Sunday, August 13, 2006

Episodios 9, 10, 11 y 12

EPISODIO 9.-

Un muchacho de barba y bigote, medianamente desaseado llegó al café donde actuaban los “CoFraGa’s”. Pidió una Coca y se puso a escucharlos con atención. Los CoFraGa’s era uno de tantos conjuntos que tocaban rock por el rumbo; pero tenían una particularidad: ejecutaban material propio, lo cual era un poco extraño en aquellos años en que los mexican rockers se dedicaban a refritear rolas de los grupos ingleses de moda. Sin embargo, merced a ello, no eran lo famosos que quisieran porque la maestriza quería escuchar lo que se oía en la radio: Beatles, Animals, Cream (de ellos sí tocaban algunas, al igual que de Santana), Zeppelín, Who; y de los gringos Grand Funk, Mamas & Papas, Chicago, etc.

El dueño del lugar siempre les reclamaba; pues, frecuentemente, hacían añicos el entarimado por los taconazos que daban al llevar el ritmo mientras tocaban. El guitarrista daba de patadas a su amplificador para producir algún efecto al vibrar –con el golpe- los componentes del sistema de reverberación de su aparato. Producían feed backs con sus guitarras acercándolas a las bocinas y restregaban una guitarra contra otra con los fuzz tones conectados, produciendo un ruido espeluznante. Eso gustaba mucho, pero era adicional a la música y –en especial- al contenido de las letras de las canciones que interpretaban. Influenciados por la llamada canción de protesta, Pete Segger (¿así se escribe?) Bob Dylan y otros, los gabachos (que así les llamaban, coloquialmente, con motivo de sus nombres de naturaleza francesa) componían canciones contra la guerra de Viet Nam, la guerra atómica y el imperialismo.

Ya no hay tiempo de llorar,
ya no hay tiempo de reír;
ya no podemos escapar,
la destrucción completa
ha de venir...
En una calle desierta un destello
me ha hecho gritar
y hay un mundo demasiado muerto
para soñar.

La plumilla raspando, acremente, el entorchado de las cuerdas de la guitarra con distorsionador simulando el vuelo de un avión. Un manazo sobre las mismas y el puntapié al amplificador para que pareciera un estallido.

Sé que el fin del Imperio
Crespuscular ha de llegar
Lo azul es negro ya, sólo hay dolor
Y el amor no existe ya.
Dime: ¿Qué puedo hacer yo
Por la humanidad?
Sabiendo, mi amigo,
Que la destrucción cerca está.

Nada se podría hacer con canciones; mucho menos con esas letras tan ingenuas. Pero ellos consideraban que –por lo menos- eran conscientes del peligro que significaban los arsenales atómicos de las dos grandes potencias. Y cantarlo era mejor que no manifestar nada; aunque nadie reparara más que en el escándalo que hacían, sin fijarse en las letras de sus canciones.

Cuando terminaron su turno, el recién llegado se acercó a ellos y preguntó si conocían o sabían dónde encontrar a Javier Batíz. “No, ni máis. Sepa”. Dijo que tocaba batería y que deseaba localizarlo para tocar con él. Lo miraron con escepticismo. Siguieron platicando de música largo y tendido hasta que llegó la hora de volver a tocar. Entonces él les pidió: “pasen chanza de echarme la paloma”.

Decidieron interpretar una pieza que fuera conocida. (En ese tiempo, los roqueros eran orejeros). “The Sunshine of your Love” -de Cream- instó Francois. Se trepó a la batería y –para sorpresa del cofraguismo- era el mejor ejecutante que habían escuchado; pero tocaba endemoniadamente fuerte para las dimensiones del lugar.

El dueño del café bajó de inmediato (su oficina estaba en la planta alta); pero al ver que el público asistente estaba emocionado, sólo se acercó a sugerir que le bajaran al volumen. Ellos ironizaron “Sí, bájale al ampli de la batería. Gírale a la perilla del volumen a tus baquetas”.

A partir de ese primer encuentro, El Taroloco se hizo inseparable de los CoFraGa’s. Pero no sólo tocando, sino compartiendo aventuras y correrías. Antes de que este nuevo amigo se presentara, el grupo ensayaba en un cuarto de azotea, en un edificio de la calle donde vivían los Russo, al que bautizaron como “El Refugio”. Después se mudaron a un departamento, en el mismo inmueble. Una vecina –Olga, la bailarina- inconforme con sus escándalos nocturnos (vino, marihuana y gruppies) comenzó a referirse a ellos, mordazmente, como “Los Niños del 7”.

Después, el nuevo refugio se convirtió en centro de reunión de mucha gente con lo que perdió su característica primordial: ya no se podía ensayar ahí. Llegaron a vivir, sucesivamente, una gruppie llamada Edurne, una fotógrafa y prostituta del café -que hasta a su padrote llevó-, y dos conocidos del Taroloco con quienes tocó en Mante, Acuña, Piedras Negras y Reynosa.

Gastón había llevado una vieja Remington, tenía el proyecto de escribir una serie de cuentos que nunca pudo hacer: siempre había alguien. Lo que sucedió fue que, aprovechando la máquina y la perenne hoja en blanco que él ponía en el carro, cada convidado llegaba y escribía lo primero que se le ocurría. Llegó a hacerse una especie de diario de “Los Niños del 7”. (Finalmente, cuando los lanzaron –debido a sus frecuentes noches de gritería y al constante olor a hierba- el diario desapareció).

A la fotógrafa no le agradó que llegaran al departamento los amigos del Taroloco. Le estorbaban para poder meter al amante. Así que fraguó un plan: se le insinuó a uno de ellos y este se lanzó sobre ella; ésta fingió que la estaban violando e inventó que había sufrido un ataque de nervios que la postró en cama sin poder hablar. Llamaron a un doctor para que la atendiera; al auscultarla, se tuvo que proteger, pues ella comenzó a golpearlo y a gritar fuera de sí. Entre varios la sujetaron y el médico le aplicó un sedante. Sólo para tranquilizarla, no para dormirla. La dejaron sola por unas horas. Alguien que llegó de improviso, se percató de que fingía. De inmediato lo comunicó a los CoFraGa’s, quienes comenzaron a hacerle maldades para fastidiarla, hasta que optó por mudarse.

Poco tiempo después uno de los músicos que daban apoyo al trío refirió que la había visto caminar por el rumbo cargando la consecuencia de no usar anticonceptivos. Desde entonces, se ignora su posterior destino.

Del supuesto violador, se supo que esa misma noche salió hacia el norte después de vender su Les Paul Custom en una bagatela (¡qué pendejo!), tan sólo para el viaje.

El otro amigo se hizo asiduo del Curro.

El Taroloco entró a tocar con Bátíz y eventualmente invitaba a algunos ex “Niños del 7” a sus presentaciones.

¿Los CoFraGa’s? He aquí que:

Francois abandonó el grupo y se dedicó, de lleno, a estudiar. Constantin consiguió impartir clases en la Universidad de Yucatán; allá se avecindó y formó una familia. Gastón continuó un tiempo en la música; después, inició labores en el IMSS y reingresó a la UNAM.

Sus músicos de apoyo se disgregaron en pos del hueso: uno, con una española que se llamaba Estrellita (“...y es por ti...”); otro, con Vale (“... eres toda una mujer...”) y con Enrique Guzmán (“... ese marqués no quisiera ser yo...”); otro, con Verónica Castro (¿?); otro, con Pérez Prado (“...¿qué le pasa a Lupita?”).

La segunda versión del “Refugio” cerró sus puertas por siempre.

Y, como abstruso sortilegio, el destino parió la era del casorio masivo.



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EPISODIO 10.-


Philippe llegó a México cuando éste terminaba en el Barrio de las Mercedes; al sur sólo había llanos y tierras de cultivo. Y sería ahí donde años después se instalaría la familia; aunque ya para entonces, existía la Colonia de los Doctores. La calle aún estaba empedrada y no guardaba alineación alguna, pues varias edificaciones se iban sobre el arroyo de la calle. Bueno, eso ya lo había referido.

Como el alcantarillado era deficiente, la calle se inundaba cuando llovía y se convertía en el centro de diversión de los niños del rumbo que salían a chapotear y a jugar con barquitos de papel. Eso también.

Por algún lado cercano, había una vulcanizadora, merced a lo cual, los muchachos del rumbo podían hacerse de aros de hule que rodaban al impulso de una varita y la carrera de su poseedor por los cuatro lados de la cuadra. Igual.

María tomaba a sus muchachos y –previa escala en la panadería, donde se surtía de conchas suficientes para que éstos mordisquearan a lo largo de las tres cinéfilas funciones- los llevaba al Politeama, al Maya, al Edén, al Teresa o al que estaba en la calle ancha, casi esquina con Ayuntamiento (no recuerdo el nombre, ¡ah!, El Pathé). Películas en que John Wayne despedazaba a los malditos indios mostrándoles que los dueños del mundo eran los benditos blancos cara pálida y sus rubias o pelirrojas mujeres eran el non plus ultra de la belleza, abnegación y devoción por sus envaselinados héroes. Guapos y super buenos, como Alan Lad; rubios y malditos, como Richard Withmark (¿se escriben así los apellidos?). Grandotes y con tipo de mensotes, como Gary Cooper. Pelirrojas y buenotas, como Rhonda Fleming. Súper malditos y feos, como Jack Palance. ¡Ah!, pero lo mejor era ver las versiones cinematográficas de la Ilíada (¡era taaan hermosa Rossana – o Roxana- Podestá!), Ulises (por muchos años se quedó en la mente esa frase de Kirt Douglas “no ricordo niente”). “¿Y cómo se hicieron puercos, Denis?” “¡No seas menso!, ¿no ves que ella es hechicera?”. Y cuando Aquiles, con su carromato, arrastra el cadáver de Héctor atado por los pies. Gastón perdidamente enamorado, al igual que Paris, de Helena de Troya.

Con frecuencia, Regis llevaba a sus hermanos menores al Cinelandia y al Avenida, ambos locales situados en San Juan de Letrán, donde exhibían caricaturas, cintas del Gordo y el Flaco o de Los 3 Chiflados.

En los paseos nocturnos con Philippe, podían ver cómo se arremolinaba la gente –asombrada- para ver ese modernísimo aparato, de pantallita temblorosa, en los aparadores de las tiendas. Sólo las familias de buena y mediana posición económica podían tener tele.

La rocola del café de chinos de la esquina no dejaba de sonar “...tú, sólo tú...”. Y por donde quiera se podía escuchar a los organilleros. Música, música. Música por doquier. Pero para Philippe, que sólo escuchaba música clásica, eso era una especie de martirio. Y los tríos -tan en boga- que interpretaban boleros románticos, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez y otros cantantes y músicos populares eran poco menos que una aberración.

Esa pléyade de cantantes rancheros como Jorge “el negrote”, como decía Denis, Pedro Infante, Luis Aguilar y otro que tenía un mechoncito de canas en el copete, tenían prohibido entrar en casa de los Russo. Máximos exponentes del borrachazo, de lo vulgar y de la cursilería. Y ya que de ésta se habla, mucho menos habría invitación para Libertad Lamarque. Ellos tomaron desquite y nunca invitaron a los niños Russo ni a su mamá a ver sus películas, escuela de varias generaciones de Juanes Charrasqueados (borrachos, pendencieros, mujeriegos y jugadores) y de abnegadas madrecitas que eran capaces de dedicarse a ficheras y a lavanderas de ajeno con tal de que sus ingratos hijos dejaran de vivir en una vecindad (en quinto patio) y abandonaran las malas compañías (padrotillos de barrio) para obtener un título de licenciados o doctores y se casaran con la novia a la que habían dejado abandonada y embarazada por andar despilfarrando el dinero, que obtenían estafando a una virginal cabaretera, con una mujer fatal clasemediera o ricacha que engañaba al marido, del que no se divorciaba “porque es pecado”. Tampoco fueron convidados a esas películas de charros cantores y enamorados que llevaban serenata a las hijas del rico hacendado, siempre bajo la mirada de la abuelita, que eternamente resultaba ser Sara García (¿acaso era abuelita del mundo entero?), que los reprendía por ser tan enamorados e irresponsables; al fin que papá les había heredado tierras que –aunque nunca se veía que las trabajaran, pues para eso estaban sus empleados, capataces y peones con calzones de manta bien limpiecitos, lavados con Fab y Tide- los hacían los mejores partidos en una provincia idílica en que reinaba la felicidad: canciones, botellas y pistolas. Rancheros peinados con “Glostora” y rancheritas con cutis de colegiala, secuela del uso de “Palmolive”.

Un día, Philippe, sosteniendo el estuche de su violín entre las manos, y María, con un rosario entre los dedos (tu madre –y, por consecuencia, mía - siempre ha sido muy católica, Gastón), se hallaban en una chambre acompañados; él, por un compañero cantor llamado Pepe Sosa y por su paisano (y amigo de toda vida) “El Chato” Gómez; ella, por algunas vecinas. Los periódicos vespertinos anunciaban el fallecimiento de James Dean en un choque (acontecimiento que comentaban las vecinas, afligidas; aunque no tanto como cuando murió Pedrito). En las páginas interiores de la mayoría (uno no llega a comprender cómo es que a algunas publicaciones no les escurra sangre por entre las hojas) se reseñaba un atropellamiento de consecuencias fatales, una balacera en un cabaret de la Colonia Doctores que culminó con un homicidio, el suicidio de un joven enamorado no correspondido y la defunción de un menor que había caído de un cuarto piso. ¡Cuánto difunto! ¿Sabrán ellos que murieron?

(“She said: I know what it’s like to be dead
I know what it is to be sad... “)

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EPISODIO 11.-

“Sinceramente, tu historia me parece poco verosímil. Como que los personajes están metidos en un linaje francés que, a mi modo de ver, sale sobrando. Me parece que sólo contribuye a romper el hilo conductor entre personas y situaciones. ¿Descendientes de franceses, en esa época, viviendo en la pobreza? ¡No vas a convencer al lector! ¿Crees que sí?. Y es que, como de costumbre, eres demasiado rebuscado; te hace falta ser más ligero. ¿No podrías empezar, por ejemplo, así...?:

En casa, se leía. Mis hermanos, ambos mayores que yo, siempre estaban con un libro en las manos. Mi padre, cuando estaba en casa, se acomodaba en el sofá de la sala y se dedicaba a escuchar la programación de XELA (buena música en México) mientras leía Excelsior, Siempre o el boletín informativo de la embajada de la URSS; o algún libro de física en el que buscaba encontrar el sustento científico que le sirviera de apoyo en el desarrollo de un manual acerca de la técnica elemental para ejecutar el violín, instrumento que él tocaba.

Esa imagen de escena familiar –en la que mi madre no aparecía, porque invariablemente se encontraba ocupada en tareas cotidianas del hogar- se quedó grabada en mi memoria. A mí nunca nadie me indujo al hábito de la lectura ni al gusto por la llamada buena música; simplemente hice lo que se hacía en casa. Empecé a leer lo que se leía en casa, lo que guardaban nuestros libreros (fabricados en el taller de carpintería de la escuela por mis hermanos mayores), no lo que fuera literatura propia para mi edad. Sartre, a los nueve años; Marx, a quien no entendía, a los doce. Nos fusilaron en el -¿cuál?- ¿42?, constituyó un enigma por el que me vi obligado a preguntarle a mi hermano: “¿Cómo es que si lo fusilaron pudo escribir la novela?”. Me fumé las obras completas de Oscar Wilde a los trece. No fue un impulso de enana erudición caído milagrosamente del cielo, era simplemente imitación –por una parte- y disponibilidad de materiales que ya habían sido objeto de disfrute de mi padre y hermanos. Mucho después, ya siendo adolescente, compré, con recursos propios, mi primer libro: ‘Soñando que invento, de José Agustín’, solicité al empleado de la librería, ante la hilarante corrección por parte de un acompañante amigo mío.

Quiero que vayas a tu casa, te sientes ante la computadora y te pongas a escribir sin tener en mente cómo vas a terminar; si lo haces, vas a perder libertad en el desarrollo de la trama, pues vas a estar escribiendo forzando situaciones cayendo en detalles sin sentido, como la inserción de tu lectura del libro acerca de la terapia Gestalt, lo que –personalmente- me parece totalmente fuera de contexto; no sé que caso tiene. Pero no sé, quizá lo utilizas como antecedente para alguna situación posterior; no me lo parece. No se nota la intención de retomarlo. Tienes mucho quehacer, Gastón. Vete a escribir, no seas tan cerebral, déjate llevar por la intuición. Inventa.”.

Eso me dije. Es engorroso tener personalidad dividida.

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EPISODIO 12.-


He estado releyendo México Bárbaro. La primera vez fue hace años -20 quizá- y lo hice como lectura complementaria a mi estudio de la Revolución Mexicana. En aquel entonces no me era dado, por motivos de índole cronológica, tener la impresión que hoy me ha provocado. Me hizo pensar en la insoportable levedad del ser. Voy a esto: visto desde la perspectiva de mi edad, si ese mismo lapso lo sitúo en relación inversa partiendo de la fecha de mi nacimiento, coincide con el periodo en que se encuentran los hechos narrados en aquel libro; no, aún anteriores. Y no soy un hombre viejo. Voy más allá: mi padre encarna la Revolución; y mi abuelo, la intervención francesa, el juarismo. Cuando niño, me parecía que veinte años era una eternidad; hoy, parafraseando a Gardel, no es nada. O sí lo es, pero con la edad entra uno en un proceso de negación con el afán de... ¿seguir sintiéndose joven?

Bueno, lo que importa es que, bajo ese ángulo, el desarrollo de la sociedad mexicana ha ocurrido vertiginosamente; el periodo que abarca mi vida más uno igual, visto en retrospectiva, nos hace llegar a un México en el que aún había ríos y riachuelos en lo que hoy es plena ciudad; no había calles pavimentadas; no había automóviles, sino carruajes, caballos y burros; y faltaban más de quince años para que estallara la Revolución. Es más, mi padre y mi madre aún no nacían. Mi abuelo paterno tenía alrededor de quince años menos de los que tengo actualmente cuando empezaba a prosperar su negocio huarachero y peletero; mi abuelo materno disfrutaba de la comodidad de ser propietario de tierras de cultivo en Salamanca y, quizá, dueño de la vida y destinos de decenas de personas que trabajaban para su familia. El primero, el padre de mi padre –así como sus hermanos-, fue engendrado por un militar francés adscrito a las fuerzas que apoyaban a Maximiliano. Cuando Francia retiró sus tropas, en 1866, él decidió permanecer en México. Por miedo a represalias populares, siguió a las huestes conservadoras que acompañaron, en su huida, al emperador a Querétaro, donde murió en circunstancias no determinadas dejando asentada a la viuda y a los huérfanos en esa ciudad.

(¡Ah, bien!, Ahora sí queda entendido eso de los ascendientes franceses, Gastón. O... ¿Crees que tal vez no hubiera sido necesario explicarlo?)


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