Thursday, October 19, 2006

"Una Nueva Revolución Sexual" (Reflexión)


Por: Gabriel Castillo-Herrera.


A manera de aclaración.



Alguien me inquirió, al leer los primeros borradores de este escrito: “¿de qué país hablas?” Me parece pertinente hacer las siguientes acotaciones al respecto:

Parto de mi conciencia occidental derivada de mi ser (como decían los “grillos” setenteros) “concretito”, en una sociedad específica de los 2000’s; una conciencia forjada en la ciudad más poblada del orbe, una ciudad-laboratorio donde se conjuntan una serie de modos de vida disímbolos: la Ciudad de México. Aquí van de la mano un mundo situado en el futuro (valga la metáfora), otro en el presente y uno más en el pasado. Los fenómenos comentados a lo largo del libro y el planteamiento y búsqueda de una imprescindible Nueva Revolución Sexual, son propios del presente y del “futuro”, pues en el México del pasado no existe la necesidad, en el sentido dialéctico, de resolver el conflicto en las relaciones hombre/mujer; quizá, ni conflicto sean, por muy injustas o abusivas que se manifiesten. Así, a nivel mundial, habrá países enteros en que ni siquiera se plantee la necesidad de romper con las viejas concepciones sexistas. Todo es cuestión de grados de desarrollo de las sociedades humanas.

En el prólogo de este escrito se afirma que la liberación femenina, así como la Revolución Sexual, vieron la luz merced a un hecho económico que se sitúa en la posguerra y toma carta de naturalización en los países desarrollados. Una generación más tarde, que era la distancia que nos separaba social y económicamente de esos países, se presentan aquellos fenómenos en nuestra nación. Hoy que el desarrollo capitalista busca nuevas formas de supervivencia del sistema ante un mundo en crisis, las sociedades en los países atrasados se polarizan en forma brutal haciendo que algunos sectores se inserten en la economía de un mundo globalizado y otros se paupericen.

De ahí que en los países atrasados se presenten problemas paralelos a los de las naciones desarrolladas en los sectores más o menos privilegiados de aquéllos. En nuestros días, para el capitalismo como sistema económico, la globalización es cuestión de vida o muerte. El marco de la Nación se ha convertido (como sucedió en diversos momentos del desarrollo del mercantilismo y del capitalismo con los feudos, los reinos, las colonias, etc.) en un estorbo que los señores de las finanzas mundiales están tratando de derrumbar, aunque el precio sea condenar a la miseria material y espiritual a inconmensurables sectores de la población mundial. Las formas ideológicas y la cultura también se globalizan. Los sectores que no caben -por estar en desventaja- en la economía mundial también quedan a la zaga en lo que a movimientos sociales se refiere.

Para concretar: el planteamiento de una Nueva Revolución Sexual lo presento no sólo como algo deseable o ética y moralmente justo, sino como una necesidad -en el sentido dialéctico- de hombres y mujeres de las grandes ciudades y de los estratos socio-culturales medios y altos (que son los que han recibido los beneficios materiales del sistema y donde se presenta de forma más palpable y grotesca el proceso de deshumanización) en México y en cualquier parte del mundo, para rescatar su calidad de seres humanos.

Quiero insistir en clarificar que en sitios en los que el desarrollo social, cultural y económico existe retraso, el esquema de dominación/sumisión en la relación hombre/mujer podrá ser salvaje y bárbaro, y -sin embargo- no sea una necesidad resolverlo porque no se presenta como problema, es la forma “normal” de existencia, como lo era para los hombres y las mujeres de aquí mismo -la Ciudad de México- a principios del siglo pasado.

Donde no han aparecido -por lo menos- las primeras manifestaciones de la Liberación Femenina, no es posible plantear una Nueva Revolución Sexual, lo que no discrimina el papel de la conciencia en las personas de mentalidades críticas; aquellas que se atreven a ser diferentes cuando aprenden a descubrir. No discrimina a las mentes visionarias. A quienes creen en sus sueños. A quienes toman la utopía como algo que necesariamente se concretará.



PRÓLOGO.



Tomo tres citas de uno de los grandes pensadores del siglo antepasado:

“No es la conciencia de los hombres la que determina su ser; por el contrario, su ser social es lo que determina su conciencia...”.

“...la humanidad no se propone nunca más que los problemas que puede resolver, ...”.

“...el problema mismo no se presenta más que cuando las condiciones materiales para resolverlo existen o se encuentran en estado de existir...”.

Las aseveraciones anteriores nos servirán de apoyo para hacer notar que la Liberación Femenina y la Revolución Sexual no se generaron fortuitamente, sino que fueron resultado de procesos económico-sociales complejos que se hicieron evidentes durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. Debido a éstas, la mujer tuvo que hacerse cargo de las tareas que realizaban los hombres habitualmente. Tuvieron que suplir al hombre en la fábrica, en la oficina, en el comercio, en los negocios; en pocas palabras, incursionaron en la economía activa con su trabajo mientras los hombres se destruían en la guerra. Merced a ello salieron a la calle a disfrutar y padecer las experiencias que antes eran coto exclusivo de los varones.

Al regreso del guerrero, las sociedades de posguerra, dominadas por hombres, vislumbraron que podrían continuar aprovechando la mano de obra de la mujer a menor costo. Sin embargo lo anterior trajo consigo un deseo de emancipación de aquéllas, con lo cual se comenzó a apreciar un mayor número de féminas en las universidades, dando origen a la competencia laboral y social entre los géneros.

Con el desarrollo del nuevo modelo de capitalismo y la expansión del imperialismo económico de posguerra, estas nuevas relaciones -incluyentes de la mujer- se exportaron al resto del mundo, merced a la propia transformación de la economía mundial.

Habrá que poner énfasis en el papel que jugó el descubrimiento de técnicas anticonceptivas así como de la “píldora”, que permitió controlar los embarazos, con lo que la mujer consiguió evitar llenarse de hijos para poder acceder a la oportunidad de tener tiempo para ella.

Al llegar a países como México, herederos de una fuerte tradición machista, el choque es brutal, así como el costo social. Además, por ese entonces -los 60’s-, se presenta en todo el mundo una separación de generaciones y un cuestionamiento de todo tipo de autoridad. Se habla de una importante brecha generacional entre padres e hijos; pero al paso del tiempo se ha hecho patente que esa brecha generacional fue más contundente, aunque menos violenta, entre madres e hijas.

Hace veinte años nos mostrábamos asombrados porque en los Estados Unidos se incrementaba el número de divorcios y de uniones libres en países europeos. Hoy, como hombres, no nos explicamos qué sucede con el matrimonio en nuestro país, pues el número de divorcios va en aumento; y, también, el de mujeres que prefieren permanecer solteras. Decía arriba que la brecha generacional fue más decisiva entre madres e hijas que entre padres e hijos. Sí. Las mujeres aprendieron, por necesidad, a romper estereotipos, pero el hombre no. Y en esa lucha está saliendo vencedora la mujer. Ha logrado tomar un papel importante en la sociedad; un papel autónomo, no ese que la condenaba a ser una gran señora si estaba detrás de un gran hombre. Quiso estar al parejo, cuando no, delante. Ante la negativa de éste a aceptarlo, por la carga de toda una concepción del mundo basada en la supremacía del varón, (Dios es hombre, ¿no?), el resultado ha sido un gran número de mujeres liberadas.

Pero el costo del triunfo ha sido muy elevado, aunque necesario. El precio que ha pagado la humanidad por el desarrollo integral de la mujer, como individuo, es la soledad, la que se ve incrementada por el desarrollo de la sociedad en su conjunto; pero ese es otro asunto. La soledad es también el costo que tiene que pagar la humanidad por la incapacidad del hombre para entender que la mujer es su igual en el plano social y humano.

El antagonismo generado tendrá que resolverse, por necesidad, liberando a ambos géneros. No existe la liberación de la mujer sin una correspondiente del hombre. Ambos son solamente polaridades de lo mismo, a saber: la especie humana. Esa sería la tarea de una eventual Nueva Revolución Sexual.

El Autor.

CAPÍTULO 1.

Los Estereotipos.

¿Dónde empezar? Vivimos en una sociedad patriarcal; de hecho, eso es lo que se nos inculcó desde los primeros años de nuestra preparación académica. También en nuestra formación práctica, cotidiana e informal aprendimos que el varón era el eje de la sociedad. No se necesitaba que nadie nos lo enseñara, porque en pláticas de los mayores, de los amigos, en la escuela, en el sermón de la iglesia, en las películas -más si eran mexican churros-, se percibía. Además, había quien lo decía abiertamente: el mundo es de los hombres; somos fuertes, duros, audaces, competimos y luchamos por lo que consideramos nuestro. Las mujeres son débiles, lloronas, tímidas, no les está permitido competir (sólo por un hombre) y su estado natural es pertenecer a un hombre.

Era obvio, no necesitaba demostración. ¿Acaso no es papá quien manda en la casa? ¿No es quien “lleva los pantalones”? ¿Acaso no el presidente es hombre? ¿Acaso no quienes van a la guerra son hombres? ¿Acaso no los grandes personajes de la historia -conquistadores, filósofos, políticos, científicos, poetas, músicos, etc.- no fueron hombres? Más aún, ¿acaso no Dios es hombre? Como contraparte, ¿acaso no fue la primera mujer la causante de que el primer hombre fuera lanzado del Edén? ¿No es ella quien consigue que él pierda el juicio por el embrujo de sus encantos? ¿No es ella quien engaña al hombre -en él está permitido, no hay engaño- con otros? ¿No es acaso -como alguien dijo- un ser de cabellos largos y con ideas cortas? Las mujeres solamente sirven para hacerles hijos. Por eso, la única mujer a la que -eso sí- habría que venerar era a la madre. A la que engendraba varones. La madre era bendita, pura, casi santa; era Eva negada, para los hijos, no para el marido.

De tal suerte, ante el peligro de caer en garras de estos engendros del Averno, a los hombres se nos preparaba por todos los medios posibles -inclusive por conducto de nuestras madres- para ser muy hombres desde los primeros años de vida. Así, los niños deberían jugar con niños, evitar hacerlo con niñas; jugar con armas, carritos; aprender a pelear -aún como juego-; mostrar la afectividad con golpes; no llorar, so pena de burla, estigmatización por parte de los hermanos, amigos y del propio padre; no chismear; aprender a ser autoritario, a mandar y a obligar a los demás a que hagan lo que queremos, aún a golpes; a no “rajarnos”. Más grandes, a ser borrachos, como reafirmación de la masculinidad; a tener muchas mujeres; a evitar el contacto -abrazos- con otros hombres; a ser audaces -aún a riesgo de la propia vida-; a alburear. Ya mayores, teníamos que aprender a ser competitivos, protectores, proveedores, a ejercer la autoridad, a ser insensibles, dominantes, impositivos. Seductores y caballerosos (como máscara). A NO EQUIVOCARNOS. Aprendimos a creer que todas las mujeres eran iguales; debíamos mantener el control y el dominio sobre ellas pues de otra suerte nos convertiríamos en sus víctimas.

La mujer, debería jugar con niñas, a las muñecas, a brincar la cuerda, a la matatena; debía ayudar a su madre a los quehaceres domésticos; aprender a coser, a cocinar, a tejer, a fin de irla preparando para cuando llegara “el día más feliz de su vida” -casarse- para atender al marido y para cuando fuera madre. De adolescente, debería aprender a ser “un estuche de monerías”, a ser fina, elegante; a coquetear; a ser frágil, dulce, comprensiva. Ya mayor, a ser buena esposa y madre. A ser abnegada, aguantadora, fiel, sumisa; a soportar las demostraciones de masculinidad de su marido “por los hijos”, con lo que reafirmaba su postura de “buena mujer”. A NO PREOCUPARSE POR NADA, PARA ESO TENDRÍA A SU HOMBRE, que la iba a mantener. Aprendieron a creer que todos los hombres eran iguales; violentos, agresivos e infieles por naturaleza.
En lo sexual:
El hombre debería ejercer una sexualidad violenta. La mujer, pasiva.

Debe ser así porque los atributos del hombre son la fuerza y la razón; los de la mujer son la debilidad y sensibilidad.

Si bien, hoy, en tiempos postliberacionistas, la situación ha cambiado para las nuevas generaciones. Algunos esquemas han sido enviados al baúl de los recuerdos de la abuelita. La formación de infantes y adolescentes ya no ocurre manteniendo esa separación entre unos y otras. Sin embargo, siguen coexistiendo los mismos rituales de antaño imbricados con las actuales posturas reivindicatorias del género femenino. Los criterios que manejan los hombres en estas épocas se pueden dividir en dos campos: quienes se niegan a aceptar los derechos que reclaman para sí las mujeres y quienes los aceptan. Entre estos últimos hay quienes creen -la inmensa mayoría- que los derechos de las mujeres se circunscriben al trabajo, a votar, a estudiar, al “cotorreo” con sus amigas, pero sutilmente continúan ejerciendo el control sobre ellas con el argumento de que no deben descuidar ni el hogar ni los hijos, (eres libre hasta donde tus obligaciones de madre y esposa te lo permitan, y esos límites te los da la razón -bendito atributo que Dios nos dio a los hombres, ustedes no piensan, son pura sensibilidad-, por eso los límites los pongo yo, tu hombre); otros, los menos, están en camino de liberarse a sí mismos de atavismos ancestrales para con ello hacer posible la liberación/unificación de ambos géneros.

Hoy día, un inmenso número de mujeres ya no está dispuesta a seguir siendo -literalmente- propiedad del hombre. No aceptan unirse a ellos con el fin de asegurar su futuro en lo económico, afectivo y sexual; pero el hombre no parece entender esa situación. De tal suerte, se ha generado una rebelión ante patrones de antaño con una fuerte carga de revanchismo, en lo general.

La característica de esta época es la pérdida de credibilidad en todo lo establecido, en todas las instituciones. Y si las cosas no son como nos habían enseñado.. ¿cómo son? ¿qué son? Y, en última instancia, ¿quién soy? HAY UNA CRISIS DE IDENTIDAD. El Estado no vela por los intereses de la mayoría, la Iglesia pierde feligreses, la familia se desmorona. Los gobernados cuestionan la autoridad del gobernante; los hijos, la de los padres. Se supone que vivimos en una democracia, pero a todos niveles se reclama la falta de la misma. ¿Es que vivimos en un mundo de mentiras? Sí. Las sociedades humanas a través de la historia se han desarrollado mediante la utilización de la fuerza y el poder; por el deseo de dominio sobre los otros pueblos, las otras clases sociales, los otros hombres, las otras especies, el otro género. Ya Hobbs decía que “El hombre es el lobo del hombre” y las nuevas escuelas psicologistas puntualizan que el peor enemigo del un ser humano concreto es él mismo. Para mantener el poder sobre los otros se ha creado la mentira institucionalizada y se han fabricado estereotipos que se entronizan como verdades eternas.

Los estereotipos sexistas fueron creados con el único fin de hacer posible la supremacía del varón para conservar el poder sobre el “sexo débil”. ¿Sexo débil? Hay modernos estudios en los que se demuestra que la mujer es, por lo general, más fuerte que un hombre de similares proporciones anatómicas. En cuanto a capacidades sexuales -me refiero aquí exclusivamente al coito- ¿quién puede dudar que ellas están infinitamente mejor dotadas que nosotros para el amor?

La mujer está dotada de sensibilidad desbordada. Puede ser que sí, porque ese es el papel que se le ha asignado; porque a ellas se les ha condicionado a cultivarla. A los hombres se nos ha reprimido, pero está ahí.

El hombre es inteligente, su atributo es la razón. ¿Sí? ¿Acaso no existen hombres tontos, incapaces de armar razonamientos coherentes -sin que estén afectados de sus facultades mentales promedio- y mujeres inteligentísimas que son capaces de elaborar principios teóricos complejos?

¿Acaso no hay mujeres feas y hombres guapos? ¿Mujeres duras y hombres frágiles? ¿Mujeres competitivas y hombres incapacitados para ello? ¿Mujeres “aventadas” y hombres “rajones”? ¿Mujeres “hombreriegas” y hombres fieles? ¿Mujeres borrachas y hombres abstemios? ¿Mujeres proveedoras, protectoras, impositivas, dominantes e insensibles? ¿Hombres sumisos, llorones, cariñosos y dulces? ¿Mujeres vagas e irresponsables? ¿Hombres hogareños y responsables? La realidad actual lo confirma.

¿Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus? ¿No será que nuestras cargas sociales dadas históricamente nos han hecho desarrollarnos en sendos destinos? ¿No será que a las mujeres se les obliga a ser de Venus, aunque algunas sean de Marte y a los hombres a ser de Marte aunque algunos sean de Venus, a fin de perpetuar -neciamente- patrones de conducta que ya en los albores del nuevo milenio son tan inoperantes como tantas y tantas falacias que sobreviven en nuestra cultura con el sólo propósito de mantener incólumes cuotas de poder, dominio y manipulación sobre los individuos y sus conciencias? “Maricón” y “Machorra” no son sinónimos de homosexualidad, son sólo epítetos sexistas aplicados a quienes muestran algunas características conductuales, estereotipadas socialmente, del otro sexo. Sería necio no aceptar que tanto hombres como mujeres poseemos hormonas masculinas y femeninas en común.

“Todo lo que nace es digno de morir”. Las sociedades patriarcales (así como las que se gestaron en el matriarcado) nacieron en una etapa de la existencia de los seres humanos como una necesidad y para ello se creó toda una superestructura ideológica que las sustentara. También por necesidad tienen que morir para encontrar nuevas formas que apoyen el surgimiento de nuevas sociedades en el presente milenio. Si estamos en una etapa de la historia en que -como decíamos arriba- todo el andamiaje de la cultura se está tambaleando, no nos resta sino aprender a aprender; aprender de nosotros mismos; a conocernos viendo cómo somos. Sobre de esto se abundará posteriormente, pero cabe decir que un buen primer paso sería empezar a derrumbar estereotipos. ¿El riesgo? Vernos desnudos, tal cual somos. Ver que hombres y mujeres somos -por igual- buenos y malos, egoístas y solidarios; y en la medida en que asumamos lo que somos como individuos, no lo que tenemos que representar, resolveremos la lucha -encubierta y abierta- de sexos. En última instancia, lo que tenemos que hacer es arriesgarnos a ser libres; libres del temor de perder el poder y libres del desgaste que supone mantenerlo. Históricamente, estamos en el punto en que se cumplen las tres tesis expresadas en el prólogo (son de Karl Marx), pero éstas no se van a dar como una fatalidad, es necesaria la participación de cada ser humano para que -parafraseando también a Marx- se pueda abrir una época de revolución social cuyo resultado sea una nueva sociedad en que hombres y mujeres sean tan sólo expresión de una misma entidad: el ser humano. Identidad en la diferencia, como el Yin-Yang.
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CAPÍTULO 2.

La liberación femenina.


Con esa capacidad que tiene el sistema económico que nos tocó vivir para capitalizar a su favor los brotes de inconformidad y neutralizarlos, la expresión de una posible nueva forma de ver la sexualidad, en los 60’s, se canalizó hacia algo que produjera buenos dividendos: la moda unisex. Con ello se creó una forma innocua de igualdad y se hicieron grandes negocios.

Como en años cercanos se había otorgado el voto a la mujer, también se creó una ilusión de igualdad de derechos legales y políticos. Sin embargo, es un hecho que no puede haber igualdad entre desiguales en esos terrenos.

Se promovió el empleo merced -ya se dijo- a que la mano de obra femenina se podía utilizar a menor costo, no por cuestiones de leyes del mercado, sino por manejo de poder y discriminación sexual.

Tuvieron acceso masivo a las universidades. Con ello, a la larga, se promovía una forma de competencia entre hombres y mujeres por obtener puestos que anteriormente sólo estaban ocupados por hombres; en adelante éstos se verían desplazados; u obligados a recibir menores ingresos, pues de otra manera las vacantes se cubrirían con mujeres.

A final de cuentas, la mujer citadina y de los sectores medios conquistó su solvencia económica, ya no dependía de un hombre -padre o esposo-, y empezó a irrumpir en un mundo que había sido exclusivo del varón. Pudo allegarse de bienes con sus propios ingresos, salir a divertirse con otras mujeres en su misma posición, pudo comprar cultura y bienes suntuarios, o -al menos, no de primera necesidad- para su uso personal, no para el hogar. Aprendió a moverse en medios más amplios; ya no sólo en esos medios que habían sido los suyos: las escuelas de los hijos, el supermercado, la visita a la familia, el salón de belleza, etc., en donde su relación era prioritariamente con mujeres. Arribó al mundo de los hombres, donde convivía primordialmente con hombres; hombres que aprovechaban su posición jerárquica dentro de las empresas, los negocios y la burocracia para ofrecerle ciertas canongías y privilegios si ella estaba dispuesta a entregar su intimidad a cambio. Y si no aceptaba se veía acosada y hostilizada, so pena de perder el empleo, hasta ceder o perder el empleo. A su regreso, ya en casa, se encontraba a un marido malencarado y malhumorado que le recriminaba el haber encontrado a los hijos solos y que no hubiera nada en el refrigerador. Además exigía que le sirviera la cena porque ya tenía mucha hambre. Y el “...ya sabes, hoy toca y no me importa que estés cansada”. Y no era raro que fuera víctima del ejercicio de la violencia verbal y llegar a la física. (Es cierto: esta situación prevalece, pero ya se legisla al respecto. Es un avance).

El parámetro para evidenciar los resultados de esta situación está en los índices de divorcios que comenzaron a dispararse.

Las nuevas escuelas psicológicas y la contracultura se dieron a la tarea de apoyar las reivindicaciones de la mujer. Se concluyó que el placer sexual no era intrínsecamente masculino (¡vaya descubrimiento!) y que ellas pueden ser multiorgásmicas. Se derrumban los mitos.

Un primer impacto se produce en el momento histórico en el cual la mujer irrumpe en los espacios que habían sido del hombre. Cuando ésta se da cuenta que todo lo que le proporcionaba aquél puede conseguirlo, mediante su capacidad, por su cuenta y riesgo, toma conciencia de que puede prescindir de él como proveedor, asestando un golpe contundente a las viejas concepciones sexistas.

El recato y el pudor, al fin estereotipos, pasaron a ser actitudes arcaicas y caducas. Desde el punto de vista de la nueva “filosofía” de los negocios, en el moderno mundo globalizado, la mujer moderna (al igual que el hombre) debe ser “agresiva” y “competitiva”.

El resultado no puede ser otro que la competencia por el poder. La mujer en “el mundo del hombre”, no puede actuar más que como hombre. En la lucha de fieras que es la sociedad de estos días, la mujer termina por aprender a ser fiera (¿macha, acaso?); y esa lucha en el trabajo se la lleva a su casa. Ahí, uno trata de conservar el poder que adquirió de facto, por ser hombre; la otra, por ejercerlo porque cree que se lo ha ganado por derecho, o -por lo menos- se defiende no permitiendo que el otro ejerza abusos de poder sobre ella; ya no está dispuesta a soportarlo.

Es...

LA GUERRA.

¿Es eso la liberación? ¿Liberación, en sentido estricto? Creo que no, pero el paso siguiente -la crisis de la pareja- puede significarse como un acto puro de libertad. Libertad, sí, que está fincándose en la independencia económica de ella, lo que le permite allegarse de medios para tener. Libertad, sí, pero que está edificándose sobre un pedestal de resentimiento hacia el otro género. Resentimiento que no los deja ser. Ser, únicamente, ser. Resentimiento que va en dos direcciones, porque el varón ve cuestionada lo que el considera su hombría -que no es sino autoridad y deseos de control, los que considera válidos porque así se le enseñó, así lo asumió desde los primeros años de vida- y ella ve cuestionada, también, su capacidad de desarrollo y sus derechos.

Con todo ello, la respuesta en el pensamiento feminista y en las actitudes observables en nuestros días, constituyen un avance hacia la conscientización del varón de una nueva realidad; esa que hace que los hombres no entiendan a las mujeres y se sustraigan del problema descalificándolas; esa nueva realidad que hace que las mujeres no comprendan por qué los hombres no son capaces de vislumbrar lo que a ellas les parece más claro que el agua. Durante siglos se nos ha enseñado que el hombre tiene existencia propia; en cambio, la mujer, nació de una parte de nosotros: nuestra costilla, nos debe la vida. Nos enseñaron por todos los medios que el poder lo tiene el hombre y la mujer nos debe obediencia, devoción, respeto (?) y sumisión. Biológicamente, sólo los hombres podemos ser padres y por extensión -en una estructura patriarcal- el padre tiene la autoridad sobre los demás: Dios Padre, Papá Gobierno, Padre director de la empresa, padre de familia, ¿cómo dudar de la Ley Natural? Él manda.

Sin embargo, decíamos que vivimos en una época en que se está cuestionando la racionalidad de todas las instituciones porque las cosas ya no pueden funcionar de esa manera. Estorban. En las relaciones humanas no hay leyes naturales, todas las ha fabricado el hombre como instrumentos de dominio. Para asirse del poder ejerciendo la fuerza y la violencia.

La liberación/unificación de la especie sólo será posible desterrando el deseo de dominio, y de poder, de la mente y del actuar -en la práctica de la vida diaria- de ambos géneros. Abandonando el deseo de manipular a los demás, sean hombres o mujeres. Sólo mediante el respeto a la individualidad de los demás y el reconocimiento de la propia puede ocurrir tal liberación. El desapego y la libertad son la clave.

Es ilustrativa para el efecto la máxima de Benito Juárez, la que se encuentra pletórica de contenidos filosóficos humanistas, prácticos y -habrá que decirlo- religiosos; pero de una religión que baje el Cielo a la Tierra; una religión de seres humanos, no de dioses; una religión que sitúe a aquellos como centro del Universo. Esa frase dice:

“... el respeto al derecho ajeno es la paz.”

Pero el respeto al derecho ajeno no es algo que otorguemos graciosamente a los otros, viene de un acto personal: el de abandonar nuestros propios deseos de controlar a los demás. Del desapego. La relación poder/sumisión es simbiótica, de dependencia. Abandonar nuestra forma de manipular es liberarnos, y en ese acto liberamos al codependiente. .
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CAPÍTULO 3.

Poder y sumisión.

Partimos del hecho de que el poder lo asume el hombre y la sumisión la mujer. En lo general.
Si bien las relaciones de pareja se siguen dando en un contexto de poder/sumisión hasta nuestros días, ello se debe a patrones culturales heredados por siglos y que llegaron a ser considerados como algo natural. Están en la mente de cada hombre desde los primeros años de su vida. Es apreciable a primera vista que vivimos en un mundo en el que la sed de dominio es el modus operandi del ser humano en un medio regido por la competencia; pero en el asunto que nos ocupa, la historia nos puede dar luz para explicárnoslo.

Hay quienes afirman que esta relación poder/sumisión en la pareja se explica por la misoginia, lo cual supone una alteración en la mente del varón adquirida por diversos motivos: traumas en la infancia, la influencia de una madre dominante y castrante, o experiencias sexuales muy desagradables, entre otras muchas causas. Ello equivaldría a suponer que todos los hombres estamos enfermos, lo cual es muy aventurado. La supremacía del varón es algo que está dado previamente al nacimiento de cada individuo del género masculino. Es herencia histórica. La supremacía deviene en poder. Pero... ¿quién se la dio? ¿No es algo natural?

Renglones arriba decía que las sociedades patriarcales (así como las matriarcales) nacieron por necesidad. El paso del matriarcado al patriarcado está contenido dentro de la prehistoria; sin embargo, algunas formas de matriarcado se empalman con las primeras formas de patriarcado ya, propiamente, en los primeros tiempos históricos. Ambos suponen un incremento -sin precedentes- de la riqueza social.

Al matriarcado corresponden el derecho materno (en cuanto a la herencia), la poligamia y la poliandria (en distintos periodos, el salvajismo y la barbarie, respectivamente). La propiedad, que en la mayor parte del periodo fue comunal, la retenían las jefas de familia, porque ellas permanecían en la comunidad, llámese tribu o gens; de ahí el derecho materno. El hombre recolector, cazador o pastor, no permanecía en la comunidad. Se podría saber quién era la madre, pero no el padre.

Al patriarcado corresponden: el derecho paterno, la monogamia, la civilización. La propiedad (se consolida la privada) la detentaban los patriarcas, de ahí el derecho paterno. El hombre permanece en la comunidad y, con el matrimonio monogámico, asegura la herencia a sus descendientes.

El paso de una sociedad a otra supone una gran revolución en la que la mujer sufrió la gran derrota de todos los tiempos; coincide con el nacimiento de la propiedad como tal y las primeras sociedades esclavistas. Y al decir “revolución” no nos referimos a una lucha, sino al trastrocamiento de todo lo establecido y la instauración de un nuevo orden. En realidad no nos es posible tener conocimiento pleno de cómo sucedió, lo que sí podemos establecer es que los seres humanos vivieron bajo el matriarcado miles de años y que el paso de este tipo de sociedad al patriarcado fue una transición que también debió ocupar mucho tiempo.

El suceso siguiente: se instituyó la familia monogámica que, habrá que decirlo, involucraba únicamente a la mujer. El señor, en periodos de guerra -y estamos situados en “los tiempos heroicos”- podía tomar esclavas. En cambio, “su” mujer era vigilada precisamente para evitar que pudiera relacionarse sexualmente con quien no fuera su marido y tener descendencia que no fuera de él; para no heredar, eventualmente, al hijo de otro. El cuidado de la esposa estaba a cargo de los eunucos.

Decía que este momento histórico ocurre con la aparición de la propiedad privada. Con ello se aseguró la herencia a la descendencia del varón. Nació, pues, como una necesidad económica de conservar, por línea paterna, la propiedad.

Y si el esclavo formaba parte de las propiedades de su amo, la familia también; de hecho, las raíces latinas de la palabra “familia” tienen que ver más con una connotación de servidumbre que con los lazos afectivos que ella supone. El dueño de las propiedades lo es, también, del destino, uso y abuso que él decida darles.

Es curioso, pero a la par de estos fenómenos socio-económicos que reseño, las religiones del mundo también van sufriendo transformaciones. Las viejas religiones politeístas van cediendo el paso a las monoteístas. Si en las antiguas religiones existían deidades femeninas, en las nuevas -monoteístas- van cediendo el paso a representaciones masculinas. Así, en la Edad Media donde la vida está regida por la Iglesia Católica, la mujer se ve relegada y denostada. Es considerada la causante de todos los males del hombre y sólo es apreciada como virgen, como madre y como medio para entablar alianzas entre familias o reinos rivales mediante el matrimonio.

Durante las cruzadas -con el mismo fin que los antiguos cuidaban a sus mujeres siendo vigiladas y atendidas por los eunucos- los guerreros protegen su propiedad, y aseguran la herencia de la propiedad por línea paterna. con el cinturón de castidad.

Y con esa visión, hacia la sexualidad, de la Iglesia Católica del periodo medieval, se justifica lo dicho en el párrafo anterior. Se consagra la supremacía varonil. El hombre (varón) es el rey de la Creación.

Con el advenimiento de las sociedades capitalistas y de sus correspondientes formas ideológicas y artísticas (El Romanticismo), la dominación del varón sobre la mujer toma un matiz más sutil, menos brutal. La mujer se convierte en inspiradora de las grandes obras del hombre en todas las áreas del quehacer humano. La mujer es la idea, el hombre quien la materializa. Sin embargo, aisladamente, comienzan a descollar una que otra mujer en las artes y en el pensamiento social. Ya en el pasado siglo, por periodos determinados -cuando las sociedades sufren transformaciones importantes- las manifestaciones femeninas se hacen presentes. En nuestro país, por ejemplo, al término de la revolución, cuando la sociedad mexicana se trueca de agraria en citadina, se dan a conocer Antonieta Rivas Mercado, Guadalupe Marín, Carmen Mondragón, Frida Kalho , mujeres que brillan con luz propia, pero -sin embargo- se les resta mérito porque se les liga y explica a partir del hecho de que se encuentran al lado de un “gran hombre”. Quizá alguien quiera rebatirme diciendo que estas mujeres descollaron por su sensibilidad en las artes. Pero... ¿acaso no Frida tenía una visión más clara que Diego Rivera en cuestiones políticas? ¿Acaso no Tina Modotti estuvo más comprometida como activista política que quienes fueron sus compañeros, incluyendo a Julio Antonio Mella? En Argentina, ¿no fue más fulgurante Evita que Juan Domingo Perón?

(En otro tiempo y espacio, no me atrevería a hacer comparaciones en el caso de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvior, v.gr.).

A partir de la posguerra, merced al fenómeno indicado en el prólogo, la mujer inicia el proceso irreversible de su desarrollo independiente del hombre. Comienza a arrebatarle espacios y a convertirse en su igual, lo que el hombre ve como una amenaza, cuando que debería verlo como parte del desarrollo del ser humano integro. No me es posible imaginar a un hombre de ideas comprometidas con el progreso y con la democracia verdadera (no a la que aluden los gringos y que les sirve para justificar sus deseos de dominio sobre el mundo entero por medio de la violencia) y que lucha por abatir las aberrantes contradicciones sociales, que no luche -también- por abatir las contradicciones que se generan en el seno mismo de la familia o con la pareja. La primera contradicción social se genera en el hogar, en la relación hombre-mujer. La del Estado, es sólo una extensión. Si queremos acabar con las relaciones Poder/Sumisión de Gobierno/Gobernados, de Países Desarrollados/Países Pobres, de Cielo/Tierra, tenemos que hacerlo -por principio- con la contradicción Hombre/Mujer.

Para cerrar este capítulo, recurro -nuevamente- a Marx y a Engels, a mí no me cohíbe aludir a pensadores que desarrollaron doctrinas supuestamente superadas, (¿superadas cuando vemos que las actuales formas ideológicas claudicaron en el intento de reivindicar al ser humano en aras del poder, la propiedad y los intereses económicos de unos cuantos en detrimento de los sectores mayoritarios, despojados de todo tipo de propiedad y, aún cuando no, de su esencia humana misma?):

“La primera división del trabajo es la que se hizo entre el hombre y la mujer... ( ) ...el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con el antagonismo entre hombre y mujer... ( )... la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino...” .
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CAPÍTULO 4.

¿Poder contra Poder?


En un mundo que se encuentra regido por el tener en detrimento del ser, donde se practica el principio “cuánto tienes, cuánto vales”, donde se toma como filosofía personal el “time is money” (teniendo en cuenta que el tiempo no es más que una forma de medir la vida misma), donde se glorifica y se ha aceptado -como valor- el “poderoso caballero es Don Dinero...”, y donde se da por entendido que “quien tiene el dinero manda”, no es de extrañar que las mujeres que han estado en posibilidad de acceder a puestos laborales, regular o suficientemente remunerados, adquieran cierto status que les permita alcanzar cuotas de poder. Así, hoy, hay mujeres de empresa, mujeres que se dedican a la política y a la administración pública, mujeres profesionistas altamente capacitadas, y mujeres empleadas -aún que tengan ingresos menores, todo es cuestión de niveles económicos y posición social- que adquieren retribuciones económicas que les proporciona una total o relativa independencia del hombre. De ahí que se desprendan ciertos comportamientos -antes poco vistos- y que abajo menciono, para lo cual me sirvo de otro texto mío que preparo en forma de novela.

Me autofusilo:
“Creo que en este inicio de milenio, gracias al avance feminista y a la Revolución Sexual, la mujer está tomando, cada día, un sitio más importante en las sociedades que en el mundo han sido. Al menos en el mundo occidental. ¿Es válido hablar en esos términos en un mundo globalizado? Quizá no. Pero en todo caso el nuevo actuar de las mujeres está favoreciendo el derrumbamiento de estereotipos que ya están mostrando su nula racionalidad.

El hombre que desde tiempos inmemoriales ha sido considerado el Rey de la Creación está siendo bajado a punta de patadas de su pedestal. Las mujeres se han encargado de demostrar que el macho es, en realidad, un castrado que se ha entronizado en un poder que él mismo se ha creado a partir de formas ideológicas... ( ) ...Ellas lo creyeron por siglos y siglos.

... Cada mujer que se libera entona un canto de victoria que no es sólo el suyo, sino del género en su conjunto.

Pero también se truecan los estereotipos. Hoy sabemos que hay mujeres abiertamente “hombreriegas”. Hoy sabemos de mujeres que son libertinas, hoy sabemos que existen parejas en las que la mujer es el sostén de la casa y el hombre quien se encarga de los quehaceres domésticos. Hoy vemos mujeres casadas que tienen lo que en buen castizo conocemos por “casa chica”. Mujeres que tienen un joven mancebo que les proporciona lo que sus malmaridos -criados en costumbres que ya no corresponden a la época- no les dan: placeres profundos y sin compromiso. Hoy vemos mujeres que se reúnen en bares a gozar de los placeres etílicos y del cotorreo, buscando, no quien se las ligue, sino en franco plan de conquistadoras. Hoy sabemos de mujeres que acosan al hombre que les agrada hasta que lo hacen caer en su lecho (el de ellas) y lo despiden. Aquí no ha pasado nada. Y bien... ¿qué hombre puede resistirse a ser acosado?, (y acostado). ¿A que le retiren el papel de donjuán para asumir el papel pasivo en la conquista? Nadie. Pero en ese acto pierde el rol que por siglos ha desempeñado. Muere por vanidad. Pero...

¡Qué rico! “.

Sí, cuando no se trata de una demostración de poder y deseos revanchistas de dominio. Pero en la mayoría de los casos arriba descritos se trata de mujeres que -literalmente- se han librado de un yugo machista gracias a una nueva situación económica conseguida a partir del doloroso rompimiento de una relación poder/sumisión y que su nuevo actuar está regido por una tremenda carga de resentimiento que a final de cuentas será vaciada sobre el sorprendido conquistado que no será capaz de entender lo que está sucediendo. Esta nueva relación se tornará, seguramente, en PODER/SUMISIÓN invertida (el hombre acabará dominado y humillado) o se convertirá en una nueva relación: PODER CONTRA PODER; como habíamos dicho en capítulos anteriores: LA GUERRA. Una guerra en que ninguno de los dos entiende por qué se generó y que lo único que importa es destruir al otro: aquí nadie se defiende, los dos atacan.

Otro caso típico de relación PODER CONTRA PODER es la que se entabla entre una mujer que está consciente de que la situación de su género en éstos tiempos ha cambiado y la manifiesta con demandas hacia su pareja, demandas que a ella le parecen lo más justas y equitativas; las reviste con los argumentos más lógicos y coherentes. Ella está lista para el cambio, él no. Generalmente, este tipo de mujeres son preparadas y ellos también; sin embargo, para el hombre, una cosa es haber conceptualizado teóricamente -en la cabeza- la igualdad de condiciones, así como bajarla a la garganta -hablar de ella- y otra, asumirla. Asumirla no sólo es tenerla en la cabeza y en la garganta, sino bajarla al pecho (el corazón, el amor, el sentimiento, la emotividad), al estómago (la voluntad, el coraje) y a los genitales (la sensualidad, el deseo, las sensaciones). Ella demanda, demanda y él no entiende que le sucede a ella, pues él está consciente del papel de la mujer en la nueva sociedad, pero... no lo asume. Con todo, no es tan traumático el rompimiento, pero sí la angustia que provoca en ella el buscar, buscar y buscar sin lograr encontrar un hombre que comprenda sus requerimientos. Las demandas no satisfechas terminan por llenarla (sic) de soledad y vacío existencial. De resentimientos y, finalmente, de odio hacia el otro género; lo que hará que en cada relación -sin proponérselo- vaya predispuesta al fracaso, con afán defensivo/agresivo y dispuesta a aumentar sus demandas en cada nueva experiencia amorosa, a adquirir el dominio en sus próximas relaciones porque “ella entiende cuál es el problema, los hombres no”. Se sabotea a sí misma. Y no logra asir una relación más o menos estable.

Esta es otra forma de PODER CONTRA PODER, sólo que más sutil.
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CAPÍTULO 5.

La deshumanización.

“Como seres humanos
no tenemos más fines que
producir y consumir más y más.”
Erich Fromm.

La cita está tomada del texto “La Revolución de la Esperanza” y nos ayudará para el tratamiento de este capítulo, amén de otros textos del mismo autor.

Las sociedades actuales, con su inmenso desarrollo tecnológico y económico, han hecho de los seres humanos entes cuya razón de ser es la avidez por el consumo. Nos dedicamos a diversas actividades que -sin que tengamos conciencia plena de ello- aumentan la riqueza social. De lo que sí tenemos conciencia es de que esas actividades nos redituarán recursos monetarios, lo que nos servirá para satisfacer ciertas necesidades. Mientras que en otras sociedades -sobre todo en las precapitalistas, en las cuales no existía la moneda de uso corriente y el intercambio de mercancías se llevaba a efecto mediante el trueque- se adquirían bienes de consumo primarios o bienes de producción para elaborar productos para el autoconsumo, en las sociedades de nuestros días se nos presentan en el mercado un sinnúmero de mercancías para las cuales fueron creadas necesidades.

Por añadidura, quienes producen determinados bienes o servicios, han creado -como una necesidad- la forma de promover sus mercancías con el fin de hacer que los posibles consumidores prefieran lo que ellos fabrican sobre lo que hacen sus competidores. Los medios de información (que no de comunicación), radio, TV, periódicos y revistas, internet, etc., ofrecen sus espacios libres para promover el consumo de los bienes elaborados por sus clientes. De tal manera que el bombardeo publicitario al que están sujetos los consumidores en general -a estas alturas de la historia- es brutal. La publicidad está provista de contenidos de carácter conductual cuyo fin es convencer al posible comprador de adquirir tal o cual cosa, con lo que satisfará tal necesidad, o elevará su status social (aunque no se diga literalmente, sino que se manifieste subliminalmente), o provocará tal o cual reacción favorable con el sexo opuesto, o podrá competir ventajosamente con otros por mejores puestos de trabajo, o podrá tener éxito en cualquier actividad o empresa que se proponga. Todo, manejado con carácter individualista. De esa manera, el ser humano se programa para la competencia, para “ser” a través del tener, para “ser“ más y mejor que los demás. Con lo anterior no se trata de significar que la publicidad sea el origen del problema; en última instancia, es -también- un instrumento creado por el sistema económico para su propio desarrollo. Pero el precio que tiene que pagar la especie humana por el desarrollo de las sociedades que ella misma ha creado es muy alto: la competencia (tan deificada en los últimos tiempos) que termina por alejar al individuo -si no física, sí espiritualmente- de los demás, merced a que los considera adversarios; seres de los que desconfía, porque pudiera presentarse el caso de que -eventualmente- lo privaran de lo que tiene o desea tener. Y, su consecuencia lógica: la angustia, la soledad. Se ve inmerso en el círculo vicioso de consumir más, para “valer más”, y producir más -lo que en forma individual se manifiesta como sumirse en el trabajo obsesivo- para “tener más”, pues ello le reporta “prestigio” y notoriedad, ”identidad”; pero, ante todo, medios para poder consumir más. Es, en cuanto tiene. Manifiesta su ser en el tener. Deja de ser para tener. Deja de ser por tener.

Deja, a la par, de ser él para convertirse en un esclavo de su objeto de trabajo. Abandona a su familia, pero también se abandona él. Y hasta en los ratos de ocio, el trabajo obsesivo lo marca, busca estar ocupado. Lejos de donde está.

Este tipo de conciencia y de comportamiento -que en estos tiempos ya no es privativo del varón- es aprendido del medio en forma directa, como experiencia de vida personal en la época actual; pero si agregamos la herencia histórica, de la que hablamos (Capítulo 1), y el origen del predominio del hombre sobre la mujer, (Capítulo 3), se comprenderá el tamaño de la carga que pesa sobre el varón y por qué es tan difícil desechar de su mente el deseo de dominio sobre la mujer.

Históricamente, la considera una propiedad; en tanto que, por patrones vivenciales actuales, la tiene; por extensión, la considera suya y con ello “reafirma” su propio ser. La cosifica.

Pero, en la medida que lo hace, se le revierte el problema. En el camino de su deshumanización -que, dicho de paso, también ha sido un proceso histórico- deshumaniza en igual medida a su compañera de especie, la cual, en nuestros días, también está sujeta a ese fenómeno.

Ambos están solos. Lejos el uno de la otra. La cosificación también está apoyada por el consumo, pues ambos adquieren mercancías para mostrarse -ante el otro género- como la mejor opción, entre muchas, en el proceso de búsqueda de una pareja o de una experiencia erótica; en busca del amor. Lo anterior, nos hace manifestarnos, ni más ni menos, como mercancías, las mejores en el mercado de la conquista “amorosa”.

¿Cuál es la demanda? Que se nos ame, cuando que lo que nos debe mover es el dar amor. ¿Hay que aprender a amar? Sí.

Aprender a amar no es sencillo, ¿por qué? Porque el amor está conceptualizado socialmente -y no puede ser de otra forma en una sociedad de producción /consumo- en el ámbito del tener, (“tengo una amante, tengo una pareja”), siendo que EL AMOR ES UNA FORMA DE VIDA. Es manifestación de un acto personal, libre, voluntario; una decisión, que se encuentra en el ámbito del ser.

Es un acto de responsabilidad, entendiendo por ello no una obligación, sino la capacidad de responder ante cierto compromiso.

Otro aspecto es el cuidado o interés por la vida y el crecimiento de lo que amamos.
Otro más es el respeto, que se traduce en asumir la conciencia plena de la individualidad -única e indivisible- de la otra persona. (Su libertad).

El último aspecto es el conocimiento; en el acto de unión descubro a la otra persona y me descubro a mí, descubro a ambos.

Por otra parte, habrá que entender que no se puede amar a una persona si no se ama Todo, a todos y a uno mismo. (Escribo “Todo” con mayúscula porque en ello sintetizo lo que para otros significa Dios; mi concepto de Dios se acerca al Panteísmo).

Entonces... ¿sabemos amar?

El concepto de amor en nuestros días se encuentra plagado, contagiado de la forma en que se mueve toda la sociedad en su conjunto. El interés es lo que la mueve, pero es un interés bien diferente del que anotamos; es un interés basado en el beneficio propio o en el intercambio: te doy mientras reciba algo a cambio -así se manifiestan las relaciones en la sociedad- en condiciones de igualdad, (si es desigual a favor mío, mejor), como un trato comercial; es un interés lleno de materialidad. Pero el amor no es intercambio, es entrega, es darse en lo mejor que uno es, no en lo que uno tiene. El respeto, generalmente, se interpreta como sumisión; sin embargo, el significado real del término responde al reconocimiento y la aceptación de la libertad del otro: respeto tu forma de ser, tu individualidad; te acepto como tú deseas ser, no como yo quiero que seas, porque eso sería manipulación. Asimismo, el conocimiento implica una de las preocupaciones trascendentales del ser humano, a saber: el descubrimiento del secreto de la vida, no sólo de la otra persona, sino de mí; descubrirte y descubrirme en la unión; conocerme a mí mismo. La responsabilidad implica el tomarla por mí mismo, pero dirigida hacia ella; y ella también la asume por sí misma. Restaría expresar una acotación más sobre lo dicho en el párrafo anterior: Se ama al mundo a través de la otra persona, pues de otra manera, el “amor” se convierte en egoísmo, un egoísmo a dos voces. (Ver E. Fromm, “El Arte de Amar”).

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CAPÍTULO 6.


Las Generaciones del Parteaguas.

Concluimos en el anterior capítulo que nos enfrentamos, hombre y mujer, al fantasma de la época: la soledad. Ambos géneros han llegado a un punto en que sus demandas no son satisfechas a nivel de pareja por el otro o la otra.

Ellas cambian patrones establecidos culturalmente durante cientos de años. Adquieren comportamientos que han sido característicos de los varones, unas. Otras, buscan, buscan y buscan, sin encontrar llenándose de angustia. Otras se reprimen. Pocas, ya, son las que se conforman. O, también, se enrolan en relaciones de dependencia que, mediante el autoengaño, consideran satisfactorias. Otras se dedican a darle gusto al cuerpo sin más. Un número importante, sin ser determinante, está en camino de la reunificación de géneros.

Ellos, ellos siguen igual. Si no encuentran corren con otra y otra y otra; a primera vista, parece no ser importante, después de todo ese es el papel que el hombre debe representar en el guiñol de su vida, pero se siguen sintiendo solos, desvalorizados. Otros intentan cambiar el rol que se les ha asignado, pero frecuentemente se encuentran con alguien que está llena de resentimiento y con deseos revanchistas inconscientes, incapaces de sentir, como bloqueadas y se invierten los papeles. Muy pocos están en camino del cambio.

Esta situación es observable con mayor incidencia en hombres y mujeres de más de treinta años, ya divorciados, separados. Hay quienes nunca han sido casados, ni han vivido en concubinato o amasiato (¡vaya términos pedestres!) que han vivido situaciones semejantes.

Las generaciones más jóvenes prefieren -cada vez es más notorio- no casarse; vivir juntos sin unirse legalmente. Pareciera como si estuvieran preparados para evitar lo que experimentaron en sus hogares, con sus padres. ¿Están más preparados? Creo que no; creo que lo único que hicimos es despertar en ellos un temor al fracaso. No es temor, es ansiedad. Y la ansiedad es neurótica. Son las primeras generaciones posteriores al “truene” formal de las instituciones, entre ellas el matrimonio.

Sin embargo, subsiste en la nueva generación la petición de demandas hacia el otro género. Y no puede ser de otra manera, a ellos les ha tocado recibir más cruelmente el proceso progresivo de deshumanización. Nacieron en un mundo más cegado por intereses egoístas; en un mundo en que si los valores que nosotros aprendimos ya no funcionan, menos para ellos. Nuestra generación trató de cambiar los esquemas en los 60’s con los ideales de la revolución en la mano, en la cabeza, en la garganta, en el corazón, en el plexo solar y en el sexo, pero no la consolidó, ni incluyó a la mujer en el proceso. A ellos, los resabios de lo que tratamos de derrocar, -o sea, lo “ruco”, cuyos exponentes a nivel de instituciones y personas, siguen ejerciendo el poder- les han convencido de que las revoluciones no existen, que hemos llegado al fin de la utopía. Además, muchos de nuestra generación se hicieron “rucos” (pero no en el sentido cronológico de la palabra, sino en su connotación de detentores de lo caduco, de la intolerancia y del “orden”), se engancharon al tren de lo establecido, que va sobre rieles que sólo se pueden ver por el cabús, porque adelante están cortados a un metro de la máquina.

Fuimos contestatarios.

A los chavos y chavas de hoy, generalmente, “les vale”. Aunque no a todos. Les han hecho creer que sólo hay de una. Para ellos la vida -también- se tiene y hay que disfrutarla, no hacerse “garras” pensando en cómo mejorarla. “¿Para qué?, tú no vas a cambiar el mundo. Diviértete, chatea, rólala, se libre” (¿?). Toma, disfruta, llévatelo, es tuyo. Ve al gimnasio. Lígate al niño, tírate a la niña. El antro.

Así las cosas, cabe preguntar: ¿Qué hacer? Y, a nivel individual, ¿qué... hago?

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CAPÍTULO 7.


La revolución individual.


El Universo se nos manifiesta como un sinfín de polaridades: Cielo/Tierra. noche/día, luz/oscuridad, materia/espíritu, tierra/agua; así, masculino/femenino.

También individuo/grupo. Individuo/Pareja. La falta de resolución de estas polaridades acarrea la separatidad. Sin embargo, ésta, forma parte de otro ente que se manifiesta también en forma polar: soledad/unión. Cuando aquella no se resuelve satisfactoriamente, provoca una sensación de vacuidad, de vacío existencial, el cual -para llenarlo- recurrimos a la avidez, a la adicción. Así, dependemos de un sinnúmero de actividades para abatir la sensación de soledad, de fastidio, consumiendo diversiones, hundiéndonos en el trabajo obsesivo, comprando, buscando “emociones fuertes”, enrolándonos en conquistas amorosas y relaciones sexuales riesgosas, cayendo en dependencias de drogas o sexo. Todo para abatir la soledad. Hay -también- dos orígenes del sentimiento de soledad; uno histórico que deviene carga social heredada: el ser humano se ve separado de la naturaleza, pierde su capacidad instintiva que lo va alejando de su génesis animal y de su contacto con la Madre Tierra -merced al desarrollo económico- al grado de destruirla progresivamente (en aras de aquél), dejando de sentirse uno con ella; el otro es de carácter vivencial, como experiencia personal de cada ser, adquirida en el transcurso de la existencia, en virtud de lo ya expresado en el Capítulo 5: producimos, producimos y producimos; consumimos, consumimos y consumimos; competimos, competimos y competimos por tener más y nos situamos lejos del ser, de los demás seres y de nosotros mismos, dejando de ser uno con los demás miembros de la especie y uno con uno mismo.

También existen dos tipos de soledad, la que percibe un individuo como una sensación de vacuidad y la que está plena de una actitud específicamente, típicamente, humana: la creatividad, y más aún, la creación artística. Se dice que ellas son hijas de la soledad; pero lo son de una manera totalmente distinta de la que nos ocupa como problema. En el acto de crear, aunque sea en solitario, hay voluntad de dar algo de uno mismo a otros, a otros que posiblemente ni conozcamos. El acto de crear es una manifestación de amor, pero de un amor diametralmente opuesto al que percibimos en novelas rosas, la televisión y en la realidad que nos rodea.

De los 60’s a la fecha han surgido modernos gurús que nos indican que la solución a la problemática del mundo actual, tanto de pareja como de otro tipo de relaciones, es el amor. Las sociedades vivirían mejor. Sólo hay que ponernos de acuerdo en lo que entendemos por “amor”; porque en nombre del amor, la solidaridad y las acciones “humanitarias” (estas últimas son expresiones de amor hacia nuestros semejantes, se supone) el hombre ha hecho las atrocidades más abyectas a lo largo de la historia, inclusive la reciente. Y el concepto de amor predominante, ya sea de pareja, hacia la especie, hacia nuestro hogar (La Tierra), inclusive hacia Dios, no soluciona nada porque está provisto de egoísmo, de individualismo, (que no es lo mismo que individualidad). El bienestar personal sobre el de los demás; si es necesario, a costa de los demás.

Todos los antagonismos encuentran su síntesis en la unión, en otra “polaridad de dos funciones fundamentales, la de recibir y penetrar”, dice Fromm acerca del amor, de la relación sexual. Para él, ésta representa una forma de abatir la separatidad del individuo, de abatir la soledad. Pero es bien claro en definir la unión sexual como expresión amorosa verdadera, como un acto de darse, de entregarse uno mismo en esencia. Un ser solo, vacío, no puede dar nada; sólo espera recibir ávidamente para llenarse, para librarse de su sentimiento de vacuidad; sólo pide, demanda amor y no lo encuentra. De ahí que el amor deba ser hijo de la creatividad, un arte, como afirma el mismo Fromm. Aprender a amar. El amor no viene de fuera, está dentro de uno. El acto amoroso -el coito- es un acto de dar/recibir-recibir/dar; el recibir está en el contexto del darse. “...ella se da; permite el acceso al núcleo de su feminidad; en el acto de recibir, ella da.”; y, sin embargo, lo común es que él quiera tener su cuerpo y ella tener el de él; o, en el peor de los casos, dejarse poseer; otra vez poder/sumisión.

En un individuo determinado también se presentan polaridades; y su cuerpo, mente y espíritu forman un microcosmos. Pero además este microcosmos forma parte de otro: un género. Éste, a su vez, de una especie. Y, así, hasta llegar a formar parte integral del Universo. Todo lo conocido y lo desconocido somos el Universo; así mismo, como especie (dice Engels) en nuestra cabeza, en nuestro cerebro, “...La Naturaleza toma conciencia de su propia existencia...”. Somos uno con ella, pero –ello- no en perjuicio de nuestra individualidad, de nuestro yo. Somos individuos, únicos e irrepetibles.

Cuando el mundo se encontraba dividido política y económicamente en dos polos, ninguno de ambos fue capaz de situar al hombre en su dimensión exacta; uno creó la ilusión de la libertad individual, y otro la de la conciencia social. Uno creó la conciencia del individualismo a costa de la fantasía de la libertad del individuo y el otro la sacrificó en aras de la colectividad. Ambas hicieron del ser humano alguien que a todo decía “sí”. A unos los compraron, a los otros los convencieron. Y para los que se empeñaron en decir “no”, en disentir, en pensar diferente, en ejercer su libertad individual, hubo silla eléctrica y hospitales para dementes, de tal forma que sirviera de escarmiento a otros. Y guerras. La humanidad en riesgo de desaparecer de la faz de la Tierra en virtud del armamento nuclear disponible. ¿Hombres libres? ¿Hombres solidarios? El ser humano no puede ser libre ni solidario si se le impide -ideológica o físicamente- desarrollar su individualidad, porque es, ésta, su manifestación primera. El nuevo mundo unipolar sólo continuará creando individuos-individualistas-desindividualizados. Seres deshumanizados.
La libertad es un atributo hermano de la individualidad.

Según Sartre, en concordancia –obviamente- con las corrientes existencialistas, estamos “condenados a la libertad”, (¿por ende a la soledad?); lo anterior se encuentra en aparente oposición a lo expresado por Aristóteles que considera a los humanos como seres gregarios, al igual que el pensamiento marxista. Sin embargo, creo que en las dos posturas -sin ser ecléctico- no hay oposición, sino que -más bien- son las dos formas en que se manifiesta la humanidad, ni más ni menos que las dos expresiones polares de la especie: el individuo y la colectividad. No se puede explicar el uno sin el todo y viceversa. Y sin embargo fueron las banderas que enarbolaban los dos bloques en que, hasta hace unos años, se dividió el mundo. El capitalismo, que ensalza el individualismo, (nuevamente aclaro, que no la individualidad), atacaba al socialismo criticándole la falta de libertad. A su vez, el mundo socialista, que ponderaba las masas contraatacaba diciendo que la única libertad en el mundo capitalista era la libertad de explotación de la fuerza de trabajo.

¿Es que no hay sistema político-económico que promueva y garantice verdaderamente la libertad? No. Y en esta aseveración no hay un ápice de anarquismo. El ser humano, verdaderamente, como dice Sartre, está condenado a la libertad siempre y cuando tome la responsabilidad de serlo. Siempre y cuando esté decidido a asumirla con todos los riesgos que ella implica. Y en la medida que todos lo hagan, la contradicción o polaridad YO/TÚ, individuo/pareja, individuo/grupo deja de ser antagónica. Y hay, también, una responsabilidad social.

Asumir la libertad es tomar la responsabilidad de uno mismo, con todos los riesgos, así sea la soledad (uno está solo en tanto no sabe encontrarse a sí mismo, mientras no aprende a estar consigo mismo, mientras está vacío porque no hay amor dentro de sí ni para sí); inclusive a vivir con dolor. En última instancia a lo que le tememos es a lo que vamos a sentir, no a lo que va a suceder, y no sucede nada que no sea nuestra propia liberación.

Ganar nuestro AQUÍ Y AHORA. Ya.

Asumir la libertad es un acto único, personal, individual. Es dejar de lado nuestros propios deseos de controlar a los demás. Es decidir romper dependencias. Es romper, en última instancia, con el esquema poder/sumisión o verdugo/víctima. El sumiso no asume su libertad, la supedita al poder porque de alguna manera éste se encarga de resolverle su existencia dependiente; el verdugo no asume su libertad porque en ello le va la vida, es en tanto que tiene el poder, en cuanto depende de su víctima a quien le quita la responsabilidad de asumir su libertad. Ambos se tienen y no son.

Pero, como se dice por ahí, “el fuerte dura hasta que el débil quiere”. Ese acto de “querer” es cuando el débil asume su libertad; es entonces cuando se hace presente el esquema poder/poder, el cual subsistirá hasta que el verdugo sea derrotado -lo cual no resuelve el problema de raíz- o se vea obligado por la fuerza o por convencimiento propio (lo que no se ve frecuentemente en la realidad) a asumir su propia libertad. Este es el momento en que se afirma el INDIVIDUO.

Aquí es consagrada la individualidad. La forma primera y más alta de manifestación del ser humano. Es una decisión, no un regalo.

La aseveración contenida en el párrafo anterior es válida para cualquier tipo de relación humana (mismas que se manifiestan como polaridades): Gobierno/gobernados, Iglesia/feligreses, padres/hijos, países ricos/países pobres y, finalmente, para volver al asunto que nos ocupa, hombre/mujer..

En alguna parte de este escrito se había comentado que el matriarcado, así como su transición hacia el patriarcado, debió ocupar tiempos que nuestro tiempo común no puede medir. Quizá para muchos lectores se les antojará una utopía que, como afirmé renglones arriba, quienes tienen el control, el ejercicio de la violencia -en todo caso, los verdugos- “asuman su libertad” y se deshagan del poder; sin embargo, es por ello que inicié este párrafo con la mención del lapso que requirieron esos estadios de la humanidad en acontecer. Pero con apego a lo que se hizo notar en el prólogo, con las tres citas marxistas, lo que sí estamos ya en posibilidad de llevar a cabo, lo que sí podemos plantear resolver, es la contradicción primera, la que ya está presente; estamos en el tiempo y las condiciones para promover una revolución que sirva de arranque para la resolución de los subsecuentes problemas:

La reconciliación de los géneros.

La única forma de resolver la crisis, es el reconocimiento mutuo de la individualidad, de la propia y la del otro. El hacer de lado las alianzas por género. El reconocernos seres humanos, no hombres y mujeres. Atrevernos a ser libres, a ser diferentes a los demás en tanto los demás no sean sujetos de cambio.

Atrevernos a liberarnos de atavismos ancestrales (sobre todo los varones).

Atrevernos a introducirnos en nuestros propios temores, en nuestra ansiedad, en nuestra soledad, atrevernos a vernos a nosotros mismos tal y como somos. Atrevernos a sentirnos incómodos dentro de nosotros mismos, puesto que lo menos que nos puede suceder es darnos cuenta de que podemos vivir así, y lo más que puede acontecer es llegar a ser seres nuevos, seres capaces de dar amor. Atrevernos a descubrir, descubrir y descubrir. Descubrirnos ante los demás y ante nosotros mismos para descubrir el mundo. Ganar nuestra individualidad, que es el primer escalón para una nueva revolución sexual en la inteligencia de que la polaridad masculino/femenino se encuentra viva dentro de cada uno, independientemente de nuestro sexo biológico y que la única forma de resolverla es aceptándola. En esencia, ni los hombres somos tan “machos”, ni las mujeres tan “hembras”; nos hemos visto obligados, culturalmente, a representar papeles dejando de lado nuestra verdadera identidad. Hay algo de energía Yin en los hombres y algo de energía Yang en las mujeres.

Atreverse a ser uno mismo (eso es la libertad) es ganar para sí la propia individualidad. Seremos libres en tanto tomemos la responsabilidad de asumir las consecuencias que ello implica.

Ganarse para sí la individualidad (que representa el cambio espiritual, psicológico y el retorno a lo humano) es el paso previo para una nueva revolución sexual (que representa el cambio -también- en lo material; el cambio de actitudes en cuanto al contacto carnal). Las relaciones sexuales sin amor, o con amor (conceptualizado éste como una relación de intercambio), entran en el ámbito de las necesidades corpóreas y del placer epicúreo; y ¡qué bien!, el placer sensual corpóreo es típicamente humano. Pero una nueva revolución sexual debe plantearse, agregadamente, el regreso a la conceptualización que del sexo tenían las culturas antiguas, como en el Taoísmo o en el Tantrismo, como algo trascendente, algo sagrado. ¿Por qué? Este es tema del siguiente capítulo, baste con decir que el ganar la individualidad, la libertad, es la condición inicial para desmitificar el sexo.

Después de todo, de ahí venimos todos a este mundo. ¿Hay algo más bello y sagrado que la vida?

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CAPÍTULO 8.

¿ Hacia una Nueva Revolución Sexual?


No es el objeto de este escrito el explayarse en una serie de disertaciones académicas acerca de la sexualidad. Ni, tampoco, hacer un tratado de educación sexual, esa es tarea de los sexólogos y educadores.

Este capítulo, último, no viene a ser sino el corolario de los anteriores.

A falta de escuelas para el efecto y de una enseñanza formal o informal de la sexualidad, (en las escuelas era tema prohibido hablar de ella), nuestras más recientes generaciones adquirieron de la televisión y el cine, cuando no de los amigos de la palomilla adolescente, información –muy deformada- de la sexualidad y el amor. Esa información se nos dio como “operación encubierta”, muy al estilo gringo.

El papel del cine y de la televisión, en los Estados Unidos, como factor de dominación cultural, fue aligerar la carga psicológica de posguerra; distraer un poco la atención del ciudadano común de la psicosis creada por los gobiernos de la amenaza del fantasma del comunismo, aunque por otro lado la promovía. Ese cine y esa televisión pintaron de rosa la sexualidad y el amor. Y ese cine y ese tipo de televisión fue el que recibimos. Ahí nos dibujaban el amor como algo romántico, lleno de fantasía; de Campanita, de Peter Pan y de enamoramientos tipo “La Dama y El Vagabundo”, pero en seres humanos. Un mundo muy Disney. Muy American Dream, en que las historias de amor de los viejos cuentos europeos de princesas y príncipes podían ser experimentados por los hombres y mujeres comunes y corrientes. Canciones, bailes, romances. Pero, herederos –ellos- de una cultura protestante y –nosotros- de una católica, no se veía qué sucedía con la sexualidad.

Aprendimos a besar en la tele y el cine. Aprendimos a enamorarnos con pasión (¿?), como veíamos en la tele y el cine; a sufrir por una mujer (ellas por un hombre), en la tele y el cine. Ahí aprendimos –en consecuencia- que el amor iba de la mano del sufrimiento (¿?). El cine y la tele fueron las grandes escuelas generacionales del amor y de una pseudo sexualidad encubierta.

Y el cine y la tele, cuando se empezaron a hacer en nuestro país, siguieron el mismo esquema. Y agregaron al machote, irresponsable, conquistador, borracho y pendenciero (que a fin de cuentas, siempre, se arrepiente) y a la mujer abnegada, sufrida, que todo lo perdona y que lava ajeno, para sacar adelante a los hijos.

Por otro lado, decía, herederos de una cultura que concebía a la carne como fuente de todas las desgracias humanas, como pecado, del sexo tuvimos que aceptar que era algo casi sucio y –más tarde- que sólo estaba justificado como acto de perpetuación de la especie, decía la Iglesia, (todavía dice). Pero, aún siendo el ejercicio de la sexualidad algo intrínseco a todas las especies, nos llenamos de pecados y culpas; y de temores.

No fue sino hasta la llegada del cine francés y del italiano cuando empezamos a ver el sexo desde un punto de vista más desmitificado, desenfadado y hasta cómico.
Pero, definitivamente, los 68’s parisinos, mexicanos y de otros lugares, los San Franciscos, los Liverpooles, las Checoslovaquias, las Cubas, los Vietnames, los Russell, los Ches, los Lennon, las Brigittes, las play mates, las Ondas (de Gustavo Sáinz y José Agustín, no otras), las mariguanas, los hongos, los Carlos (de Marx, hasta Castañeda, pasando por Fuentes), los Cortázar, los Fromm, los Esalen, los Taos, los Tantras, los Budismos Zen, los Sartres y las de Beauvoirs, nos cambiaron todo el panorama.

Así, con dos culturas, una represora y heredada y otra liberadora y aprendida, crece la generación del parteaguas;
precisamente, la que es objeto de este escrito. La que se encuentra en el centro del conflicto entre los géneros. La generación que ya no creyó en mitos; pero, sin embargo, los tiene aún presentes en algún lugar de su mente escondidos y que en momentos de crisis vuelven a hacer su aparición. Afloran.

Por ello, a lo largo del texto, hemos insistido en la necesidad de desprendernos de nuestros miedos, los cuales tienen su origen en ese choque de culturas que se encuentran imbricadas en la mente de un mismo individuo.

Tenemos que darnos a la tarea, hombres y mujeres, de desprendernos de antiguos atavismos heredados. Tenemos que recrearnos, (en el sentido de volvernos a crear), para acceder a una nueva forma de vida; de relacionarnos con el otro sexo y con nosotros mismos. Muchos podrán decir que ya se han liberado; sin embargo, en la práctica, esperan conquistar a una mujer y ella quiere ser conquistada. No obstante, toda conquista tiene dentro de sí dos polos: una parte activa y otra pasiva, expectante. Un vencedor y un vencido.

Muchas mujeres se han liberado de un macho, y, sin embargo, siguen esperando un príncipe azul que las trate románticamente y les solucione su vida afectiva. Un príncipe que las despierte a la vida con un beso y las haga felices por los siglos de los siglos, amén.

Por el otro lado, muchos hombres que fueron abandonados por ser machos, aunque se creen “modernos”, siguen buscando mujeres comprensivas y abnegadas que les solucionen sus problemas prácticos. Una Cenicienta que por unos mugres zapatitos de cristal sea capaz de dar la vida por ellos.

No se puede comprender que la mejor actitud que podemos tomar al respecto es el desapego; esto es, la no dependencia y el respeto irrestricto a la libertad de la otra persona. No esperar que me den lo que quiero, sino dar. Hay que aprender que mi estar bien afectiva, sexual y emocionalmente no depende del otro. Hay que aprender a dejar de querer controlar a los demás; a la única persona que puedo “controlar” es a mí mismo.

Tenemos que aprender, también, que una cosa es enamorarse y otra amar. El enamoramiento es una cuestión hormonal, química; el amor –en cambio- es una forma de ser, elegida, voluntaria. El enamoramiento es producto de la presencia de substancias químicas e impulsos eléctricos en nuestro cerebro y sistema nervioso, tal y como sucede en el resto de los animales, como paso previo al apareamiento; sólo que en ellos ocurre en las épocas de celo con miras a la perpetuación e la especie. En los humanos, debido a factores culturales, sociales y económicos generados y desarrollados a lo largo del patriarcado (la aparición de la familia y la propiedad privada) nos es dado –en última instancia- como paso previo al noviazgo y al objetivo final que sería el matrimonio. Amar –en cambio- es asumir la decisión de compartir la vida afectiva y sexual en un plano de igualdad y libertad, como ya se dijo líneas arriba.

La crisis en la pareja y las nuevas formas de relacionarse están surgiendo como manifestación incipiente de una síntesis dialéctica entre el matriarcado y el patriarcado. Esa síntesis será la Nueva Revolución Sexual, la cual, aún, tardará mucho. Pero podemos iniciar nuestra propia revolución; una individual.

Así que hay que situarnos en nuestra época, hacer nuestro aquí y ahora; hay que desmitificar la relación de pareja y la sexualidad. Aprendamos a desprejuiciarnos; a quitarle ese cariz romántico e irreal de vieja película gringa y lo antinatural que -nos enseñaron- es.

Y por último, después y nunca antes de habernos reconocido como seres únicos e irrepetibles, diferentes y libres –esto es, habiendo llevado a cabo nuestra propia revolución individual- HAY QUE ENCONTRAR LA SACRALIDAD DEL SEXO, que –a mi juicio- es la esencia de una nueva revolución sexual, la cual también se gesta en el terreno del yo; se aprende, se aprehende y se asume individualmente mientras no sea una forma de vida generalizada culturalmente. El acto sexual es trascender en otro ser que –previamente- hemos reconocido como único, irrepetible, diferente y libre. Es por ello que...

EL SEXO ES AMOR, porque es unión.

El sexo es sagrado porque es unidad. Es, literalmente, iglesia. Religión. Unión con el cosmos, a través del descubrimiento de la otra persona y de uno mismo. La identificación de uno en otro. Acceder a la otredad siendo uno. Destruir, y no sólo abatir, el sentimiento de separatidad del mundo, merced al cual entramos en dependencias.

El sexo, además de ser la fuente de la vida, lo es del amor y del placer, que -diga lo que se diga- son los preservadores de la vida, alicientes y –en última instancia- medicina preventiva pura.

Consulte a su taoísta de cabecera. Él se lo confirmará.

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