortones. ¿Dónde vas? ¡Ven para acá, chulito! Se volvió una constante. Una y otra vez. El Russo menor se iba airado y regresaba sumiso. Surgieron más puntos de encuentro (ambos gustábamos de YES y de Serrat) y que dieron lugar a proyectos juntos: meditaciones angélicas guiadas (ella andaba en eso de la Angelología) y musicalizadas (por ese tiempo yo desarrollaba música New Age). Terminamos el proyecto y surgieron desacuerdos a lo pactado cuando lo iniciamos. Me alejé.
Poco tiempo después, volví a insistir. No podía quitármela de la cabeza ni de mis deseos. Salimos algunas veces, bajo el mismo esquema de vete-regresa hasta que una ocasión en que íbamos a salir, dijo que se sentía mal; me invitó a su consultorio a tomar un café. Yo estaba dispuesto a violarla, si fuera necesario, estaba loquísimo por ella. Sin embargo, ya estando con ella, comencé a hablarle de mi amor (¡chin!), de que era la mujer que más había querido y que deseaba andar con ella. Que la amaba como a nadie había amado y que estaba dispuesto a hacer de mi vida su santa voluntad, si fuera necesario (o aunque no lo fuera). Me contestó con un rosario de motivos para mandarme al diablo. Definitivos. O al menos así lo interpreté. Igual que siempre, nos despedimos. Cuando logré pensar en acontecimientos que no tuvieran que ver con ella, habían transcurrido como tres horas. Tenía que irme a tocar. Lo hice sin ganas; lo único que se me ocurría que quería hacer, era volver a nacer, pero transmutado en gato (ellos no tienen que andar perdiendo el tiempo en procesos de conquista ni nada parecido; ¡qué complicados somos los humanos!, ¿acaso la inteligencia nos sirve para ser absurdos? ).
Esa noche, en el bar donde actuaba con mi grupo, conocí a Ligia. Sentí que sus ojos me absorbieron. “Bueno, ¿cuándo demonios voy a dejar de sentir esas cosquillitas a la primera mirada fija de una mujer? ¿No entiendes lo que te acaba de suceder con Marina?”. No, nunca he sido capaz de desentrañar esa ciencia tan oculta y, sin embargo, tan evidente en esa manifestación de arte puro -territorio omnisciente e inasequible, ígneo y terso, fragua del universo entero- que se resume en la anatomía femenina. ¿De qué están hechas para qué no pueda encontrarse nada parecido en la naturaleza? Esto parecería una cursilería, pero no lo creo. Sí, ¡eso es!, la mujer es el punto de convergencia entre la Ciencia y el Arte.
Descubrí el abecedario de esa complicada disciplina hace mucho tiempo, precisamente el día que Nacho López hizo la foto donde aparezco de espaldas –siendo niño- peleándome con “El Mantequilla”, el pendenciero de la clase.
En las primeras horas de esa mañana, hubo una especie de festival en el cual participó una muchacha –ya una mujer- que bailaba flamenco. La recuerdo: su vestido rojo con bolitas blancas, ajustado de arriba y con crinolinas abajo, volaba a cada giro dejando ver sus piernas. La maestra reprendía a los alumnos que se agachaban para ver las pantaletas de la baila’ora mientras reían como estúpidos, mirándose entre sí, y decían “¡se le ven los calzones!”. Yo, asimismo, le clavaba la mirada; pero no en la ropa interior, sino en ese descubrimiento portentoso que eran sus muslos en los que, aunque no palpaba, adivinaba una tersura que ni siquiera los duraznos –se me ocurrió pensar- tenían. Unas delicadas y suaves curvas que no se parecían a nada que conociera. ¡Qué fineza! Y, a pesar de ello, ¡qué firmeza! De ahí, pasé a admirar sus manos de largos y delgados dedos, comparándolos con los míos (enanos y chuecos). Y, luego, esa columna maravillosa que ni los más elegantes cisnes pudieran tener: un cuello hecho del mismo enigmático y sublime material del que estaban diseñados sus muslos y pantorrillas. ¡Qué belleza! Desde muy niño me gustaban las mujeres y las niñas; pero sólo me fijaba en que tuvieran una cara bonita. Ese día descubrí el verdadero y único paraíso terrenal. Continué observando como hipnotizado (tratando de adivinar cómo se verían sin ropa esas poderosas curvas que eran sus caderas), mientras los otros idiotas (digo “los otros” porque yo estaba igual) reían, hasta que infortunadamente acabó el baile. Me separé, subrepticiamente, del grupo para buscarla y seguir contemplándola, pero ya no la pude localizar y tuve que regresar para que la maestra no se diera cuenta. Cuando tomé mi lugar, “El Mantequilla” me echó bronca; le dije una grosería y me contestó: “¡Vas a ver a la salida, pinche flaco!”. Treintaitantos años después me enteré que el encuentro pugilístico del cual fui protagonista había sido fotografiado; lo supe al ver una revista en la que venían imágenes que integran una colección, realizada en las cercanías de la Ciudadela y el viejo Televicentro, por el mencionado artista de la lente. (De esa misma serie, hay unas –a propósito de mujeres hermosas con poderosas caderas- de una llamada Mapy Huitrón, actriz de esa época). Aquella foto plasmó un suceso ocurrido el día en que descubrí esa ambrosía para los sentidos (aunque aquella mañana sólo la disfrutó mi vista) -en tanto medio de percepción del exterior- y para el cerebro -en tanto desencadenador de emociones y pensamientos, y decantador de sensaciones e impulsos involuntarios- que es el cuerpo de una mujer con la piel al aire.
Algún tiempo después caí en cuenta de lo diferente de la mirada femenina: me producía el mismo desasosiego que su piel. Sus ojos son ventanas que te ofrecen la exégesis de la vida, porque ahí y sólo ahí se encuentra la impugnación a lo ignoto. La cifra existencial; sólo a ellas les está permitido poseer el don. (Por añadidura: si les es dable crear vida -perdón mochilones- son lo más cercano a Dios, o Él mismo; Ella misma. Divinidades terrenales. De carne y hueso. Muy alejadas de las vírgenes de la religión y de las “mujer, mujer divina...” de cursis canciones antediluvianas con las que borrachines parranderos trataban de expiar su machismo llevándole serenata a la abnegada madre de sus hijos, a la que habían engañado con la comadre; o a la noviecita santa, prospecto de “desviste borrachos” más cercana a su corazón).
Y ahí estaba Ligia clavándome su mirada que, sin embargo, era una caricia para la mía. Un dulce bálsamo para curar las nueve razones-estaca que me había encajado, unas horas antes, la boca de Marina y que se habían incrustado en el fondo de mi autoestima; en los restos mortecinos, en los despojos. Así me sentía antes de encontrarme con los ojos de Li.
Días después acaeció un hecho incomprensible. Ligia llegaba a mi casa-estudio y Marina a su consultorio (las puertas eran contiguas). La primera transpuso la puerta y yo esperé para saludar a la ex dueña de mis pensamientos. Dije “¡hola!” y me acerqué para besar su mejilla (siempre lo hacíamos y nos proporcionábamos un mutuo minifaje disfrazado de abrazo). Aún no la rozaban mis labios, cuando sentí un fuerte empujón en el pecho que me impidió acercarme a ella. Sus ojos expresaban ira, pero no dijo más que un “hola” del que escurría hielo. ¿Qué sucedió? Desde entonces, la amistad se fue a pique.
(“She said: You don’t understand what I mean…”)
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EPISODIO 14.-
Una noche me hizo despertar un fuerte dolor en el pecho. Era como si se me hubiera puesto encima un elefante. Fue tal la fuerza que me aplastaba el tórax, que hubo un momento en que me abandoné; me abandoné a lo que sucediera (¿me voy a morir?). Ella había despertado y, asustada, trataba de indagar que me sucedía. Yo no podía articular palabra; además ¿qué iba a saber qué me estaba sucediendo? ¿Cómo podría describirlo? Pero... puse orden en mi pensamiento y me dije: “ya, pinche Gastón, ya, tranquilo; ¿para qué esta angustia? Esto tiene que pasar, sea con el resultado que sea”. Solté mis los músculos hasta que logré relajarme. El dolor fue cediendo paulatinamente hasta que desapareció por completo. Quedé despierto mucho tiempo viendo al techo de la habitación, paseando la vista por el rosario de irregularidades: manchas, porque en la azotea hacía mucho que el impermeabilizado había dejado de realizar su función; ladrillo a la vista, porque unas noches atrás se había caído un buen pedazo de yeso; descuido de muchos años.
De repente, tomé conciencia de que estaba en una situación extraña. ¿Qué había sucedido? ¿Quién había estado siendo? ¿Qué había estado haciendo? ¿Cómo es que llegué aquí? Y no era que estuviera viviendo un despertar en un mundo distinto al mío, no; ni que hubiera llegado a este lugar proveniente del espacio exterior. No; sucede que de repente tomé conciencia de que hacía ya algún tiempo que estaba viviendo una vida a la que no me había dado cuenta como había llegado. La cercanía de la parca me hizo despertar a una realidad que, absurdamente, no había asumido. Había caído en un sitio en que no había reparado. Acaso, hasta ese instante, inmediato al cese del dolor, me reconocí conmigo. No era ya el camaleón que modifica su apariencia constantemente; ahora había vuelto a ser yo. Y, como yo, fue que me encontré desnudo, sin ninguna señal que me identificara con ese burócrata de mandos medios que había dejado su identidad colgada del perchero de una existencia sin más preocupaciones que llegar a descansar cada tarde, después de un agitado día de enfrentamientos con la abulia de sus subordinados, quienes afirmaban que “el Seguro hace como que me paga y yo hago como que trabajo”, y con sus superiores que se empeñan en confirmar la tesis incontrovertible de que “el jefe tiene la razón aunque no la tenga”. Me encontré yendo a fiestas familiares en las que los niños corren y gritan como si el no hacerlo les significara arder en leña verde. Me vi ejerciendo la jefatura de una familia en ese esquema absurdo que aún hoy es el modelo del núcleo básico de una sociedad y que hace decenios dejó de funcionar; y si ya no marcha...¿qué diablos hacía ahí? Si la relación hombre/ mujer ha sufrido, desde los años cincuentas, una nueva situación merced a la cual la institución matrimonial debe replantearse o morir... ¿qué es lo que hacía que estuviera, ahí, después de una experiencia de cuasi óbito, con quien insistía en saber qué me sucedía y a quien no podía contestar? En la otra pieza, sin enterarse de lo que me sucedía, estaban dos pequeñas a las que engendré con Violeta, quién me impelía a expresar lo que yo no sabía explicar y que me impedía coordinar mis ideas con mis palabras. No me salía la voz y ya, ni siquiera, trataba de emitirla.
¿Cuándo hice lo que no había hecho? No, no es que no tuviera conciencia de ello. De lo que no había tenido conciencia era de mí mismo. El medio, hacía mucho tiempo, que se había tragado mi identidad y me había despojado de la voluntad de desarrollar las capacidades, en estado de latencia, del hemisferio derecho de mi cerebro.
“Ahora lo entiendo –pensé, mientras el dolor iba convirtiéndose en aproximación a una leve sensación de acomodo interno y alivio inminente-, eres un desconocido para ti mismo. No sabes, a fin de cuentas, quién eres. Pero eres afortunado en tener la capacidad de entender que estás asido al proceso del darse cuenta. Estás recibiendo la oportunidad de correr en busca del tiempo perdido; en busca de ti mismo (¿de tu yoicidad?) y recrearte, en el sentido literal de la palabra. ¿Acaso no es verdad que la inmensa mayoría de los humanos nacen y mueren sin llegar a saber intrínsecamente quienes son y qué hacen aquí? Y ni siquiera les significaría una preocupación saberlo; quizá, si lo supieran, sería una fuente de angustia; exactamente como te está sucediendo en este instante”.
Somos una suma de determinaciones que ni siquiera estamos en condiciones de saber si las encogimos o si son implantadas en nuestras mentes, como resultado de la educación formal e informal. ¿Fueron aprendidas como experiencia de vida, heredadas genética y culturalmente, o impuestas por las diversas instancias que nos proporciona la sociedad?. O el conjunto de esos factores. Sí.
Sí. Repito, somos una suma de determinaciones. Luego entonces, son bastante cuestionables esos conceptos tenidos como base de las sociedades modernas de occidente tales como libre albedrío, individualidad, democracia y –en última instancia- libertad, si esta no es conceptuada y ejercida como un acto de análisis crítico de esa suma de determinaciones que es –así mismo- el Yo. Si es más decisiva la proporción en que se encuentran las herencias culturales y genéticas y lo social y culturalmente aprendido en relación a la experiencia existencial individual, el libre albedrío resulta ser albedrío inducido; la individualidad deviene uniformidad y la libertad sumisión. La democracia, en tanto expresión de la voluntad de las mayorías, se convierte en expresión de una mayoría sin voluntad propia; es, más bien, una voluntad sembrada en nuestras conciencias, impuesta. ¿Hasta qué punto somos yo? El yo se tiene que construir a partir de la búsqueda de una individualidad recreada, en el sentido más literal de la palabra (volver a crearse) y reeducarse para alcanzar una verdadera libertad; pero ello sólo es posible mediante la trasgresión de lo establecido. Y es por lo que los trasgresores son perseguidos, combatidos y declarados fuera de la Ley (¡bendita arma de los facinerosos que se cobijan con una maniquea concepción de una legalidad convenenciera!) por quienes detentan el poder político que otorga privilegios económicos a grupos afines que venden su condición humana, con lo que contribuyen a la entronización del pasado para detener el hoy. Es absurdo pretender que la noche impida el día.
Ignoro cuánto tiempo estuve ahí, acostado, permitiendo que los músculos de mi cuerpo permanecieran sumamente laxos. Pensando, pensando. Violeta volvió a dormirse.
Medité largamente y, luego, caí en cuenta de que había sido coaccionado a asumir la libertad, entendida como desprendimiento y crítica de los resabios que me unían a lo que ya no podía ser rescatable del pasado. Y me encontré solo, desnudo. Tenía que iniciar la tarea de rehacerme. Una tarea harto difícil; pero me había sido otorgada la oportunidad de renacer –o al menos, eso pareció- y creo que nadie podría comportarse tan obcecada y obtusamente como para no aceptar el compromiso.
Ningún médico me atendió respecto a ese episodio; sin embargo, debido a testimonios difundidos a los que tuve acceso posteriormente y en distintas ocasiones, hoy puedo estar casi seguro de que sufrí un infarto de que, afortunadamente, salí sin consecuencias. Quizá era el precio que debía pagar para comprender que debía modificar mi estilo de vida.
Me salió, por expresarlo en tono coloquial, barato. Sin embargo, aún habría de pasar por otras experiencias agrias en otros aspectos emocionales de mi vida, pues no somos unidimensionales. Y creo que seguiré pasando por ellas ya que el mundo real tampoco es unidimensional.
Obtuve otra ganancia: hasta entonces me había sentido una persona libre. ¿Libre? ¿Libre de qué o por qué? Había sido un buen esposo... regular; un buen o regular ciudadano, buen o regular padre, buen o regular hijo, buen o regular hermano, buen o regular militante político, buen o regular músico. Había llevado una vida regida por la estabilidad: empleo seguro, sueldo seguro, vacaciones seguras, sexo seguro (“seguro” no en el sentido de preservar la salud, sino que –por estar casado- contaba con la prerrogativa de tener encuentros sexuales cuando lo quisiera, que –en congruencia- eran cualitativamente regulares). Una existencia enmarcada dentro de los parámetros considerados socialmente como normales. Entre lo bueno y la medianidad, nada excelente ni su diametral oposición. ¿Dónde estaba mi libertad? Libertad a medias. Sin darme cuenta, estaba hundido en lo que siempre había aborrecido: la mediocridad, la costumbre, la ecuanimidad, las situaciones recurrentes, el aburrimiento, la rutina. ¿Cuánto tiempo hacía que no perdía la razón por una pasión amorosa?, (sólo burocráticos escarceos con compañeras de tareas).. ¿Cuánto hacía que no gastaba mi energía y mi –poco o mucho- talento creador en escribir, componer música, tocarla (exceptuando la ocasional reunión con los amigos, compañeros o parientes por algún festejo), coger o dedicarme a “...la dicha inicua de perder el tiempo”, (que, mirándolo bien, es ganarlo)? ¡Pasión!, me faltaba inyectarle pasión a mi existencia. Tenía que variar, porque –de verdad- la ausencia de pasión sí que mata.
(“... I know what it’s like to be dead…”)
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EPISODIO 15.-
Posesión. Celos. Yo no sé cuándo se inscribe uno en esa dinámica; probablemente cuando va creciendo y adquiere el deseo de dominio sobre los demás derivado de la asimilación de lo que es el concepto, socialmente aprendido, de propiedad. La mayoría de los seres humanos son aleccionados, desde los primeros años, a sostener “esto es mío, y lo otro, y aquéllo” y a pensar que ello les da derecho a su uso y abuso en exclusividad. Un mundo patriarcal y capitalista no hacía sino considerar que la mujer era una propiedad para el hombre. Y así lo asumíamos cuando llegábamos a cierta edad. De ahí los celos, las traiciones, el engaño, las disputas por la mujer amada (o el hombre, en el caso de ellas); temas recurrentes e inacabables de las execrables telecomedias.
Pero antes de llegar a ese punto cronológico individual, las conductas son diferentes. Fueron diferentes para mí.
Tara era un poco mayor que Gordo y yo. Era candidata a novia de “los grandes” del barrio; aunque tenía la fama de coleccionista de relaciones que no iban más allá de tres meses. Pero si era la pretendida de muchachos mayores que nosotros, bien era posible que los dos juntos fuéramos el equivalente de uno de ellos. Así lo razonábamos Gordo y yo; así que decidimos declararle nuestro amor y pedirle “¿quieres ser novia de los dos?”. Ella, acostumbrada a ser el motivo de desvelos juveniles de los chicos del barrio, la causante de celos y la mancornadora por excelencia, no salía de su asombro; pero finalmente aceptó.
Fue una etapa muy feliz; pletórica de dulces... experiencias enriquecedoras y de aprendizajes en cuanto a la negociación política y establecimiento de acuerdos mediante el diálogo para lograr puntos de consenso, porque ello y no otra cosa es la democracia, en tareas torales de bla bla bla. A veces le tocaba a Gordo, otras a mí; pero, las más, éramos los protagonistas de un cuasi infantil menage a trois cuyo escenario construíamos en la azotea del edificio donde vivían nuestras familias respectivas o en el sitio donde se alojaba la bomba del agua que proveía al inmueble del vital líquido, lugar cuyo acceso sólo era permitido a la portera (sólo ella tenía la llave) pero cuya verja no constituía un obstáculo insalvable -ni insaltable- para nuestro amor sublime e inmaculado. Así nos asegurábamos de estar fuera del conocimiento y mirada de los demás. Casi fuera del mundo. Refugiados en un canto a tres silencios. Outsiders.
(“When I was a boy, everything was right…”)
Mi socio y yo acordábamos qué mitad del cuerpo de Tara nos correspondería besar y acariciar en cada ocasión; sin embargo, frecuentemente nuestras manos se encontraban una a otra en el pubis –centro único e incompartible- de nuestra amada novia. Ella nos dejaba hacer, nos regalaba su cuerpo; por su parte, no tenía que alcanzar consensos con nadie: una mano para cada quien; ambas se apoderaban frenéticamente de sendas zonas testiculares, nos desbraguetaba y se convertía en sacerdotisa de Onán mientras repartía besos generosamente, volteando a uno y otro lado. Y así... hasta que decía: “...ya me tengo que ir, mis amores”. No insistíamos; esa frase, sabíamos, era una de las dos únicas normas que ella había establecido unilateralmente como inviolables si queríamos que nuestro noviazgo continuara. No, no insistíamos porque entendíamos que era la ruta para continuar disfrutando lo que teníamos. Además, ella siempre nos llevó al final del camino; nunca nos dejó frustrados por interrupciones. Desde el primer encuentro establecimos un pacto de placer y un código de honor basado en la discreción. Surgió porque ella no quería masturbarnos. “¿Qué te pasa, niño? ¿Quién crees que soy? Es verdad que me gusta andar de novia... con los muchachos... y el besuqueo... y el agasajo... y el faje, pero... ¿qué te pasa, baboso?”. Yo respondí: “mira, yo creo que a los tres nos gustaría; que sea nuestro secreto; que sólo quede entre los tres. Quien lo rompa se sale del noviazgo, ¿verdad que no vamos a rajar con nadie, Gordo?”. “¡No, no, no; me cae que no!”, dijo éste con una voz suplicante. Se quedó callada y dubitativa por unos momentos; luego... “¿Saben qué, muchachos? –dijo- Está bien; pero cuando yo les diga que me tengo que ir, me tengo que ir; y si esto se sabe, no me importa quién haya sido el chismoso, se acaba con los dos. Otra norma: de coger... eso sí que ¡ni hablar! Eso me lo guardo para mi marido, cuando me case. ¿Estamos, escuincles?”. ¡Claro que lo estábamos! Gordo, feliz, se hacía un lío para bajarse los pantalones. Situada frente a nosotros, Tara miró, gustosa y sonriente, largo rato nuestras estacas que apuntaban al cielo antes de adueñarse de ellas con sus manos. Primero, las acarició con curiosa ternura. “¿Cómo...?” Me apresuré a darle un curso intensivísimo teórico – práctico dirigiendo su mano, que ya se había posesionado de mi pene con una inusitada fuerza que me producía más deleite que dolor. Después la dejé hacer. La vi desarrollando, frenética, su tarea imprimiendo a cada momento, a petición mía, más velocidad y presión; más, más, más y más, hasta que me estremecí y estallé en medio de espasmos y estertores. “¡Tara, Tara!, ¡me vengo!, ¡aahh!”. Lejos, muy lejos, escuchaba a Gordo que gemía y se quejaba; como si no estuviera ahí. Para mí, el mundo sólo éramos Tara y yo totalmente aislados. Sus ojos, en los que descubrí un repentino y hermoso brillo, miraban como escurría por su puño, que aún me sujetaba, los residuos de mi eyaculación; ya que lo primero fue a parar a su brazo, salpicando su pecho y su cabello. “¡Qué bonito!, ¡qué rico y calientito se siente, Gastón! ¡Qué lindos, mis amores!”.
Después se volvió tan cotidiano que me hizo perder el encanto –quizá no lo sea tanto- de estar pensando el día entero en ella, reviviendo en la memoria lo acontecido; o haciendo el completísimo montaje de una obra de teatro mental de la próxima sesión; pero no por ello perdió lo maravilloso, sorprendente, lo altamente... proveedor de ganas de vivir o no sé cómo referirlo: motivador, ¿no?
Lo único que tenemos es el presente. No tenemos nada más. Las visiones de futuro, halagüeñas o catastróficas, sólo son fantasías que se esfumarán al estrellarse con la realidad porque el futuro no es como lo inventamos y representamos en la cabeza sino como una realidad presente –cuando ocurre- concreto, con su multiplicidad de contenidos intrínsecos, que aún no llega o, en el peor de los casos, no llega el futuro para el visualizador.
Después de trascurridos alrededor de 3 años de nuestro noviazgo sui géneris, Tara empezó a faltar a las citas. Otras veces Gordo, pero no había problema; en última instancia, yo obtenía el doble de placer, podía disfrutar de su parte; pero sin Tara, el plan se arruinaba. Primero, sus ausencias (las de ambos) eran de vez en cuando; luego se hicieron cada vez más frecuentes. Nunca pedimos explicaciones ni las dimos. ¿Se puede?, bien; ¿si no?, también. Y sin pena ni gloria nos fuimos alejando. Al cabo de tantos plantones las citas dejaron de acordarse. Gordo se había alejado de mí. Pronto me di cuenta que andaba de novio con una chavita muy seria que había conocido donde halló colocación, en una tienda departamental (inició su vida laboral muy joven falsificando su acta de nacimiento para aumentarse la edad). Se había convertido en un verdadero figurín de mostrador por requerimiento de la empresa y no se juntaba con el pelafustán de su ex camarada de andanzas amatorias.
Cierta tarde Denis entró a mi cuarto diciendo “...te habla Tara. ¿Qué tienes tú qué ver con ese bizcochísimo?”. No le respondí. Me dirigí a contestar el teléfono.
- ¿Sí?
- Hola, soy Tara. ¿Cómo estás?
- Trebián. Et tuá?
- Bien, Gas. ¿Sabes?, necesito hablar con alguien; quiero hablar contigo.
- Sí; sale. ¿Cuándo nos vemos?
- ¿Puedes ahorita?
- ¿Tanto urge? Bien, sí.
- Pero... hablar, Gas. Sólo hablar, no para...
- Bueno, tú dime.
Quedamos de vernos en el Hotel Del Prado, en el Sanborn’s, en unos treinta minutos.
De ese hotel ya no queda ni el recuerdo. Estaba integrado al conjunto de infraestructura turística del centro de la Ciudad de México que unos dioses modernizadores y neoliberales se empeñaron en destruir con el temblor de 1985. Esos dioses decidieron que México Tenochtitlán no tenía ya más razón de ser en un mundo que empezaba a dar visos de tornarse globalizado. Esos dioses habían enviado a sus sacerdotes y guerreros, que ya no habían sido educados en el Calmecac, sino en Harvard, a que tomaran el poder desde dos años antes de que acaeciera el castigo divino. Los profetas abjuraron de su pasado; México Tenochtitlán (Ombligo) no sería más el centro comercial, ni turístico, ni cultural, ni político; sólo el Centro Histórico, pero sin historia. Los grandes tlatoanis sexenales ya no despacharían en Palacio Nacional, sino en unos modernísimos Los Pinos. Los hoteles para el turismo internacional se comenzaron a hacer en los barrios elegantes. Igual los almacenes y centros comerciales..
Sobre Avenida Juárez, junto a la entrada del hotel, estaba el mostrador de una zapatería. Me detuve a curiosear unas botas de piel, de lagarto, de color azul. Me gustaban horrores. Mientras, mi mente se dedicaba a crear una bola de pensamientos absurdos que siempre he tenido pero que a nadie confieso. ¿Acaso no sería fabuloso poder recordar para adelante? ¿acordarse de lo que no ha sucedido? Lógicamente, nadie puede recordar lo que no ha existido, en sentido estricto; y sin embargo, a mí se me ocurre que si inventas un ente en el pensamiento y más tarde lo recreas allí mismo, estarás recordando un no ser que –quizá- en el futuro exista, pero no por ahora. He llegado a creer que vivo bajo ese sino.
En sí, creo que soy un tanto esquizofrénico. Disfruto mucho el platicar conmigo mismo dentro de mi cabeza. Hay quien lo llama introspección; pero más bien creo que es ser medio loco. Cuando era más chico, antes de dormir, imaginaba una reproducción teatral en la que el reparto incluía a mis novias y prospectos. Actuaba mi papel y el de ellas; las besaba y me las fajaba. Y ellas a mí. Hay quien dice que eso es ensayar el futuro; que es sano, mientras uno no se lo crea, ya que eso sería fantasear: sustituir la experiencia por el pensamiento. No sé, ni me importa; yo me divertía mucho y el hacerlo no me sustraía de la realidad. Me gustaba inventar locuras, pero más me gustaba vivirlas.
(“…Things that make me feel that I’m mad…”).
Por otra parte, eso me servía para explorar mi lado femenino dentro de mí mismo y me daba la perspectiva, en la realidad, del respeto entre las personas. Así que no me importaba jugar a ser un poco loco.
Tara me encontró ahí. Me saludó con un sonoro beso, lo que me apenó un poco. No era lo mismo reunirme con ella en la completa clandestinidad que “a campo abierto”. Amén que era obvio, para entonces, que me sobrepasaba en edad. “¿Has venido al Nicte-Ha?”. Contesté que no, que no me dejaban entrar por no tener cartilla militar (era una suposición, nunca lo comprobé), además de lo evidente de no ser mayor de edad. Ella, en cambio, se veía como -se dice- toda una mujer, lo que confirmó el hecho de que unos tipos que rayaban en la ruquez, dijeran a nuestro paso: “¡Adiós cuñadito, me la cuidas!”.
Ya en el restaurante, encontramos lugar junto a los ventanales que daban a los pasillos del pasaje. Nos sentamos juntos y, mientras ordenábamos, comenzó a acariciar mi pierna ante la mirada incrédula de la mesera y mi sorpresa.
- ¿Te gustaría estar conmigo, Gas?
- Pues... ya estamos y sí me gusta.
- No, yo digo... en la cama.
- Pueeesss... –el corazón se me salía de su sitio- Sí, claro, claro.
- ¿Eres quintito?
- Sssí –mentí, pues dos años antes su tía, una guapa mujer de unos cuarentaitantos años, se había llevado mi virginidad entre sus piernas durante un encuentro fortuito y único derivado de que me sorprendió espiándola por la ventana de su baño.
{Me pidió que entrara a la casa y comenzó una especie de sutil reprimenda: que estaba muy mal hecho que la anduviera espiando porque nada más me excitaba y... “¡Ay, muchacho!, ¿ no ves que te hace daño quedarte así? A ver, ven”. Acto seguido, me llevó a la recámara de su hermana (la mamá de Tara), me bajó los pantalones y los calzones, se despojó de la bata, quedando completamente desnuda, y se acostó con las piernas muy abiertas, acomodándome en medio de ellas. Me asió del pene y ella lo guió e introdujo. “Súmelo y retíralo así, mira, despacito –me dirigía tomándome de las caderas-. Avísame cuando te vayas a venir”. Yo supliqué: “¡No me quite, no me quite, déjeme terminar adentro!”. “Sí, sí, chiquito; sólo quiero que te guste mucho. Verás que si te aguantas varias veces, cuando por fin lo hagas vas a sentir más rico, y yo también”. Al cabo de no sé cuántas interrupciones, yo sentía que me moría y comencé a darme cuenta de que ella jadeaba, gemía y me pedía que se lo empujara más fuerte: “¡... más, más, más, chiquito mío!”. Se estremeció y me pidió: “¡ahora tú, ahora tú; ya no pares, ya nooo... ya no te detengas!”, y estallé dentro de ese sacro templo de humedad adornado con hilos que parecían ser de un sedoso material. Me dejé caer sobre ella, poniendo mi cara en sus senos. Con una delicadeza que me provocó un sentimiento de ternura, me secó el miembro con su bata. Me recostó en la cama y comenzó a vestirme. Luego me despidió en la puerta, asegurándose de que nadie me viera salir de ahí, y me dijo: “Esto queda entre nosotros, ¿eh? Será nuestro secreto”. Jamás traicioné a mi sacerdotisa iniciática; por eso le mentí a Tara; sentía que, aunque no dijera con quién había sido, delataba un poco a mi dulce institutriz. La mayoría de mis amigos se había estrenado con prostitutas, lo que a mí me aterraba, pues algunos de ellos se habían contagiado de alguna enfermedad venérea. De niños, los de la palomilla íbamos a curiosear a las hetairas de la calle de Las Vizcaínas y ellas nos decían de groserías y se burlaban de nosotros. Además, las condiciones en que se encontraban me daba una mezcla de miedo, tristeza y lástima; sabía que había hombres que se dedicaban a explotarlas. Me consideraba afortunado (mi primer encuentro sexual no estuvo rodeado de esas particularidades en torno de las cuales los amigos mayores contaban peripecias –unas reales, otras fantasiosas- tremebundas.}
Ahora era la sobrina quien me invitaba a derribar las puertas del Edén. Esta joven mujer cuyo cuerpo conocían a la perfección mis manos y mi boca. Pero... ¿por qué me lo pedía? Y aún a riesgo de que se incomodara y ya no quisiera, se lo pregunté. Ella comenzó a comentarme acerca de su empleo; había varios que la pretendían, pero los había rechazado. Sin embargo, había uno (era su jefe) que le había insistido mucho, mucho, hasta llegar a acosarla. La llenó de alabanzas por su belleza. A cada mañana aparecían flores en su escritorio con alguna tarjeta en la que él le demostraba su admiración y amor; que esperaba que le correspondiera. Regalos costosos. Escuchaba y seguía preguntándome el sitio que ocupaba en esa plática. ¿Qué tenía que ver yo con eso? Por fin, comenzó a salir con él. Comenzaron a hacerlo con asiduidad. “Con razón ésta dejó de ir a nuestras citas de cachondeo en donde está la cisterna y la bomba del agua”, pensé, sintiendo, por primera vez en mi vida, una especie de escozor que salía de no sé dónde. Estaba entrando a ese mundo infame e inicuo en el que uno piensa que la persona que desea es de su propiedad y que años después descubrí como una aberración derivada de la inmersión del individuo en una sociedad en la que se glorifica la propiedad privada y en la que se llega al absurdo de cosificar a las personas considerándolas como pertenencias: los celos. No era lo mismo que la situación con Gordo; nosotros la compartíamos; “aquél -el jefe- nos la arrebataba”, traté de justificar mis sentimientos para mis adentros. Y seguí escuchando. Él le pidió tener relaciones sexuales y Tara lo rechazó utilizando el mismo argumento expresado a sus jóvenes cómplices, por lo que aquél comenzó a presionarla con arbitrariedades y a amenazarla con despedirla si no obedecía sus absurdas órdenes. Un día, le exigió que se quedara más tarde de la hora de salida con el pretexto de cumplir un encargo urgente. Ya muy tarde, calculando que no hubiera testigos, la violó en su oficina. En medio de mi indignación contenida, yo continuaba preguntándome en qué lugar encajaba.
Helo aquí:
- ¿Deveras te gustaría acostarte conmigo?
- Sí, claro; pero...
- ¿Siempre?
- ¿Cómo... “siempre”?
- Cásate conmigo. Estoy embarazada y él no quiere hacerlo porque tiene esposa e hijos.
- ¿Y yo por qué voy a cargar con la responsabilidad de otro?
- Pues no, pero tú me quieres, ¿no, Gas? Somos... como novios, ¿no? ¿Es que vas a dejarme sola con este problema?
- Pues no, no voy a dejarte sola; veré cómo puedo ayudar; pero...
- Pero... ¿qué? ¿Cómo piensas ayudarme? ¿Quieres que aborte?
- ¡Oye!, yo no soy quién para decirte si quiero o no que abortes. Es tu cuerpo y, por otra parte, el hijo no es mío. –Me di cuenta de que estaba desesperada y de que yo estaba mostrándome incapaz de ser, siquiera, un apoyo.
- ¿Si aborto, te casas conmigo? ¿Lo harías, Gas?
- Si abortas, se acaba el asunto. ¿Para qué te quieres casar ni conmigo ni con nadie?
- Tú no entiendes. Ya no soy virgen.
- Pues sí; no entiendo cual es el problema. Media humanidad no es virgen y no tiene que estar casada por ello, corazón. –Ese “corazón”, más un abrazo y un beso que deposité en su mejilla, le devolvió la calma. Sonrió.
- Es que no me imagino como madre soltera. Qué bronca, ¿no? Mis padres me van a matar. Y... ¡mi tía Martha! –sentí cómo brincaron mis músculos, sólo al escuchar su nombre- ¡tan pudorosa y mojigata que es! Pero, dime, en otras condiciones, ¿te casarías conmigo?
- No sé. Quizá sí; aunque... si tú no te imaginas como madre soltera, yo no me imagino casado. Mucho menos a mi edad. ¿Qué harías tú, que ya te ves como una mujer, casada con un chavo como yo?
- Soy una asaltacunas irredenta. Te cogería evrydey antes y después de cambiarte los pañales.
Salimos del lugar y dimos un largo, largo paseo por la Alameda, hablando de mil ñoñerías que no tuvieran que ver con el embarazo. Procuré caminar mucho para que se cansara y pudiera dormir tranquila. Regresamos al edificio y cuando pasamos por la cisterna le hice una señal invitándola a introducirnos en nuestro rincón secreto. Negó, moviendo la cabeza. Insistí. “No quiero tener gemelos”, bromeó. Insistí, nuevamente y cedió. Fue como si un par de gatos en celo se hubiesen encontrado: gemidos que casi eran gritos. La penetré a fondo. De nada sirvieron las enseñanzas de su tía, porque la pasión desbordada de Tara me obligaba a abandonar el mínimo vestigio de control y pausas que necesariamente se tradujeron en una precoz eyaculación. Me retiré un instante; pero al contemplarla ahí, frente a mi, tumbada en el cemento, con las piernas en alto sostenidas por los tobillos con mis manos, tal como muchas veces la soñé: mostrando su esplendorosa desnudez (de la cintura a los pies), retornó el deseo. Sus ojos me pedían (¿suplicaban?, ¿ordenaban?) continuar, me volví a meter en ella; esta vez, sí, siguiendo, rigurosamente, las tesis amatorias aprendidas en la cátedra marthiana.
Salimos de ahí sintiéndome enamorado de por vida. “Claro que nos casamos con ella, Gastón”, me dije; (le dije al otro Gastón, el que habita dentro de mi cerebro y comparte lo esquizofrénico conmigo) y casi se lo dije a ella; pero lo silenció con un beso y un “te quiero, Gas; te quiero”. Nuevamente intenté expresarlo; pero de la nada surgió la imagen de una siniestra portera de edificio de apartamentos (nos sorprendió saliendo de ahí sacudiéndonos la ropa), quien –después- se dio a la tarea de difundir el chisme a la comunidad belenita.
Meses después, cuando el embarazo de Tara se hizo evidente, recibí un telefonazo de Gordo. “¡Hijo de la chingada!, ¡te la cogiste!, ¿verdad?” Colgó enojadísimo. Jamás volvió a dirigirme la palabra. (Otra víctima de los celos). No, no recuperamos la amistad; ni siquiera cuando le dejé una nota bajo la puerta de su departamento en la cual le decía: “Gordo, vamos a hacer las paces compartiendo a otras chavas; ¿cuándo vamos a la bomba, pero ahora con tu novia la del almacén?”. En respuesta, él correspondió con otra nota bajo mi puerta que decía: “Eres un pendejo; no te metas con Arcelia, que es mi noviecita santa, no una puta como la que dejaste panzona”. Decidí no insistir en continuar con su amistad; si él hubiera sido el elegido de Tara, no opinaría lo mismo. Lo odié y deseé que le fuera mal con su novia al muy mequetrefe. Desde luego, no le mencioné a Tara nada de lo acontecido. Para entonces, teníamos una relación muy estrecha. Estábamos mucho tiempo juntos; lo único que no compartía era el lapso que me ocupaba en la escuela, porque, inclusive, la llevaba a las tocadas con mi grupo roquero. Los domingos, pasaba por ella desde temprano para ir a pasear durante el día completo. La acompañaba a sus citas con el doctor. Dormía sus siestas entre mis brazos, caricias y besos. Y es que ella sufría un acoso atroz por parte de sus padres que llegaba a desprecio y agresiones psicológicas. Fueron a hablar con Philippe y María para exigirles que me obligaran a casarme con ella; pues, gracias a lo comunicativo de la portera, se me adjudicaba el embarazo; ello, a pesar de que Tara lo negaba. “¡Qué casarse, ni qué nada! Si él tiene alguna responsabilidad, sabrá asumirla porque así ha sido educado. Pero de casamiento, nada. Sólo se arruinarían la vida”. Eso dijo mi padre, quien sabía de mi inocencia.
Tara sufrió insultos y hasta golpes de su padre. Ante ello, decidí proponerle vivir juntos con tal de sacarla de su casa, pues no tenía donde ir; además, ya había sido desocupada de su puesto. Yo sentía que la amaba. La veía completamente desamparada... Pero no aceptó; dijo que sería como darle la razón a su obcecado progenitor. Hablé con Martha para que la ayudara; pero ella, ante la evidencia de mi relación con su sobrina (otra vez, los malditos celos), no me escuchó. El verdadero causante del perjuicio, el perjuro jefe, no me quiso recibir (fui a tratar de convencerlo, previa llamada por teléfono, de que se responsabilizara de sus actos) y, yo, en represalia, le estrellé los cristales de su auto, le rayé la pintura y le rajé las cuatro llantas. Víctima de la paranoia, el miserable se desapareció. No se volvió a saber de él.
Un domingo por la mañana fui a comprar pan. La dependiente con una mirada de conmiseración me inquirió: “Debes estar muy triste por lo de la muchacha ¿verdad?”. “No -contesté seguro-, ¿Por qué iba a estarlo?” Y salí con mi bolsa de pan en la mano. De repente, sentí intranquilidad. Recordé que la noche anterior, ya tarde, escuché gritos y sollozos en uno de los departamentos del fondo; pero estaba tan cansado que me dormí. Ya, en la madrugada, escuché una sirena; voces a las que no di importancia y me volví a dormir. Y llegó a mi memoria su voz (hablamos como a las diez de la noche) que me decía: “Gracias por haberte portado como lo has hecho, escuincle. Te voy a amar siempre, Gas; donde quiera que esté. Un beso y mil más detrás de ese” (así nos despedíamos socarronamente indicando que los mil siguientes serían en las nalgas). Pero el “te voy a amar donde quiera que esté”, fue la clave.
Corrí, pregunté aquí y allá: Sí. “¿Por qué no la obligué a huir y vivir conmigo? Debí haberla secuestrado, si fuera necesario. Qué imbécil fui. ¿Cómo no me di cuenta que se estaba despidiendo de mí para siempre? La hubiera convencido de vivir. ¿Cómo es que no descubrí que deseaba terminar con su vida? ¡Qué ciego! ¿Por qué no supe suplir sus carencias? ¿De qué sirvió haberme enamorado -o lo que haya sido- tanto, quererla, desearla y amarla como llegué a hacerlo si esos sentimientos resultaron tan vanos para que se aferrara a la vida? ¡Inicuo amor, que no salva a nadie! ¿Fue mi culpa? No, ella quiso irse”. Terminé por exonerarme.
“¿Por qué sucedió? ¿Quién te llenó la cabeza de basura?”
Así con unas manos, ya ajenas, el sentido de lo absurdo.
Vacío, más que cuando nadie había nacido.
Reventado de dolor, corriendo hacia nada absoluto.
Vagando sin nunca, sumido en el negro eterno.
Morir su hoy, a cambio de su jamás mañana.
Muerte –densa- que cabalga sobre mi desasosiego.
Guadaña que corta los hilos de donde pendía vida.
Abatimiento que cala más profundo que el sin fin.
Tara se había dejado ir, abandonándose al vacío.
¡Levántate, que quien ha quedado exánime soy yo!
Barbitúricos como para intoxicar la farmacología.
Camarada nonato de desventurada preñez viajera.
Veleidosa dama que destierra a su siervo.
Premonición de aún inexistente canción:
“Te amaré con adiós, con jamás”.
(“I said: who put all those things in your head,
things that make me feel that I’m mad…
…And she’s making me feel like I’ve never been born”)
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EPISODIO 16.-
Así como yo era un fanático de la química, Teto lo era de la electrónica. Con esas facultades, un día desarrolló una guitarra eléctrica “hechiza” bastante rudimentaria.
Ya habían aparecido en México grupos como los Locos del Ritmo, Los Teen Tops, Los Rebeldes del Rock y Los Crazy Boys. De suyo se desprende que, habiendo descubierto el gnosticismo de hacer guitarras –aunque no sabíamos tocarlas- hayamos decidido crear nuestro propio grupo. Las circunstancias para ello, se fueron dando como por arte de magia. Una de las hermanas de un cuate de la palomilla era novia del baterista de los Play Boys, por lo que valiéndonos de ella conseguimos ser invitados (aunque no estoy muy seguro de si fue invitación o vil entrometimiento) a los ensayos del grupo. Tenían un guitarrista de primera línea que se llamaba Víctor Constantino, quien militó posteriormente con Bill Halley, cuando éste –terminada su época de gran éxito- vino a vivir a México.
No tengo la menor idea de cómo aprendimos a tocar; supongo que como la mayoría de esa generación: viendo a otros, escuchando discos guitarra en mano y canjeando experiencias con otros iniciados, que brotaron por el rumbo cual si fuera mala hierba. Sin embargo, inexplicablemente, no nos fuimos por el mismo camino que los demás: a nuestras manos llegó un disco de The Ventures y eso fue lo que aprendimos a tocar; con tanta voluntad, que a los 12, 13 años de edad Teto y yo éramos unos guitarristas bastante buenos. Así, mientras los demás grupos se dedicaban a tocar y cantar rock en español, nosotros hicimos un grupo instrumental. The Ventures serían el paralelo, de esa época, a lo que hoy son Satriani o Steve Vai. Desde luego que estos últimos manejan técnicas de digitación que en aquel entonces no existían, pero Los Venturosos eran finísimos, aunque caían, en ocasiones, en simplezas como “The Mc Coy”.
La sociedad mexicana de los tempranos sesentas era mojigata y represora, en el sentido más amplio de la palabra. El rocanrol era satanizado porque se le ligaba con la violencia, con el pandillerismo, con los llamados “rebeldes sin causa”. Eso, la incultura de los productores discográficos, mas el deseo de la ganancia fácil, fue acabando con los buenos grupos pioneros y los sustituyó por “baladistas” cursilones y grupos malísimos con repertorios cuyas letras eran insulsas, cuando no francamente idiotas. Aún hoy, los nostálgicos de esa época hablan de la”Época del Rocanrol” refiriéndose a cantantes como Mayté Gaos, Leda Moreno, Oscar Madrigal... ¿eso es rock? Entonces José Alfredo Jiménez pertenece al Impresionismo.
Los grupos que seguían tocando rocanrol se quedaron sin espacios para tocar y sin posibilidades de grabar; y si lo hacían, no se les daba la misma promoción que a los “baladistas”. Se dedicaron a organizar sus propias tocadas, llamadas “tardeadas”. Por ventura nos conectamos con otros grupos. Asistíamos a sus ensayos y por fin debutamos en una de esas “tardeadas” alternando con los “Silohuettes” y los “Hillbilly Cats” en la Colonia Guerrero. Durante los turnos que les correspondieron, los asistentes se dedicaron a bailar; pero, cuando ejecutamos nuestro repertorio (con los instrumentos de ellos, pues no teníamos propios), la gente nos rodeó para escucharnos. Supongo que era inaudito observar a unos mocosos (la primera generación de rocanroleros nos rebasaban por entre 8 y 10 años de edad) que fueran tan hábiles con las guitarras. “Walk, don’t Run”, “Drivin’ Guitars”, “Caravana”; y “Apache”. Además, tocamos a “The Shadows”: “La Pipa de la Paz”, “Bailando”, etc.
Tuvimos nuestra primera presentación en TV, en un programa matutino, que conducía Juan S. Garrido, bajo el nombre de los Strangers. Yo toqué con una Gibson Les Paul, que sonaba con madre, facilitada por un señor que se apellidaba Canchola (siete años después, me compré una de la misma marca, que aún conservo). Hicimos una pequeña gira por Toluca; a la que nos acompañaron dos de los Silohuettes (Jaime “El Oso” y “El Calaco”, pues nos prestaron los instrumentos). “El Calaco” se ligó a una joven profesora de la escuela donde hicimos una presentación. No nos pagaban; las giras (que se denominaban “Caravana de las Estrellas”, creo) eran organizadas por un cubano, del cual se me escapa su nombre, que trabajaba para Televicentro, En ese entonces, el monopolio televisivo no era el emporio que es hoy. Las escenografías, por ejemplo, eran reutilizables y se almacenaban en un lote al descubierto en la calle de Río de la Loza. Un domingo por la mañana, nos encontramos a un muchacho que trabajaba ayudando a un productor; le pregunté que adónde iba, y él contestó que se dirigía al estanquillo para comprar un chocolate “Abuelita”, pues era el patrocinador del programa que comenzaría una media hora después (antes, los programas eran “en vivo”) y requerían de ese producto para que apareciera en las pantallas. Situaciones así, que hoy se antojan ridículas.
Después llegó la época de los “cafés cantantes” (derivación de aquellos mal llamados “cafés existencialistas”, en donde se tocaba jazz), que ampararon la llegada a México del primer invasor del norte: Javier Bátíz, a quien le tocó sufrir en carne propia la represión policial (y en sí, del Estado) contra el rock. Tras él, se vino la avalancha norteña: Tijuana Five, Dug Dugs, etc., que cantaban en inglés. Nosotros no podíamos tocar en esos lugares porque éramos menores de edad y no nos dejaban entrar ni a consumir. La única vez que entré a “La Faceta” fue acompañando a un amigo a dejar la batería con la que tocaría su hermano mayor: Vi ensayar a los Sinners. Fue la primera vez que escuché blues.
Abandonamos la fabricación de guitarras “hechizas” y solamente Carlos Carvajal continuó en la tarea, misma que a lo largo de los años perfeccionó. Y, ya en plena época beatleana, nos hicimos de nuestras primeras guitarras de fábrica e importadas. La mía era una Vox de caja que hacía mucho feed back con el fuzz tone.
Un productor de Televicentro nos ofreció ir a tocar a una fiesta con sus amigos, en el Desierto de los Leones. Nos iba a pagar y, aparte prometió incluirnos en un programa televisado. El ansiado día, preludio –creíamos- de la fama, por fin había llegado. Tremendo caserón como hasta entonces no había conocido alguno. Nos instalaron, a manera de escenario, al lado de la piscina; en medio de un inmenso jardín. Jet Set mexica, hijos e hijas de papi. Veinticincoañeros engreídos que nos miraban como cosas raras (para entonces nuestra imagen ya era del tipo desarrapado y hippiosón que caracterizaría a los roqueros amorpacientos) y no se dignaron ni darnos de comer. Peor aún; el productor se desapareció y permanecimos ahí hasta que los últimos invitados se conmiseraron para traernos de regreso, con nuestros instrumentos, hasta Televicentro. Llegamos cansadísimos, frustrados y con ganas de dormir una semana, de corrido. El único beneficio que obtuvimos, así lo tomé yo, fue el haber escuchado discos de los Beatles que aún no llegaban a México y los tacos de ojo, de los cuales me di un atracón -tortas de fresas-, ya que de eso sí hubo en abundancia. (Por supuesto, nunca nos pagaron la tocada ni nos cumplieron la promesa del programa de televisión). Al día siguiente me iba a encontrar con el fregadazo que habría de llevar durante mucho tiempo como pesado lastre: la partida de Tara.
Para entonces contaba con 16 añotes y estaba en la prepa. Teto, fastidiado de mi inmovilidad y mi desinterés por los ensayos y presentaciones, se iría a tocar con otro grupo. Mi siguiente aventura musical -después de vencer un largo periodo de depresión, enamorarme de cuanta mujer se cruzaba por mi vida, asesorar al grupo escolar y desarrollar mis primeros escritos- serían Los CoFraGa’s.
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