Monday, January 01, 2007

De Cibernarrativa (Tomo 1) "Mosaico"


********************************************
Imagen: "Mosaico", Gabriel Castillo-Herrera.

MOSAICO.

Desde muy joven fue dado a encerrarse en el baño a descubrir o imaginar figuras de mujer en los mosaicos. Era casi una fijación.

Su infancia había transcurrido sin compañía, ya que sus hermanos eran mucho mayores que él. Creció solitario y retraído. Por esa situación fue que, también, gustaba de la lectura. Uno de sus textos favoritos era “La Ilíada”, que había leído varias veces. Conjugaba sus dos aficiones (las que aquí hemos citado) bautizando a sus descubrimientos en el cuarto de baño con nombres de personajes mitológicos. Así, tenía tres imágenes preferidas a las que dio los apelativos de Hera, Atenea y Afrodita.

Los tres iconos fueron tomando formas cercanas a la realidad en su mente; conforme más las contemplaba, más se convencía de su apariencia humana.

Hera sólo estaba bosquejada por un rostro duro, tal como él imaginaba que debía ser la esposa de Zeus. Palas Atenea semejaba un ángel recostado sobre su lado izquierdo y Afrodita se encontraba de hinojos con el torso hacia el suelo y la cabeza semioculta entre los brazos postrados en el piso.

Sus primeros y solitarios placeres, al despertar a la sexualidad, los llevaba a cabo mirando las tres creaciones de su imaginación; absorto en ellas. Había algo indecifrable en los ojos de Hera que le provocaban excitación; se solazaba mirando el contorno de las piernas de Atenea, tan firmes, tan bellas. Pasaba sus dedos sobre la espalda de Afrodita y casi podía sentir algo cercano a una piel suave y tibia, como la de su prima Helena, la cual gustaba de intercambiar caricias y besos con él, entre cojines y almohadas, metiéndose subrepticiamente en su recámara. Ella era algo mayor; de hecho, ya una joven mujer. Bueno, lo de “intercambiar” es un eufemismo; prácticamente se trataba del abuso sexual de un menor que él disfrutaba; sólo fue consumado tiempo después, cuando él ya no era un niño.

Una noche, después de uno de sus encuentros con la prima, corrió al baño con la intención de aliviar la intranquilidad interna que sentía después de estar con ella. En el éxtasis, que rayaba en la locura, escuchó que sus testigos mudos adquirían voz. Ellas solicitaron que escogiera a la que más le agradaba y la elegida cumpliría un deseo a este joven hijo de Príamo. Prefirió a Afrodita, la que no pudo prometer nada a este moderno Paris, quien cayó en cuenta que no había cerrado la puerta al verse sorprendido por “Las Casandras” –así motejó a sus dos hermanas- en pleno acto autocomplaciente.

Y... Ardió Troya. La delación llegó a la madre, que ya se había dado cuenta de las acciones encubiertas de su sobrina. Como no había criado a sus hijos en un ambiente muy alejado de sus creencias tradicionalistas, condenó al hijo a ir a vivir con Héctor, quien hacía una maestría en Inglaterra.

Interpretó aquello como una venganza de Hera por haberla desairado. Y más tarde, apenas unos meses después, vino la de Atenea: suspendieron la beca de su hermanastro y tuvieron que regresar a México.

De vuelta al hogar, se encontró con que la mampostería del baño había sido cambiada. Sus diosas ya no estaban. ¿Dónde había quedado su favorita? Hecha cascajo en algún basurero.

Pasó el tiempo. Dejó de ser adolescente y Cronos borró el recuerdo de todo, excepto de Helena, a quien no había vuelto a ver desde el incidente que ocasionó su destierro.

Aunque ya había intimado con otras mujeres, tanto en Londres como a su regreso, él seguía añorando –casi obsesionado- la firmeza y las sutiles curvas de las caderas de la prima. Recordaba la suave textura de sus senos y la inmediatez de la respuesta de su piel al tacto de sus dedos. Su imagen lo trastornaba. Ninguna se comparaba a ella. ¡Y sus manos!, ¡cómo exploraban cada rincón de su cuerpo!

La vida le había hecho una mala jugada: había perdido a sus diosas iconográficas y a su dulce acosadora. Tampoco era ya apóstol de Onán, sus sacerdotizas no estaban más con él. El tiempo pisoteó muchas hojas.

Cierta tarde que deambulaba por el Jardín Centenario vio salir de una librería a una hermosísima mujer; quedó impresionado. Pero más se sorprendió cuando reconoció en ella a Helena, Él era otro, a ella no le resultó fácil recordarlo; pero finalmente lo hizo.

Él deseó amarla ya, ahí mismo. Y cruzadas unas cuantas frases, se lo comunicó. Le urgía. Sólo que ella lo atajó, le dijo que era una mujer casada; pero él insistió con tal vehemencia que a final de cuentas la convenció; y es que Helena pudo descubrir en su pariente a un hombre joven que le resultaba súmamente atractivo, literalmente irresistible; extrañamente irresistible. Así que se dirigieron al departamento de ella en la Colonia Juárez, precisamente en la calle de Atenas y se amaron como si sólo hubieran nacido para eso. Después de mucho tiempo, mientras ella dormía entre sus brazos, pudo constatar que su rostro era idéntico a su diosa del mosaico. ¡Era ella! Al rato, Helena tomó alguna ropa y cosas que consideraba importantes, hizo una maleta y decidió huir con él.

Sabía que el celoso marido iría tras ellos. Era un político connotado que tenía el poder suficiente como para –inclusive- arrebatarles la vida con toda impunidad cuando los encontrara.

Y huyeron tan lejos como pudieron. Se perdieron tanto físicamente como en su inverosímil y loco amor. Un amor y un deseo que no supieron cómo surgió.

Meses después se enteró que la vida de su medio hermano había sido cegada por un militar al servicio del esposo de su prima; un tal Aquiles. Supo entonces que tendría que asumir la fatalidad. Nada podría hacer. Dedujo que la Afrodita del mosaico, que de alguna forma se había materializado en su amante, lo había recompensado -por haberla preferido- con la irrefrenable pasión de y por Helena pero que tendría que resignarse a la desgracia que se cernía sobre él y su familia.
Todo estaba escrito.

0 Comments:

Post a Comment

<< Home