Friday, October 22, 2010

BICENTENARIO:OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES


Por: Gabriel Castillo-Herrera.


ACLARACIÓN DEL AUTOR.

Estas notas no tienen el carácter de historia general de México, sino que constituyen –específicamente- una serie de reflexiones que nos ayudarían a explicar –desde la materialidad-, en lo político y lo social, la situación actual del país. Como el subtítulo lo atestigua, es apenas una pequeña contribución.

Es por ello que partimos del punto en que se generan las condiciones, y contradicciones, para que México se engendrara –puntualizo- como la nación que es hoy: los tiempos posteriores a que españoles y pueblos indígenas -éstos, sojuzgados y tributarios- se alían para derrotar al que –desde perspectivas diferentes- constituye el enemigo común: el Imperio Mexica, el cual es asediado y vencido por aquella coalición de intereses disímbolos: a unos los motiva la sed de conquista; a otros, la liberación; se les une la venganza, móvil de uno de los polos de la pugna fraticida por derechos sucesorios suscitada en el Reino de Texcoco (éste, vinculado a los mexicas y cuyo monarca está emparentado con el propio Moctezuma II). Y, como elemento agregado y determinante, un enemigo invisible contra el cual las armas y dioses tenochcas nada pueden: el virus que provoca la viruela.

Aunque de forma no lineal pues, como se verá, hay ires y venires, de ahí arrancamos. El embrión de México, insisto: desde una perspectiva del hoy, se gestó como resultado del choque de dos mundos: el español y el indígena en conflicto permanente. De ahí que no tratemos el escenario americano precolombino, como tampoco incursionamos en el de la España anterior salvo para comentar el papel determinante de la religión Católica en el llamado “Nuevo Mundo”. Cabe señalar, sin embargo, que no compartimos la visión romántica –en un tiempo, tan en boga- de que la mexicanidad nació del mestizaje. Este último se forjó sobre el yunque del abuso y con el martillo de la discriminación. Las castas producto del mestizaje, por su origen generalmente “bastardo” (lo cual, en un mundo regido por la religión, era imperdonable) o desposeído de recursos y linaje, carecía de los elementales derechos; los indígenas, al menos, contaban con padre y madre reconocidos; aquéllos, en su inmensa mayoría, no. No fue erigido, entonces, un mundo mestizo sino hispano: españoles europeos y –en el escaño inmediato inferior de la pirámide- españoles americanos; de ahí que debe considerarse la literalidad del nombre de estas tierras en ese tiempo: Nueva España.

300 años más tarde, cansado de ser considerado un español de segunda en su propia tierra (propia por nacimiento, pero ajena porque sus orígenes genealógicos estaban en Europa y ajena porque su propio progenitor se la pichicatea) el criollo abjura de su padre representado por la corona española. Casualmente, algunos desde un tiempo no lejano a la Independencia comenzaban a referirse al terruño como “México”. Y así nace como país independiente; pero tampoco mestizo, sino criollo con todas las implicaciones de carácter antropológico, psicológico, económico, político e histórico que lo dicho antes pudiera determinar.

De entonces a la fecha, la historia se ha desenvuelto como una guerra –soterrada a veces; de baja intensidad en otras y, otras más, abierta y total- en que el mestizaje reclama la herencia negada y el criollo se atrinchera y crea un sistema de dominio para preservar sus privilegios. En el devenir, los actores han podido cambiar de piel: imperialistas versus republicanos; escoceses vs. yorkinos; centralistas vs. federalistas; conservadores vs. liberales; y así… hasta los partidos políticos actuales; pero la esencia de la contradicción es la misma; por ello, más que como características raciales, en nuestro estudio, y hay que destacarlo, a criollos y mestizos se les da, aquí, el tratamiento de categorías de carácter económico. Después de todo, la política no es sino la praxis de la forma en que los seres humanos le dan el cariz de ideología a sus respectivos intereses materiales y los enfrenta a sus oponentes, como partido político, en la pugna por el poder.

La ideología, empero, no es más que la condición material del ser reflejada en la cabeza del Hombre. Y de allí se desprenden sus posturas políticas que -por tanto- devienen credo, no certeza de lo concreto, de lo real.

De tal suerte que esa “civilizada” y “democrática” pugna por el poder sólo encubre –tras una falaz máscara de confrontación pacífica de ideas que supuestamente contribuyen al beneficio de la sociedad en su conjunto- el rostro de la lucha de clases. Y nuestra historia, desde 1810 hasta este 2010 en que se celebra el Bicentenario, es prueba fehaciente de ello; que no se quiera ver o se carezca de los elementos metodológicos para verlo es otro asunto.
Finalmente, cabe señalar que estas reflexiones y notas no están destinadas a ser objeto de lectura de una delicada y cultísima elite de analistas y especialistas; pretendo que sean, en rigor, una obra de divulgación: para el lector común que se interese por la historia de su país desde un ángulo distinto al enfoque historiográfico oficial y al de la deformación que, de unos años a la fecha, han puesto de moda algunos autores en darse a la tarea de “desmitificar a los héroes” (curioso es que la desmitificación sea tan selectiva), lo que más bien responde a intereses ya no sólo conservadores (que lo son) sino preñados de fatua ignorancia (sic), pues la historia no se dilucida por los personajes sino por el carácter diverso de lo concreto.

Me explico: Una puesta en escena (como símil de un hecho histórico) no la hace posible el grupo de actores (en el símil, los “héroes” y los “villanos”). Ellos mismos (tanto personajes principales como de reparto), el autor, el director, el argumento, la escenografía, los tramoyistas, los iluminadores, los músicos, quienes manejan el equipo de sonido, el de la taquilla, el de la dulcería, la acomodadora, los encargados del aseo, los recursos materiales y financieros que la posibilitan no son sino producto de una multiplicidad de determinaciones, propias y ajenas, materiales e ideológicas, endógenas y exógenas, voluntarias e involuntarias, previas al estreno de la obra.

Y, aun más, cada determinación también es resultado o producto, de un proceso histórico.


Gabriel Castillo-Herrera.

PREFACIO


“…hay un antecedente histórico fundamental: la derecha en nuestro país sólo ha prevalecido transitoriamente. Y siempre con resistencia popular”.

Andrés M. López Obrador.


Todo el desarrollo de la naturaleza, incluido el aspecto social, parece ser que se desenvuelve en procesos cíclicos. Empiezan (¿empiezan?, ¿acaso no son sino continuación de otro proceso anterior?) en una situación dada que en un momento determinado encuentra trabas que impiden que esa situación inicial se convierta en una palestra para alcanzar una meta superior. En ese lapso, aparecen nuevas formas de desarrollo que, a fin de cuentas rompen con la esencia del estadio inicial y dan paso a la consecución de una instancia total y fundamentalmente inédita. A su vez, ésta encuentra, en cierto momento una nueva etapa de crisis que permitirá alcanzar una plataforma superior. Y así, infinitamente. Eso nos lo muestra el estudio de la Naturaleza; y en el caso específico de los procesos de índole social, la historia de las sociedades humanas.

De tal manera que la Historia no es una relación de hechos pasados descontextualizados; más bien es una sucesión lógica y coherente, pero no lineal puesto que incluye retrocesos, de presentes rebasados cronológicamente en los que halla su razón de ser nuestro hoy; mismo que –inexorablemente- pasará a formar parte de aquellos en otro presente que aún no llega. Sería una suerte de repetición de etapas, salvo por el hecho de que las circunstancias que rodean a cada una de ellas, en apariencia, iguales a otras pertenecientes a un proceso previamente superado son, en esencia, distintas. Y es que esas circunstancias son producto del desarrollo de estadios anteriores, lo cual se genera no por una fatalidad predeterminada ni casual, sino causal: por el concurso de los seres humanos en su actuar socialmente de acuerdo a sus intereses determinados por sus posiciones, en cuanto a su clase social, dentro de la economía y la política de una sociedad dada. La Historia, vista y entendida así, es una gran maestra.

Los individuos, así como los pueblos, en tanto conglomerado, si olvidan o desprecian su historia pierden su identidad y su sentido de pertenencia; además, están, por necesidad, destinados a repetir, consciente o inconscientemente, los mismos errores. Esta afirmación se ha expresado mil veces, pero sería un punto de vista desorientado darle la categoría de “lugar común”.

Cierta mañana veía un programa de televisión en el cual se había efectuado un sondeo de opinión (era un 2 de octubre) en el cual la pregunta era “¿qué se conmemora en esta fecha?” Quienes hacían la pregunta, escogieron a jóvenes estudiantes que celebraban esa fecha con un gran baile, amenizado por un grupo de rock, a media calle, en las inmediaciones de su escuela. Una muchachita de, acaso, 17 años contestó con cierta duda: “Pues creo que mataron a unos estudiantes ¿no? O algo así. ¿No?”. Mientras el rostro del conductor del programa mostraba cierta forma de risa, con una fuerte carga de sorna, yo me espantaba. ¿Cómo era posible que una estudiante no tuviera ni la menor idea de lo acontecido el 2 de octubre de 1968? Mucho menos la tendría del significado del Movimiento Estudiantil de ese año desde una perspectiva social, amplia.

En otra fecha marcada en la historiografía de nuestro país (un 5 de mayo) volví a ser testigo de una situación similar; otro sondeo de opinión nos hacía ver que muy pocos entrevistados sabían contra quién había sido esa batalla. “¡Pues contra los gringos!” dijo un señor con una contundencia que podría hacer dudar a alguien que conociera la respuesta correcta. Se preguntaba, también, quienes habían sido los héroes nacionales en esa batalla; un niño, pensativo, decía: “Hidalgo, Costilla... y no me acuerdo quién más”. Otro sondeo (un 20 de noviembre) me hizo saber que muchos mexicanos creían que en esa fecha se había dado el llamado “Grito de Independencia” y otros respondieron con un rotundo “no sé”.

¿Cuándo sucedió el despojamiento de nuestras raíces? ¿Quién cortó las ligas que teníamos con nuestro pasado? Quién sabe, quién sabe cuándo nos derrotaron sin haber disparado una sola bala. Lo cierto es que los responsables son cómplices de quienes tienen a su encargo la educación pública y, también, vigilar la privada.

En fechas más o menos recientes, cuando se promovía el estreno de una película norteamericana titulada “El Álamo” (que trata de la batalla en la cual Santa Anna despedazó con lujo de saña a las fuerzas rebeldes norteamericanas (en el sentido literal de la época) cuando el gobierno de Estados Unidos preparaba la independencia de Texas con las ya claras intenciones de anexársela), el spot publicitario decía “unos patriotas en busca de su libertad... ”. Uno se pregunta... ¿Cómo es posible que las autoridades mexicanas permitan que pueda decirse eso en México y por mexicanos? Ahora resulta que los “patriotas” eran quienes pretendían, alevosamente, adueñarse de territorios pertenecientes a nuestro país y, quienes defendían la integridad del suelo nacional, unos “traidores”. De sobra conocido es que para cretino no se estudia; los publicistas de tal película confirman esa tesis.

Pertenezco a una generación en que aún la educación pública pugnaba por crear en los niños un sentimiento nacionalista. Una generación que entendía medianamente por qué el Himno Nacional es un llamado a defender nuestro suelo: hemos sido agredidos por potencias extranjeras desde que México nació como país independiente. Sin embargo, una nueva corriente de pseudo historiadores de pacotilla alzan su vocecilla pregonando “¡...hay que desmitificar la Historia de México!” porque, según ellos, es producto de 70 años de engaño de la hegemonía priísta en el poder. Su error radica en confundir a los personajes históricos con los hechos históricos. En creer que el cambio social –en tanto que materia prima y, a la vez, producto de la Historia- se gesta en la cabeza de ciertos individuos y no en las vísceras de las masas como resultado de las condiciones materiales de la existencia. Una situación distinta es desmitificar a los personajes de la historia y otra a la historia misma. Se puede abjurar de la imagen idílica del pastorcillo indígena que motivado por el miedo a una reprimenda por haber extraviado una oveja haya sido empujado a superarse y alcanzar la excelencia hasta el punto de convertirse en presidente de su país; al fin y al cabo esa es una visión muy selfmade man que nada tiene que ver con 70 años de priísmo y sí con modernismos gerenciales y entreguistas a la cultura gringófila, muy de moda en los nuevos gobiernos identificados con la ignorancia y la reacción. Lo que no se puede dejar de lado es que la generación de políticos y pensadores a la que perteneció ese pastorcillo propició la secularización de la vida social, luchó contra el conservadurismo, derrotó a los intervensionistas extranjeros, y a sus comparsas dentro del país, al restaurar la República. Y no resulta ocioso señalar que algunas de esas circunstancias que entonces combatió el juarismo están de regreso entre los grupos que desde el año 2000, y aun desde el arribo de la tecnocracia al gobierno, detentan el poder.

Volviendo. Las nuevas generaciones cantan el himno sin que tenga, para ellos, un contenido; “¡Mexicanos al grito de guerra...!”, quizá lo adquiera en una disputa futbolera contra una selección de otro país. Ese grito de guerra -se creerá- es un símil del: “¡’leeeeros!” (discúlpeseme el vulgarismo) lanzado contra la porra (barra brava, como ahora se dice) del otro país. Lo mismo en una pelea de box.

En estos tiempos de globalización, los políticos neoliberales creen que el nacionalismo es algo que ya no funciona. Pero una cosa es el nacionalismo y otra el chovinismo. Y, es curioso, esto último es lo que motivaba al primer presidente panista gritar (cada 15 de septiembre), con una mueca que le deformaba la cara, “¡Viva Méxicooooo!” mientras, en los hechos, con su política lo mata con una tácita entrega del país a la potencia del norte.

Luego: es por ello que surgió la idea de escribir una brevísima historia de nuestro país. Habrá muchas y de diversos autores; pero pretendo que esta, además de material de difusión en sentido estricto, tenga la particularidad de verse desde la perspectiva que describo al principio de estas líneas. Pretendo que se note que la situación que priva en nuestro país, en la actualidad, es muy similar a otras etapas de nuestra vida independiente. Y esto es así, además de por la forma, porque el contenido es equiparable al momento actual en virtud de que en México, desde la Independencia, no ha habido una resolución en la contradicción -la antagónica, la definitoria- de intereses de clase emanados de las fuerzas políticas y económicas que reclamaban el derecho de herencia, no recibida, sino arrebatada a los españoles mediante la guerra anticolonial. La resolución se ha aplazado en varios episodios del transcurso histórico merced a pactos, concertaciones y la negociación entre enemigos (como hoy se dice: acuerdos en lo oscurito) -por una parte- y contrarrevoluciones, por otra.

De origen es una lucha de intereses irreconciliables surgida en el ámbito de las condiciones materiales de existencia, no una sana confrontación de ideas, como pretenden hacer ver quienes tienen el poder político y sus corifeos.
En nuestros días, muchos políticos e intelectuales se muestran satisfechos por “la llegada de la democracia”. Revisando lo que en las siguientes páginas se expondrá, se verá que ese milagroso acontecimiento ya ha aparecido anteriormente sin que logre consolidarse dado que la contradicción principal no se ha resuelto. (Parecería extraño; pero, históricamente, todos los pueblos que se han preciado de ser las grandes democracias, desde Grecia hasta los Estados Unidos, devienen oligarquías y plutocracias. El voto de las mayorías sólo ha hecho que unas minorías privilegiadas se levanten sobre aquéllas que las eligieron mediante su muy cuestionable “libre albedrío” influido e inducido sutil o salvajemente: pan y circo; y “don’t worry, be happy”). Abono a lo dicho y pregunto: ¿sirve de algo una democracia, sistema fincado en la opinión de las mayorías, cuando éstas carecen de educación, han sido despojadas del conocimiento más elemental de su historia y del entendimiento mediano de lo que representa cada institución partidaria en función de sus intereses de clase? Sospecho que no, la afiliación o interés por un partido o candidato se adquiere, generalmente, por otros motivos fútiles; tal como se tiene por determinado equipo de fútbol o por una actriz de cine: por simpatía o por atracción física. ¿Es útil esa democracia, esa voluntad popular?

La historia, en momentos clave, como lo es el actual, nos indica que no; no es posible encontrarle lógica a que un hombre, por consenso popular, se haga emperador (Iturbide) y derroche dineros que no tiene para formar una corte mientras que la población repta en la miseria. Absurdo es que otro hombre haya sido reelegido presidente innumerables veces y haya abandonado el cargo a su antojo y que se le haya nombrado Alteza Serenísima. No es tampoco congruente que de tres candidatos (Juárez, Lerdo y Díaz), considerando sus méritos personales, ninguno haya tenido la mayoría absoluta en una elección presidencial. Así, tampoco se explicaría por qué Díaz duró más de 30 años en el poder, 70 el PRI (aunque habría que destacar que el PRI no ha sido un ente homologado ideológicamente, ya que fue resultado de otro pacto postergador) y, aún, que el mismo Fox, llegara a la presidencia, siendo un hombre tan limitado culturalmente y que –siguiendo una política económica que perjudica a las mayorías- pueda ser apoyado por los sectores mayoritarios (los pobres) y desde luego, eso no extraña, por los sectores a los que beneficia (los grandes intereses del capital y del conservadurismo). Y menos aún, la asunción al poder de Felipe Calderón considerando que su arribo a la presidencia, merced a una determinación judicial, tuvo claros visos de ilegitimidad que el mismo Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación puso de manifiesto y que, aun así, convalidó.

Todo ello, con distintos matices, ya ha sucedido en varias etapas de la Historia. Son reediciones, y lo han sido –como arriba comenté- porque la brecha abismal entre clases (en términos coloquiales: “la gente decente” vs. “el peladaje”; aristocracia vs. vulgo, ciudadanos VIP vs. ciudadanos comunes) no se ha resuelto. La misma lucha desde que México se forjó como nación independiente: criollos contra mestizos (no desde la perspectiva racial, sino económica, insisto). Lo que ha cambiado subrepticia y -eso sí- radicalmente, son las situaciones, de índole muy diversa, que se esconden tras las manifestaciones: la esencia, la cual fuerza, en última instancia, la transformación de las sociedades. Tarde o temprano.

Los autores de cualquier texto transcriben siempre epígrafes que vayan a tono con lo que a continuación tratarán de demostrar. Sin embargo, a desdoro de López Obrador –responsable del que inaugura esta sección-, aquí se trata de evidenciar que su apreciación –a desdoro de sus seguidores- es equivocada; más aún, que es antagónica a la realidad, por lo que la tarea de don Andrés Manuel y de la izquierda de todos los matices tendrá que ser más ardua, compleja y pletórica de dificultades de lo que ya ha sido: México es un país nacido y arraigado en el conservadurismo (y el conservadurismo es bastión más fuerte de la derecha) en el que sus clases pudientes han perpetuado costumbres y privilegios de –ahora que se espera con bombo y platillo, y listoncillos tricolores, el Bicentenario- tiempos añejos; tan añejos como los previos a esto que se festejará en el mes de septiembre de este año. Clases poderosas que insisten en convencer y convencerse de que lo “moderno”, lo culto, lo “bueno”, lo nuevo, debemos de mamarlo de la potencia extranjera más boyante de cada época (primero España, luego Francia e Inglaterra y, hoy, Estados Unidos). Peor aún: hay que entregarles nuestras riquezas a condición (¿?) de que permitan a los mexicanos ser sus administradores o, mejor para no correr riesgos, recibir de aquéllos rentas por los terrenos donde instalen sus industrias y comercios (y bancos, of couse!); sí, renta por la tierra, como señores feudales, que así es la forma ideal de identificarse como “empresarios”. Moderno, para estas clases, es perder la identidad nacional y asumir modos de vida, costumbres, “cultura”, modas, y estupidez (leyó usted bien, sic, sic y re sic) allende las fronteras; actitudes, las anteriores, típicas del criollaje de la Colonia; las que, luego, tuvieron el cinismo de achacarlas a la por ellos despreciada “indiada” llamándole Malinchismo. Típica actitud, también del criollaje, la doble cara de la misericordia: dar migajas al vulgo y darse para sí el hartazgo en el consumo, para limpiar así el camino lleno de abrojos hacia la Gloria.

Al revés es la cita de López Obrador que tomé como epígrafe, puesto que sólo por momentos históricos la perenne lucha de clases -que inició en el coloniaje entre criollos y mestizos (tanto en ámbitos seglares como en eclesiásticos, militares y ¡¡económicos!) y merced al andamiaje filosófico revolucionario del criollaje ilustrado- ha sido posible que la reacción, la derecha –al revés de la cita de AMLO-, haya sido derrotada “…sólo transitoriamente”. Un recuento: la lucha independentista encabezada por el bajo clero y la ilustración a favor de los desposeídos (prontamente abortada). El periodo que va de la Revolución de Ayutla a la muerte de Juárez (no sin “estiras y aflojas” y una invasión extranjera auspiciada por el conservadurismo, la derecha. La Revolución Mexicana, desde sus inicios –salvo el espacio huertista- hasta el término del mandato de Lázaro Cárdenas. Después, un largo periodo de “lucha institucionalizada” con penosos, lastimeros, duros, dolorosos y sangrientos despertares y adormecimientos que culminaron con la llegada al poder de Carlos Salinas de Gortari (abjuro del maoísmo), en que se comenzó a echar por la borda los logros históricos anteriores para devolver el poder político y económico a los Señores del Pasado: “…la derecha” aludida por López Obrador en la cita.

En lo cotidiano: ¿qué tan conservadora y reaccionaria sería la sociedad mexicana (su soporte, la derecha) que –parecería banalidad, pero no lo es- cuando por los primeros años de la década de los sesentas un grupo de rock -el pionero, Los Locos del Ritmo- cantaba “…yo no soy un rebelde sin causa ni tampoco un desenfrenado, yo lo único que quiero es bailar rocanrol y que me dejen ‘vacilar’ sin ton ni son…” se les vio –a pesar de su intrascendencia (sólo deseaban “vacilar”)-, al igual que a todos los muchachos, como una amenaza para las buenas conciencias? Estigmatizó: “¡rebeldes sin causa!”; años después: “¡hippies!”. Odio hacia lo nuevo, a lo joven, así fuera innocuo. Tanto, que unos años después la juventud de esa misma generación y sus hermanos menores fuera aplastada en Tlatelolco. Masacrada al grito de “¡Estudiante a estudiar!”: para que te titules, trabajes y te conviertas en un buen padre de familia y buen católico. Y, ¡jovencita: a ser casta y devota mientras encuentras marido que te mantenga y le des hijos! “¡Viva Cristo Rey!, ¡Mueran los comunistas!”, (claro está, en el 68 hubo también otros motivos, de índole económica, que serán analizados aquí). Así ha sido, y es la derecha (véase, hoy, el escándalo ante la determinación de legalizar los matrimonios entre homosexuales; escándalo que tiene que ver más con actitudes y comportamientos homofóbicos y discriminatorios de sus detractores que preservar el espíritu de las leyes y el de la institución matrimonial, la cual –dicho sea de paso- hace mucho que se encuentra en crisis).

Por último: espero que este escrito contribuya a despertar el interés de los lectores en clarificar nuestra historia desde el punto de vista de la multiplicidad de circunstancias y de los orígenes (lo concreto). Trataremos de contribuir a ello –y de ahí el título del escrito- enfrentando el pasado con el presente, lo que el lector podrá apreciar a lo largo del escrito





El autor.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte I.- ¿Dónde Empezar?)


Las experiencias guerrilleras, desde tiempos pre independentistas hasta la luenga Guerra de Castas, parecieron demostrar -a quienes en un pasado más o menos reciente (los años 70’s en que se planteó derrocar de “golpe y porrazo” al Estado) no encontraron otro camino que la lucha armada para transformar la sociedad mexicana- que habría que llevar a la práctica una guerra a largo, larguísimo plazo, casi permanente, de baja intensidad.

Remoto antecedente: la Guerra de Independencia, a partir de la derrota y muerte de los primeros insurgentes, Vicente Guerrero llevó a cabo ese tipo de táctica y la sostuvo hasta que nuevas condiciones de carácter coyuntural internas y externas cambiaron la realidad nacional. Esa práctica resultó acertada desde una perspectiva histórica (tema aparte fue que Guerrero haya entregado todo el poder a Iturbide, en aras de la consecución de la independencia, con las consecuencias sabidas: la entronización del criollaje en detrimento de los mestizos, otras castas e indígenas, lo que propició la instauración de un sistema político en pugna -que perdura hasta nuestros días- con levantamientos, revoluciones y contrarrevoluciones).

Vicente Guerrero, subrayo, no habría tenido ninguna posibilidad de sostener su movimiento y de fortalecerse de no haberse modificado la correlación de fuerzas tanto en la América colonizada como en la metrópoli ibérica y el resto de Europa.

Esas experiencias guerrilleras dejaron asentada una cuestión táctica que no termina de asimilarse:
La agitación política legalizada –e, incluso, la ilegal-, que actúa en las zonas urbanas donde se asientan los poderes económicos, políticos, jurídicos, militares e ideológicos del Estado, debe complementarse, en algún punto, con el movimiento guerrillero. Ello no garantiza –per se- el éxito de la insurrección; pero el no hacerlo sí determina su fracaso [N.B.: bajo tal consideración, no termina de explicase el desprecio observado en la sexta declaración marquiana –quiero creer que no todo el zapatismo- por la movilización social encarnada en la candidatura de AMLO, y mucho menos oponerla a “La Otra Campaña”].

La guerrilla rural tiene su origen no en la injusticia, sino en la utilización de la “justicia”, en contubernio con los poderes fácticos de los caciques, para despojar a la población de los únicos medios con que cuenta para reproducir la existencia propia y de las familias: la tierra y el agua.

[NB: el cacicazgo era una institución que ya se practicaba en Mesoamérica antes de la llegada de los españoles. Quizá su paralelo en Europa fuera el señor feudal; sólo que la versión indígena tenía una connotación más patriarcal que de dueño de los destinos de sus vasallos. Los conquistadores le dieron el cariz europeo y cuando la Corona tomó el control de la Colonia los cacicazgos tomaron dos vertientes: una criolla (que cuenta con la bendición de la alta jerarquía eclesiástica), que dio origen a los grandes hacendados, y otra mestiza: un híbrido entre las dos concepciones originales (bastión del bajo clero) que en un tiempo se convirtió en resistencia contra el dominio criollo y en otro contra los conservadores y el invasor francés (el padre de Vicente Guerrero y Juan Álvarez son ejemplos de este arquetipo). Al arribo del porfiriato, ambas se confunden y sólo difieren en niveles de poder; pero ambas se convierten –al amparo de la Ley- en explotadoras del indígena. La Revolución se encarga de derrocar –tan sólo momentánea o selectivamente- a las de origen criollo; pero, irónicamente, atrae a la otra para sumarla a su sistema corporativista en el sector “campesino” a la vez que fomenta la formación de ejidos, con lo que propicia una nueva lucha de clases en el campo mexicano].

En el sureste, la dominación fue incruenta merced a la violenta Guerra de Castas, misma que, prácticamente, subsistió hasta el periodo cardenista y al salvaje sistema de explotación que se practicaba en las haciendas henequeneras del porfiriato y servía para “ablandar” las rebeliones indígenas en todo el país mediante las deportaciones regionales. En Chihuahua los raramuri huyeron a las montañas para evitar la violencia y la explotación del enemigo más cercano: el ladino. En Sonora los Yaqui fueron siempre un grupo hostil al blanco y al mestizo hasta que el obregonismo los asimiló como huestes en la Revolución. Y esa abusiva política encaminada hacia el exterminio y aplicación de las leyes que ha sido practicada en contra de las comunidades indígenas desde tiempos de la Colonia es la que motiva los movimientos guerrilleros del siglo pasado. Ejemplo de esto, aunque con distintos matices e historias, se presentan en Morelos, Guerrero y Oaxaca (curiosamente, estados donde se asentaron las posesiones otorgadas a Hernán Cortés por la Corona Española). Presente y pasado se confunden.

Los brotes guerrilleros paradigmáticos por excelencia se dieron en las montañas de Guerrero en los años 70; no es casual que se hayan dado en sitios donde la miseria, la explotación y el despojo hacia los indígenas han permanecido constantes y sin visos de cambiar desde hace siglos.

El caso de Chiapas es particularmente especial y se complicó recientemente (poco menos de 50 años). Ciertas etnias, por diversas causas, abandonaron o fueron echados de sus tierras de origen y fueron a instalarse a las cañadas. Diversos decretos presidenciales contradictorios –uno a favor de ellos, otro a favor de los lacandones, otro que daba el status de reserva a esas tierras-, los largos periodos de espera para el otorgamiento de tierras y, finalmente, la reforma al Artículo 27, hicieron que los finqueros, ganaderos y madereros sacaran el mejor provecho y despojaran a las diversas etnias contando con la complicidad de caciques y autoridades locales y federales (¿acaso no son una y otra cosa a la vez?). Ello devino, en forma soterrada y paulatina en el alzamiento zapatista.

La guerrilla urbana más reciente se origina como respuesta a la cerrazón del Estado para permitir la disidencia política legal; condición que privó a todo lo ancho y largo de Latinoamérica como consecuencia de la política del “big stick” y el macartismo, ejes de la política exterior de carácter económico e ideológico en tiempos de la Guerra Fría, que creía ver por doquier la “amenaza comunista”. Y, macabra ironía, el Estado mexicano permitía la existencia de instancias que preparaban ideológicamente a sus opositores: en la UNAM (Economía, Ciencias Políticas y Filosofía y Letras) se propiciaba la enseñanza del pensamiento socialista y comunista; se permitía la libre edición y difusión de textos escritos por los grandes teóricos del marxismo. Macabra ironía, porque el partido Comunista estaba, de hecho, proscrito y la mínima disidencia era reprimida con toda la fuerza del Estado.

Macabra ironía de granjero: el Estado (¿para vacunarse contra la enfermedad que constituía una epidemia en toda América Latina: las dictaduras militares impuestas por Washington?) propiciaba –o al menos no prohibía- la culturización política de sus futuras víctimas, como si tuviera que entregar a la CIA una cuota de movimientos “subversivos” desarticulados y de enemigos del “Mundo Libre”. Macabra ironía: indirectamente preparaba “cuadros” para futuras persecuciones, encarcelamientos, torturas, desaparecidos y muertos. Criaba “pollos” para sacrificarlos. Ante ese panorama, no quedaba más camino que la acción propagandística clandestina, participar en manifestaciones masivas bajo propia cuenta y riesgo pues de hecho estaban prohibidas, o –necesariamente- la lucha armada.

Así, mientras que la guerrilla rural se dio por razones que atañen a la subsistencia misma, la urbana se alimentó a instancias de carácter ideológico. La primera por razones que tienen que ver con el ser; la segunda, con el pensar, con la conciencia. En esencia: la primera, contra la real “justicia”; la segunda, contra las injusticias.

Distintas, también, desde un punto de vista étnico: la rural, con profundas raíces indígenas; la urbana llevada a cabo por los hijos del mestizaje (la clase media ilustrada y el proletariado con acceso a la educación superior).

Ya a mediados de los años 70, cuando ambos tipos de guerrilla, los movimientos sindicales independientes y los estudiantiles habían sido aplastados, el Estado se vio forzado a prevenirse contra toda una generación llena de resentimiento social haciendo ajustes en las leyes electorales que permitieron el registro, como candidato “independiente” a Valentín Campa, luchador comunista desde su juventud. Más tarde, una primera reforma política hizo posible el arribo del Partido Comunista, con registro legal, al sistema político electoral, a lo cual siguieron otros partidos y asociaciones políticas de izquierda y de “izquierda”. A eso siguió la negociación y el convencimiento de que el sectarismo y la protección de membretes partidarios hacían imposible la transformación de la izquierda, en su conjunto, en un ente capaz de enfrentar a los otros partidos (o al otro: al PRI) para obtener triunfos electorales. Así, gracias a la visión y actuación de Arnoldo Martínez Verdugo y de Heberto Castillo, la izquierda se fue fusionando. Una fractura dentro del PRI buscó aliarse a los partidos anteriores a fin de contar con un registro electoral. Nuevamente Martínez Verdugo –que no Cárdenas- tuvo la visión para hacer posible forjar lo que hoy es el PRD.

A partir de que un junior del sistema político mexicano, que se preciaba de haber sido maoísta, llegó a la Presidencia de la República como resultado del fraude electoral de 1988, una nueva cerrazón del Estado se puso de manifiesto contra el nuevo partido de izquierda: cobro vidas de muchísimos militantes y simpatizantes. Mientras, la reacción y el empresariado que vive a expensas del gobierno se fortalecían y crecían políticamente gracias a la “apertura” salinista. Discretas voces se manifestaban, oscuras, por la reelección; sugerencias no explícitas, chismorreos y rumores tales como los que hicieron posible que “el pueblo” se manifestara “libremente” por la entronización imperial de Iturbide. El asunto quedó ahí, pero no así la soberbia del inventor del esperpento nombrado “liberalismo social”.

Caro le salió. Por primera instancia, su reforma al Artículo 27 constitucional, dio la puntilla para un nuevo brote guerrillero en medio de la euforia (aciaga, por cierto) de la firma del TLC; fueron asesinados sus “delfines” políticos, los que le permitirían instaurarse como el nuevo “Jefe Máximo” (en el mejor sentido callista), con todo y sus “presidentes nopalitos”: Colosio, para sucederlo, y Ruiz Massieu para el 2000; su hermano –otro junior maoísta- fue a parar a la cárcel; y para sucederlo, en un virtual coup d’etat, fraguado dentro del mismo partido, su enemigo: Ernesto Zedillo, un polito también tránsfuga del marxismo.

Estos dos personajes pasarán a la Historia. Sí, el primero por meter a México, peso mosca, a competir contra pesos super completos en el ring de la globalidad; además, por echar abajo uno de los pilares construidos por la Revolución Mexicana, el que más sangre cobró: el Artículo 27 de la Constitución. El otro, por haber hecho infinitamente millonarios a los banqueros a costa del pueblo (el FOBAPROA). Ambos por empobrecer a las clases medias y pauperizar a las clases trabajadoras. Hoy, el maoísta, viviendo como gran burgués; el segundo como empleado de los banqueros y bolsistas norteamericanos.

Ante una reconversión del sistema político mexicano facilitada por las nuevas generaciones de tecnócratas made in BANXICO y universidades de elite (ITAM et al en el extranjero) –ligados, por cierto, a los grandes intereses financieros y petroleros globales- y por el arribo al poder federal del partido de la reacción por antonomasia, las guerrillas rurales cobran nueva vida para formar posiciones en una modestísima guerra de bajísima intensidad. Después de todo: ¿qué son 20, 50, 100 años para gente que ha sufrido la aplicación del “Estado de Derecho” desde hace 500 años? Nada.

Por cuestiones que atañen a la táctica no debieran, en lo futuro, contraponerse bajo ninguna circunstancia este tipo de lucha con la otra, la que se lleva a cabo desde las condiciones impuestas desde el Estado. Me refiero a la que se está llevando a efecto en el frente popular (la llamada Convención Democrática), la que subsista del PRD, así como la de los diversos movimientos sociales y populares. Después de todo, la realidad, en algún momento, creo, las obligaría a confluir si la cerrazón del gobierno calderonista persiste (como todo apunta) en su falta de visión de lo que significa instaurar un Estado policial y militar al servicio de los grandes capitales (incluidos los de la alta jerarquía eclesiástica) y en contra de los intereses populares y las movilizaciones motivadas por el descontento (Oaxaca, Guerrero, Chiapas y el D. F. y otras partes de la República que han sufrido las consecuencias de la errática lucha gubernamental contra la delincuencia organizada). Esta forma de “control” que practica el calderonismo se nombra Fascismo. Y no es un eufemismo: recordemos que el sinarquismo fue uno de los entes que forjaron el PAN y que este partido alberga al Yunque.
Para algo debe servir el estudio de la Historia. La Colonia se montó sobre tres instancias de poder: el eclesiástico, el militar y el jurídico (eran las profesiones de españoles y los criollos). El juarismo se encargó de socavar el eclesiástico; la Revolución Mexicana (y específicamente el gobierno de Lázaro Cárdenas) se encargó de hacer lo propio con el militar (sin embargo, gracias a Fox y a Calderón, respectivamente, ambos poderes se están recomponiendo). Pero el corrompido poder judicial, que se ha encargado de inclinar la balanza de la Ley del lado del poder económico, permanece incólume. Un poder que imparte “justicia” al mejor postor (las cárceles están llenas de gente sin recursos económicos, no de culpables), que propicia la impunidad y que –en otro cariz- tuvo la desfachatez –en el 2006- de avalar un proceso electoral lleno de irregularidades, gestadas en la mismísima Presidencia de la República (en contubernio con los empresarios parásitos del Estado, el PAN y SNTE) a pesar de reconocerlas y así declararlo públicamente.

No es, pues, un galimatías llamar a Calderón y al PAN “reaccionarios”. Por mucho que presuman de ser modernos, están situando a esas tres instancias de poder en el podio en el que se encontraban en un pasado tan lejano como la Colonia.

¿Modernos? Sí, modernos “cangrejos” (como se verá más adelante, al ahondar en el recorrido histórico) que al igual que sus inspiradores sienten una gran fascinación por servir a los imperios de cada época (primero España, luego Francia y hoy, los EU’s); por inclinarse ante los intereses comerciales, industriales y financieros de éstos; por imitar sus banales modos de vida. Y aceptan espejitos como pago a la entrega de oro (negro).
Modernos “cangrejos” que, al igual que sus mentores de antaño, cuentan con su corte de lucasalamanes que les aplauden sus errores históricos y se los canturrean como aciertos; con su distorsionada concepción de la “paz social” impuesta a palos; con su convenenciera idea de Dios, un dios que les solapa y perdona todos sus pecados y los convierte en virtudes; con su caridad cristiana y sus patronatos para ganar indulgencias (y evadir impuestos); con su aplicación del “derecho” en contra del peladaje y a favor de la gente decente, como se consideran a sí; con toda su heredad criolla o ladina; con sus embusteras complicidades con los “moderados”; con todos sus turbios negocios; con toda su incultura; con sus ranchos, ante la imposibilidad de tener haciendas; con todos sus sofismas y entelequias. Ahí están, pintados en el cuadro de la Historia de México y fotografiados en la realidad mediática actual.

Modernos “cangrejos”, que ni siquiera alcanzan a ser conservadores: son retrógradas.

Para las posiciones que se les oponen: la Historia registra la claridad de pensamiento de la generación perteneciente al periodo de la Reforma, quienes supieron dejar los intereses sectarios a un lado –al menos mientras Juárez vivió- para vencer al enemigo. El episodio en que Comonfort (liberal “moderado”) se pasó del lado de los conservadores proporcionó la lección para entender que éstos eran los oponentes y que las diferencias entre los liberales (“puros” y “moderados”) debían dejarse de lado. Sólo así pudieron salir vencedores en la Guerra de Tres Años y con la fortaleza para derrocar al Imperio y restaurar la República.

Serviría ello de modelo en nuestros días a todas las fuerzas progresistas populares, sociales y políticas (armadas o dentro de la “legalidad”) partidarias de la revolución, entendida ésta como el derrocamiento de lo caduco: de lo que impide el desarrollo y que pretende, absurdamente, detener el devenir.

La realidad obligaría a ello. Y sin embargo…



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(Parte II.- La Vieja Europa y la Fe)




De la misma forma –desde la perspectiva del tiempo- que el presente no se explica por sí mismo sino como parte de un proceso histórico que encuentra sus raíces en el pasado, los sucesos en un sitio determinado, en el caso: México, tampoco se entienden desprendidos del contexto espacial global.

¿Qué hace posible que los conquistadores españoles se conviertan en dueños absolutos y adquieran un poder omnímodo en las tierras americanas? ¿Qué hace que Cortés, sus capitanes y unos cuantos príncipes y caciques indianos aliados (recordemos que, según se cuenta, mientras Cortés le arrebata el arma sagrada a Huitzilopochtli, Ixtlilxóchitl le cercena la cabeza y ambos lo derriban de la cúspide del Templo Mayor) se apoderen de posesiones, vidas y destinos de miles y miles de conquistados sin más justificación –pretexto harto impío- que la propagación de la fe católica?
La respuesta, por un lado, está en las condiciones que privaban en la vieja Europa.

Por la vertiente ideológica, la influencia de Erasmo de Rótterdam (amigo de Tomás Moro) sobre Martín Lutero provocó que éste entrara en conflicto con el Papa León X por una controversia relacionada con la venta de indulgencias y otras propias del culto. El Papa excomulgó a Lutero, lo que produjo el cisma religioso. Pero no debemos olvidar que la Iglesia era –es- también un poder terrenal (los Médicis, familia de políticos, banqueros y mecenas, engendró a tres papas y varios cardenales; los Borgia, dos y hasta un santo). Así que un asunto de fe se convirtió en político, económico y social entre y dentro de los nacientes Estados europeos.

Siendo España un bastión del catolicismo, no podía estar fuera de esos conflictos y disputas de intereses.

Carlos V (I, de España; hijo de Felipe el Hermoso y Juana la Loca, a su vez hija de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón: los Reyes Católicos), gobernaba la península cuando la conquista. Además del conflicto religioso -que provocó guerras por toda Europa- tuvo que enfrentar otros más: conflictos en Aragón (las germanias, 1519- 1523), conflictos en Castilla (las comunidades, 1520- 1521), guerra con Navarra (1521); cuatro guerras contra Francia (la primera 1521-26; la segunda 1526-29; la 3°, 1535-38; y la 4°, 1542-44. Además, las invasiones turcas de Solimán el Magnífico.

Sí, el rey se encuentra muy ocupado. Eso hace que los conquistadores, al amparo de la fe, hagan su voluntad sin quien les pueda pedir cuentas, sin vigilancia. Se enriquecen de la manera más vil y abusiva. El único freno, más en el terreno moral que material, lo constituyen un puñado de los primeros misioneros quienes consideraban a los indios como gentiles en contraposición a los conquistadores (tal controversia se extendió hasta bien entrada la Colonia y nunca se resolvió).

Así, los Cortés, los Ávila, los Ordaz, los Alvarado, plebeyos en su tierra de origen se ven en la posibilidad de adquirir posesiones y linajes a la usanza de Europa. Contemplan la expectativa de convertirse en cabeza de dinastía –o Casa- como los Valois, los Habsburgo, los Borbón, etc., que dominan en el Viejo Continente; con la ventaja de que acá no existen nobles feudales que les disputen el poder.

Cuando la Corona empieza a tomar conciencia de lo que América representa desde el punto de vista económico, toma el control político de la colonia novohispana. Y quien primero lo hace es –por, de alguna manera, similares motivos a los de los conquistadores- el alto clero: mientras que en Europa se suceden las guerras entre católicos y protestantes (hugonotes) acá la iglesia única es la católica; la tarea específica es catequizar y bautizar a los indígenas, puesto que todos los signos de las religiones autóctonas han sido destruidos por la fuerza. Después, o al parejo, inicia la Conquista Espiritual.

Tal que llega a la Nueva España la jerarquía eclesiástica más anacrónica. Si el protestantismo forzó en Europa ciertos cambios que propiciaran la permanencia de fieles al catolicismo, acá no había motivos para renovarse: acá no hay Lutero. ¿Para qué cambiar?

Obispos y virreyes (que en ocasiones son una y otra cosa a la vez) se dan a la tarea de recuperar para la Corona el control político y económico. Desde luego, no sin el descontento –e, inclusive, insurrección- de los conquistadores y su descendencia. La Corona se impone: los hermanos Ávila son ejecutados en la Plaza Mayor; los otros se someten y cambio son respetadas sus vidas, títulos y posesiones.

En Europa, en los años siguientes, el rey de Navarra Enrique III (hugonote), por la Ley Sálica se convierte en Rey de Francia (con el nombre de Enrique IV) cuya religión de Estado es la católica. De alguna manera, ello propicia en el mediano y largo plazo (no en lo inmediato: el día que se casó con Margarita, hija de Enrique II de Francia, se verificó una memorable masacre contra los protestantes y él tuvo que abjurar de su fe) cierta tolerancia religiosa, aunque bastante endeble. Sin embargo, la clerecía de la Nueva España no tiene que asumir ninguna avenencia: se vuelve aún más intransigente y poderosa que la de la metrópoli. Tanto, que prácticamente domina todos los aspectos de la vida secular (el político, el social -en sentido amplio- y el de lo cotidiano costumbrista) durante toda la Colonia.

Ya el lector podrá intuir el porqué en la actualidad el 80% de la población en México es católica.

Y, por otra parte, servirá para el descifrar los intereses que se enfrentaron al momento de la Independencia y las razones que movieron a la generación de la Reforma para llevarla a cabo.

Será en las próximas páginas.



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(PARTE III.- Herencia es Destino)



A fines de enero de 1979 vino a México Juan Pablo II. Fue recibido en calidad de visitante distinguido, puesto que no existían relaciones diplomáticas con el Vaticano, por José López Portillo. Se cuidó de guardar la prudente, y coherente, distancia entre un Estado laico con el máximo representante de una institución religiosa cuya fe es practicada por la inmensa mayoría de los pobladores del nuestro país.

De ahí en delante, ya restablecidas las relaciones diplomáticas gracias al presidente ex maoísta: Carlos Salinas de Gortari, las visitas se sucedieron hasta completar cinco en el 2002.

Karol Wojtyla fue un hombre muy culto; no ignoraba que en México la separación Estado – Iglesia cobró una cuota de sangre altísima desde la Reforma y que ésta respondió a la fuerte influencia del clero en asuntos políticos y económicos desde la Colonia. Tampoco ignoraba que hubo una guerra: la Cristera. De hecho, bajo su mandato se canonizó a un obispo ligado a ese movimiento.

[N.B.: No se debe olvidar que, como muestra de esa posición de privilegio, a la consumación de la Independencia quedó establecido que la religión de Estado –para protegerse de lo que sucedió en los viejos Estados europeos con la reforma luterana- sería la católica, lo cual quedó simbolizado en el color blanco de la enseña nacional].

De manera que, para desdoro de los entusiastas partidarios de la idea de que aquel papa se sentía tan mexicano como polaco, el hecho de que México haya sido un país tan visitado por él –desde la perspectiva de quien esto escribe- obedeció más a razones políticas papales que de propagación de la fe católica.

Es claro que su trabajo fructificó: en una nación donde la separación Iglesia – Estado está consignada en las leyes fundamentales del país, los dos últimos mandatarios, de extracción panista, de ideario político conservador, no muestran ningún recato para manifestarse abiertamente católicos e inclinarse ante sendos papas. Por otra parte, los cardenales y obispos mexicanos no muestran ni un asomo de decoro al externar opiniones sobre asuntos políticos. La Teología de la Liberación –la del compromiso con los desposeídos- es hoy despreciada, con lo que se patentiza la permanente división en el seno mismo de la Iglesia: las altas jerarquías contra el clero secular que convive con los olvidados de la tierra; las divergencias entre los abad y queipo (quien excomulgó al Padre de la Patria) contra los hidalgo continúan mostrándose hoy en día.
Las herencias materiales e ideológicas (que responden a sucesos de índole material, desde luego) pesan más que la erudición, lo que se debe tener presente en el análisis histórico. El ser humano, desde el punto de vista ideológico, no puede plantearse nada diferente a lo que su condición de clase y tradiciones le permiten salvo en casos excepcionales. Así se explica, tomando el caso de los arriba mencionados, que el ilustradísimo Manuel Abad y Queipo quien conocía como pocos la realidad e injusticia que pesaba sobre la población mayoritaria de la Nueva España, e incluso la condenaba, haya excomulgado a Hidalgo para entregarlo a los lobos. Consecuentemente, así se explica que Carlos Salinas –que junto con su hermano Raúl auspició la formación de brigadas para preparar grupos que hicieran frente a caciques-, educado en el marxismo y con ligas familiares con Elí de Gortari, teórico marxista, haya sido capaz de derruir uno de los bastiones de la Revolución Mexicana: el Artículo 27 constitucional y de debilitar otro principio emanado de la Reforma: el laicismo representado por la separación Estado – Iglesia, al reestablecer relaciones diplomáticas con el Vaticano. Así, también, podrá explicarse que López Portillo, un hombre culto y de convicciones progresistas (a la luz de lo que hoy es la Banca en México, propiedad de extranjeros, y del FOBAPROA, sería necio negar que la nacionalización de la Banca fue una medida acertada) haya mostrado disimulo ante un régimen de corrupción: su ascendencia, también de vasta cultura, estuvo afincada en el porfiriato.
Herencia es destino. Hasta que se rompen esquemas, lo cual, desde la individualidad, no es frecuente ni generalizado porque hay resistencias fincadas en ellos mismos: forman parte de su ser y su pensar.
Pero si en los individuos herencia es destino, en el conglomerado social el destino perdura sólo hasta que la terca realidad da cuenta, aun con resistencia, de las herencias: la eterna lucha entre lo anacrónico y lo nuevo se resuelve siempre a favor de éste último. Es la revolución.

[NB: Notará el lector la “facilidad” con que este autor pasa de hechos actuales a un pasado remoto y de un lejano sitio geográfico a otro cercano. Y viceversa. Ello no responde a una suerte de ligereza o desorden narrativo sino a la consciente intencionalidad de mostrar la dialéctica de lo concreto: “Lo concreto es concreto porque es la suma de determinaciones”, dice Marx. Mas lo concreto se encuentra inmerso en la suma de determinaciones que se mueven tras las categorías de tiempo y espacio. Así que esa aparente anarquía relatora y analítica es, más bien, orden metodológico: confrontar el ayer con el presente, en sus similitudes y diferencias, para encontrar la etiología del hoy histórico; situar lo particular en su universalidad. Y al revés].

La perpetuidad de herencias y destinos está cimentada sobre uno de los dos grandes polos en que se encuentra contenido todo el pensamiento filosófico: el Idealismo, bajo diversos nombres, formas y apariencias; pero, en esencia, parten del mismo origen: la preeminencia de lo supramundano sobre el mundo tangible. Para estas escuelas filosóficas el mundo real es tan sólo un reflejo imperfecto de un inmenso conjunto de Ideas (así, con mayúscula, para diferenciarlas de las que salen de la cabeza del Hombre) eternas y, por tanto, inamovibles que son el modelo del que se desprende el ámbito de las cosas materiales. La Idea suprema, desde luego y por antonomasia, es Dios (todos y cada uno de los dioses de cada cultura, puesto que, como escuela filosófica, el Idealismo formal y propiamente dicho, es posterior al Dios del catolicismo). De ahí que el mundo real, para esa forma de pensamiento, no sea susceptible de cambiar más que en estrechos márgenes (en forma, pero no en contenido; en apariencia, pero no en esencia) pues no puede aspirar a equipararse con la Idea, con el modelo (de otra suerte perdería su calidad de Idea). Ello constituye el asidero del clero, el poder absolutista y el conservadurismo para mantener el poder; y ello los hermana en la lucha contra quienes desean los cambios. “Orden” y “el imperio de la Ley”, para ellos, es que el mundo permanezca estático, sin cambio; porque así debe ser. No convenir en ello es apostasía, rebelión y delito. (Por ejemplo: el “orden” calderonista impuesto contra la APPO en Oaxaca).

Lo anterior no implica que quienes detentan el poder político en la actualidad posean un conocimiento filosófico, idealista, amplio; quizá, algunos, no sepan ni qué es Filosofía. Insisto: son formas de pensamiento derivadas de sus orígenes de clase, las que han recibido como herencia cultural de la que ni siquiera son conscientes. Un ejemplo, siempre a mano, es la forma en que se adquieren las costumbres y creencias religiosas (cualquiera): se aprenden (y se aprehenden) al parejo del lenguaje y aún antes de las primeras letras; aun antes de que se asuma cierta forma de discernimiento crítico (si es que alguna vez en la vida ello ocurre). Es por ello que se practican, por lo general, hasta la muerte. Lo mismo sucede con las demás instancias de carácter ideológico. Lo único que poseemos para desprendernos de ellas es someterlas a una crítica despiadada para descubrir la verdad, lo que es el fin último del conocimiento científico. Y con ello llegamos a otro punto toral de la Filosofía: ¿es asequible al ser humano el conocimiento de la verdad? Comúnmente se dice que cada quien tiene su verdad; no, la verdad es sólo una, pero está sujeta a ciertos límites de Tiempo y Espacio: la mente humana no puede plantearse más allá de lo que los conocimientos previos le permiten. No puede plantearse más de lo que puede. Volveremos más tarde sobre el particular.

Pero, retornando al párrafo que precede al anterior, la Historia nos muestra que la “inmovilidad”… ¡se mueve! (discúlpeseme el aparente contrasentido). El creer, nada puede contra el saber.

El otro gran campo de la Filosofía, también con diferentes escuelas, nombres y matices, es el Materialismo. La concepción central, en oposición al Idealismo, es la preeminencia del mundo material, el tangible, el terrenal, el temporal, sobre el de las ideas (aquí con minúscula, ya que la Idea, con mayúscula, adquiere sentido sólo como conceptuación, como ente, como categoría filosófica en sentido estricto). Por tanto, si para el Materialismo no hay Ideas eternas, el mundo se puede cambiar. Si no hay Ideas (con mayúscula), no hay Dios. O sí, pero en vez de ser creador, resulta ser creado por el cerebro humano.

[NB: Desde luego que han existido un sinnúmero de escuelas que oscilan entre ambos campos antagónicos, o enfoques desprendidos de uno y otro; sin embargo, aquéllas son las más significativas en la historia humana y, por tanto, para nuestro estudio. Sin embargo, en varios puntos tendremos que tocarlos para explicarnos la cercana relación, en diversos episodios históricos, del bajo clero con las causas de los oprimidos en función de una interpretación más apegada al cristianismo original].

Ahora, regresemos a tiempos de la Colonia.

Decíamos que a la Nueva España arribó el clero más anacrónico. Ante la falta de una fuerza opositora, su dominio abarcó todos los resquicios de la vida social, política económica y el ámbito de lo cotidiano. Todo giraba en torno de la religión y la Iglesia.



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(Parte IV.- El Criollo y El Mestizo)


La vida en la Colonia, dijimos, estaba dominada por la religión ya que, desde el descubrimiento, América fue considerada como dominio del Reino de Castilla, bastión del catolicismo en una Europa enfrentada en conflictos religiosos. Por tal en la Nueva España era menester impostergable la propagación de la fe entre los naturales, lo cual se encontró con ciertas dificultades tanto del lado indígena como del español.

Como dueños originales de esas tierras, los indígenas no podían ser considerados como invasores “infieles”, tal como se hacía con los moros. Si habían nacido libres, tampoco podían ser considerados siervos. Estaba justificado que un imperio católico acabara con los enemigos de la cristiandad y con los “herejes”, lo que –en sentido estricto- no era el caso: los mexicas no trataban de imponer su religión a los hispanos. Y aun: algunos misioneros afirmaban que si los nativos eran sujetos de recibir los sacramentos, también podrían otorgarlos (el alto clero se opuso a que los indígenas pudieran alcanzar un status que consideraba exclusivo de españoles y criollos). Así que, desde el punto de vista ético, existía la controversia acerca de la validez de, al amparo de la fe, ejercer violencia y abusos sobre los conquistados. Y nunca se definió más que en la práctica.

A lo largo de la Colonia el bajo clero (inicialmente los misioneros) estuvo al lado del indígena para llevar a cabo su catequización, educación y hasta protección física. Cabe señalar que éstos se dieron a la tarea de estudiar costumbres, tradiciones; interpretar códices, escribir el náhuatl y otras lenguas con caracteres alfabéticos; en fin, hacer una gran tarea que de no haber sido ellos quienes la hicieran, poco se conocería de las culturas mesoamericanas. Pero, en última instancia, el peso material de la conquista militar y económica pudo más que la buena voluntad y la misericordia: el dominio fue ejercido mediante la fuerza y brutalidad de los encomenderos, el tributo, la paz de los sepulcros en las minas y el diezmo; en fin, la conquista espiritual -con toda su carga de pecados, culpas, sumisión al hombre blanco y barbado, y miedo al castigo divino- imbuida con sermones y pastorelas e impuesta a filo de espada y latigazos.

La idílica imagen de la unión de dos mundos –el peninsular y el indígena- que ha sido estampada en pinturas y esculturas no se acerca a la verdad ni un ápice. El mestizaje, La Raza de Bronce, no es sino una consecuencia forzada por la necesidad; se sitúa como parte de la instauración de un régimen de dominación salvaje, de clase, a la manera feudal. América representaba para España la perpetuación de formas de vida que en Europa recién empezaban a fracturarse y decaer. Era mantener el poderío único de la Iglesia Católica, de la nobleza feudal y su mesnada, del vasallaje, del derecho de pernada, etc., sobre una inmensa masa de infelices castas de la que los mestizos formaban parte. Otra España que no enfrentaría los problemas que se vivían en la metrópoli. Una Nueva España que, irónicamente, pretendía ignorar los cambios que estaban sucediéndose en Europa. Una Nueva España que pretendía estacionarse eternamente en el pasado europeo. Una moderna España americana que se estancara en anacronismos que favorecieran la conservación de privilegios. Una Nueva Vieja España.

[NB: a lo largo de nuestro estudio, el lector podrá identificar que ese contrasentido se manifiesta en muchos periodos críticos de nuestra historia: pretender que montarse en lo moderno es perpetuar el estado de cosas, que no es sino la materialización de lo dicho arriba en relación al Idealismo. Es la base filosófica del conservadurismo político].
Pero todo régimen sociopolítico lleva en sí el germen de la causa de su destrucción. Y, en este caso, sus propios hijos: los legítimos y los bastardos; los criollos que reclaman toda la herencia, y los mestizos que reclaman su parte. Pero ello es materia que trataremos más adelante. Por lo pronto, veremos quienes son estos españoles considerados de segunda clase en la tierra que los vio nacer.

Antes de tocar el punto, debemos volvemos a hacer hincapié en aclarar que el tratamiento que se le dé aquí al vocablo “criollo”, poco tiene que ver –aunque no se puede soslayar- con asuntos relacionados con características etnológicas y menos aún con raciales. Insisto: más bien lo enfoco desde su perspectiva económica y social: es la descendencia de quienes son los poseedores de la riqueza en tierras americanas, en la Nueva España; de quienes heredan, a medias, la cultura –en el amplio sentido de la palabra- europea. Y escribo “a medias” porque la metrópoli continuó arrogándose el derecho de dominio y control en todos los ámbitos del nuevo mundo colonizado. En sentido formal, pues, criollo es el español americano, el hijo de padre y madre españoles; pero el contenido de lo criollo, del criollaje, es mucho más amplio: adviene del modo de producción dominante. Desde esta perspectiva, tan criollo fue Martín Cortés (hijo legítimo del conquistador Hernán Cortés y Juana Zúñiga, ambos españoles) como Don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (descendiente directo de Hernando -así bautizado- Ixtlilxóchitl -aliado indígena de Hernán Cortés- y del Rey Nezahualcóyotl, ilustre señor de Texcoco). Más aún: el otro Martín Cortés, apodado El Mestizo, no era menos criollo –en el sentido que manejamos- por ser hijo de madre indígena (la Malinche); que el mundo colonial y su propio padre lo hayan condenado al ostracismo –aún en su condición de primogénito- más tiene que ver con actitudes racistas que demostrarían el desprecio de que eran objeto los miembros de las castas –en el caso- aun siendo hijo del más alto capitán conquistador.

[NB: esta situación es casi una característica sine qua non en México, donde algunos reinos indígenas enfrentados a los mexicas (mal llamados aztecas) y aliados a los españoles llevaron a cabo, con los peninsulares, la destrucción de la Gran Tenochtitlán, lo que los hizo conservar y, aun, adquirir privilegios; no sucedió de igual forma en el resto de la América indígena, puesto que en otras partes la población aborigen casi fue exterminada o sojuzgada en su conjunto].

Este breve preámbulo servirá para que, cuando nos refiramos al “criollaje” en relación a hechos del presente, el lector comprenda el sentido de tales menciones. Repetimos: el criollaje resulta del modo de producción dominante -de quienes retienen el poder político y económico- lo que se revela tanto en el pasado como en el hoy a pesar de las diversas transformaciones sociales y económicas que se han sucedido desde entonces hasta nuestros días. El criollaje, bien visto, tiene carácter de clase. Y, para abundar en tal tesis, habría que considerar la otra cara de la moneda: una gran parte de los españoles que acompañaron a los capitanes conquistadores se avecindaron en América para reproducir los mismos esquemas de mísera existencia que llevaban en la península; así que tal condición fue lo único que legaron a su descendencia que resultando criolla o mestiza (aquí, sí, desde el punto de vista étnico) alimentó lo que aquí calificamos –desde nuestra tesis- como mestizaje.

Los hijos de los conquistadores, estos nuevos nobles de facto, sin blasones, sin colores de heráldica, sin casa de alcurnia, nacidos en tierras donde no existía una fe religiosa como la que ellos profesaban, pretendieron fabricárselas a cualquier precio: aún rebelándose a la Corona. El intento independentista fue abortado, como antes mencionamos.

Habría que hurgar en el terreno de lo psicológico para dibujar el sentimiento que ello dejó en el pensamiento del criollo y su repercusión en el ámbito de la conformación ideológica y, en general, cultural de la Nueva España. El derecho a disfrutar de la herencia que el padre gachupín -la Corona- le regateaba y el ser privado de nacer en la Madre Patria deviene en la manifestación social que pudiera enmarcarse dentro del psicoanálisis (¿el llamado “Complejo de Edipo” magnificado?). Tal vez exageremos, pero lo cierto es que el criollo tuvo que reinventarse a sí mismo. Crear, para sí, una cultura propia como mecanismo de defensa ante el dominio de instancias de poder -allende el Océano Atlántico- renuentes a los cambios que en la propia Europa se gestaban. Inventarse una patria, una historia, una identidad, una nación a la que ya por el siglo XVII comenzó a llamársele México, aunque formalmente continuara siendo la Nueva España.

Y empezaron a apropiarse de un glorioso pasado indígena, que no les pertenecía, al cual sumaron la hidalguía de sus antepasados españoles y la cultura europea; tal hibridación tampoco les pertenecía, ya que –en todo caso- este sería patrimonio del mestizaje. Así como sucede en nuestro tiempo, se veneraba al indio histórico, pero se despreciaba al real, al de carne y hueso.

Sin embargo, gracias a esa situación, hubo un rescate de los antiguos códices y cobró auge el estudio de las culturas precolombinas. Así también el hablar náhuatl, igual que el latín, era considerado como signo de amplia cultura. Desde luego que ello estaba reservado para las elites culturales y el bajo clero.

Muy temprano se creó la Real y Pontificia Universidad de México, la primera en funciones en América (aunque segunda por la fecha de la cédula que le daba origen). Más adelante se fundó la Real Academia de las Nobles Artes de San Carlos. Ambas para dar lustre a la nueva nación y sus habitantes (desde luego, los criollos).

Pero, decíamos, la vida en la Colonia estaba dominada por la religión. Siendo así, el criollaje buscó su propia identidad religiosa tratando de canonizar a varios personajes, a lo que la Corona y Roma siempre se opusieron. En el caso del mártir Felipe de Jesús, los hispanos se dieron a la tarea de demostrar que no había nacido en México. Durante algún tiempo, los criollos tuvieron que conformarse con adorar imágenes de la devoción hispana; hasta que surgió el culto a la Virgen de Guadalupe, no sin que la alta jerarquía católica (españoles o criollos) cuestionara inicialmente las supuestas apariciones. Sin embargo para dar lustre al criollaje y como parte de la conquista espiritual, finalmente la Iglesia validó tales apariciones no sin la incomodidad de que el milagro hubiera sido plasmado en la vestimenta de un indio. Tal incomodidad subsistió durante siglos; tanto es así que hoy, que el Vaticano ha elevado a santo a Juan Diego, su imagen corresponde más a caracteres raciales europeos que indígenas. Una pequeña venganza del hombre blanco que salda una añeja deuda pendiente.

La castidad, la beatería y la misericordia cristiana fueron muy apreciadas por la sociedad criolla, aunque en ello hubo bastante mojigatería. Por aquí y allá surgían patronatos para crear instituciones de ayuda a menesterosos, para regeneración de las hijas del pecado, para enfermos, para huérfanos, etc.; limosneros proverbiales que cumplían así su deber cristiano a la vez que labraban el terreno para cuando llegara la hora de entregar cuentas al Creador (¿acaso una suerte de compra simulada de indulgencias?, al fin y al cabo acá no existía ningún lutero que se opusiera a ellas).

Los criollos de hoy también acostumbran crear patronatos, no para salvar sus almas, sino para deducir y aun evadir impuestos.

En cuanto a la castidad, se dieron casos de santos varones que se dejaban morir antes que ser atendidos y tocados por manos femeninas, así fueran monjas en calidad de enfermeras. Se cuenta en crónicas de la época que un obispo tardó meses en presentarse ante un nuevo virrey tan sólo por no ver a la virreina. Sin embargo sabemos que el celibato fue instituido en Europa con el fin de evitar que las riquezas de papas y cardenales pudieran ser heredadas a sus hijos en menoscabo del patrimonio material de la Iglesia Católica (hay que recordar a los Borgia, por ejemplo); este principio se hizo extensivo a toda la clerecía y, según vemos, el trasfondo no tiene nada que ver con la santidad, sino con el interés económico.

En fin, el punto central de este capítulo es bosquejar que el criollo se enfrenta ante un problema ontológico: el ser y no ser europeo. Para él, el gachupín representa al padre abusivo, pichicato, autoritario, controlador que le impide desarrollar su propia identidad; por ello, comienza a adoptar moldes, en última instancia, ajenos; tan ajenos como costumbres afrancesadas y glorias indígenas pasadas.

Para su hermanastro, el mestizo, el gachupín es el padre que no le reconoce, el que violó a su madre tierra y abusó de su madre biológica. Es el hijo abandonado, resentido. El indígena, el dueño original de la tierra, no es nadie; y sólo ocasionalmente, merced a ese falso afán misericordioso tan en boga al que hemos aludido, el gachupín –y luego el criollo- resulta ser algo así como un padrino que, con su misericordia, sólo busca aliviar su conciencia y sentirse cerca de la mano de Dios.

Pero estos dos casos, los dejaremos para el próximo capítulo.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte V.- Iluminismo y Guerra)


Para finales del siglo XVI, la población blanca (españoles y criollos) sumaba el 0.86 % de la población; la mestiza, 0.71 %; el resto, 98.43 %, eran indígenas. Sin embargo, en el primer considerando, ser blanco no significaba ser partícipe de las riquezas de la América (ya hemos dicho que la gran mayoría de los españoles que llegaron con los capitanes que comandaron la conquista sólo vinieron a reproducir los mismos pobres esquemas de vida que acostumbraban en Europa –herreros, carpinteros, etcétera-, lo cual derivó en que su descendencia alimentara el mundo de la diversidad de castas: el mestizaje como característica de clase, repito, no racial).

De otra parte, la estructura de la economía española obligaba a que la forma de apropiación y distribución de la riqueza se moviera en sentido diametralmente opuesto a la composición poblacional ya que las colonias de ultramar eran consideradas por España como organismos complementarios: debían suministrar a la metrópoli bienes de los que esta carecía y, además, se les prohibía adquirir satisfactores de otras partes así como producirlos internamente.

Las anteriores cifras y la consideración del párrafo anterior pondrán de manifiesto la condición dependiente de la economía americana y sus repercusiones en lo interno: la abrupta polarización social; la separación entre “quienes todo lo tienen y los que nada tienen”, como dijera siglos después el ya mencionado Manuel Abad y Queipo. Un puñado de españoles y sus hijos eran dueños absolutos de las vidas y los destinos de más del 99% de la población.

En un modo de producción basado en la agricultura en tierras de temporal (en el altiplano mexicano no hay grandes ríos) y con un mercado tan reducido (sólo los españoles tenían poder de compra) los únicos consumidores de cereales eran los españoles, criollos y mestizos de las pequeñas ciudades, los trabajadores de las minas, las bestias de carga y las de tiro. Los indígenas no entraban en ese mercado, pues su subsistencia dependía de las tierras comunales. De manera que la única forma de hacer crecer la economía era la acumulación de tierras. Así comenzó a proliferar la forma de propiedad de grandes extensiones que permitía la diversificación de cultivos (de tierra fría y de caliente), disponer de terrenos donde obtener leña y carbón, tierras de pastoreo. La ley del blanco se encargó de desplazar a los indígenas a las ciudades (en calidad de servidumbre, pedigüeños, mendigos o bazofia social) o de absorberlos y sujetarlos como peones al apropiarse de sus tierras. De esta forma se forjaron las grandes haciendas; en sí, un paralelo de los feudos europeos: el hacendismo sería un sistema que que se perpetuaría y que sólo vería su desplome hasta después de la primera década del siglo XX.

[NB: hay algunos autores que tratan de hacer de este fenómeno una especie de acumulación originaria del capital en la Nueva España; pero la sociedad novohispana no tenía aún la forma de recibir a los desplazados del campo en calidad de obreros puesto que España, como medida proteccionista, prohibía el desarrollo de las manufacturas en América, lo que de suyo impedía el desarrollo de una economía de mercado, y mano de obra libre, de carácter industrial in situ. Aún más: ni la misma España se encontraba en un estadio precapitalista, pues muchos de los grandes “comerciantes” sevillanos en buena medida eran tan sólo representantes de intereses mercantiles de Inglaterra y Francia, naciones con las que la Nueva España tenía prohibido comerciar. En todo caso, la creación de mercados en América respondía al desarrollo económico de la metrópoli más que al interno. Además, como hemos señalado, la forma de propiedad dominante estaba en función de la tenencia de la tierra; la propiedad incipientemente industrial (textiles y minería) estaba al servicio de la sociedad y la Corona españolas, las que aseguraban su monopolio a través de la Casa de Contratación y controlando todo el comercio mediante un sólo puente: Veracruz - Cádiz].

El mestizo no estaba en el mismo nivel social que los indígenas –cuya población fue mermada en los años siguientes debido a las enfermedades, el hambre y las consecuencias de la explotación salvaje a manos de los encomenderos- en el reparto de la riqueza producida por la economía colonial su participación era mínima; de ahí su histórica divergencia con el español y el criollo cuyo reconocimiento se pone de manifiesto por primera vez en la lucha por la independencia; es aquí la inauguración de una contradicción que –con el segundo- se torna frágilmente reconciliable sólo en algunos episodios y que, sin embargo, perdura hasta nuestros días.

En el México de hoy, “chicanada” es un vocablo de origen popular que define una acción ruin y alevosa para obtener una ventaja. No se requiere de ninguna ardua investigación lingüística para intuir que se trata de una asociación de las voces “chinaco” (nombre que se acostumbraba dar a la plebe desde la Colonia hasta tiempos de la invasión francesa -y de donde deriva “chicano”-) y “marranada” o “charranada”, “cochinada”.

Es proverbial la costumbre del mexicano por burlarse de sí y de circunstancias que le causan agobio o daño; de sus carencias y defectos. Aunque no deje de ser un estereotipo, tal circunstancia llega a constituir una suerte de presunción para quien practica la “chicanada”.

Es de suponer que esa práctica tiene su origen en una situación histórica: la profunda división de clases que imperaba en México durante la Colonia y la avidez del mestizo por obtener ciertos privilegios a los que aspiraba o que, consideraba, debía tener pero que no podía alcanzar sino transando de modo deshonesto (aún hoy se apela al recurso del cínico apotegma: “El que no transa no avanza”). De la misma manera que el criollo no se contentaba con ser un español de segunda, el mestizo no aceptaba su condición de americano, o mexicano, de segunda.
Desde el punto de vista social, la Nueva España estaba forjada por dos mundos: el español y el indígena. Por tanto el mestizaje –de cierta forma- era el resultado indeseable de esos dos mundos. Aquéllas eran las “razas puras” que reconocía una hipócrita legislación (aunque en los hechos no era tal). El mestizo habido en matrimonio podía aspirar al reconocimiento legal y social que se brindaba al criollo; pero el mestizo proveniente de uniones ilegítimas (la inmensa mayoría) se encontraba en el nivel social de los negros traídos de Cuba y Puerto Rico (esto es: del esclavo); no podía aspirar a ejercer cargos públicos, ni a maestro en los gremios, ni como escribano o notario. Era, pues, discriminado brutalmente no obstante llevar sangre de los vencedores en el proceso de conquista. Creció bajo el sino del resentimiento social. Y, como dijera Paul Gauguin: “…siendo la vida lo que es, uno sueña con la venganza”.

Hemos señalado el conflicto de intereses -tanto en lo que atañe al ser como al tener- entre españoles europeos y americanos y el de éstos con los mestizos. Ahora esbozaremos el otro vértice que configura el triángulo de la nacionalidad mexicana: el indígena.

Los aztecas (llamados así porque procedían de Aztlán, que se localizaba en el oriente de lo que hoy es la República Mexicana) llegaron al altiplano después de un largo peregrinar en busca de una suerte de Tierra Prometida en la cual debían establecerse y fundar un gran imperio, tal era el mandato de su dios principal: Huitzilopochtli. Pueblo sumamente religioso, cumplió la orden de llevar a efecto el éxodo masivo; pero al arribar se encontraron con que las tierras estaban ocupadas, lo que les significó guerrear, ser derrotados y convertirse en pueblo tributario de reinos que eran herederos de la gran cultura tolteca, que a su vez descendía de la gran cultura indígena que se levantó en Teotihuacan (tan grande que llegó a contar con 200, 000 habitantes cuando las grandes ciudades europeas sólo contaban con 10, 000). Fueron enviados a territorios inhóspitos, en calidad de pueblo sojuzgado, para que fueran exterminados por las serpientes; sin embargo, sucedió al revés: ellos se alimentaron con los reptiles.

Posteriormente, se aliaron con los enemigos del pueblo que los dominaba y lograron derrotarlos. Como premio, los señores de Azcapotzalco les otorgaron un sitio donde vivir: un islote abandonado en medio del Lago de Texcoco donde, se cuenta, encontraron un águila devorando una serpiente, que era el sitio donde debían establecerse según la profecía de su dios.

La narración tiene visos de fantasía; lo cierto es que en unas cuantas generaciones lograron levantar una gran ciudad (la Gran Tenochtitlan) mientras que de pueblo tributario se convertían en la nación indígena más poderosa, económica y militarmente, del Valle de México. Ganaron terreno al lago construyendo sembradíos flotantes, construyeron acueductos y una gran urbe lacustre: una especie de Venecia americana. Un verdadero imperio que, a la llegada de los españoles, ya ejercía su dominio hasta lo que hoy es Centro América. Un pueblo sumamente religioso que hacía la guerra para satisfacción de sus dioses a quienes alimentaba con la sangre de sus enemigos para posibilitar la salida del Sol día con día. Tiranía cruel que hallaba su justificación en que tanto ellos como los derrotados necesitaban que el astro continuara apareciendo para hacer asequible la vida a todos.

Tanta prosperidad a costa de pueblos sojuzgados y de una profunda división de clases, como corresponde a un gran imperio, les trajo enemistades tanto externas como internas. Ese fue el caldo de cultivo para la conquista. Cortés pudo enterarse de la situación que reinaba y aprovechó la coyuntura: se alió a los acérrimos enemigos de los mexicas (la nación tlaxcalteca) y explotó para su causa la pugna por los derechos de sucesión en el señorío de Texcoco (aliado de los mexicas o tenochcas) entre Cacama (favorito de Moctezuma II) y su hermano Ixtlilxóchitl (ambos emparentados con el emperador mexica), un mancebo de 15 años que fue el aliado más cercano del conquistador y, posteriormente, a su conversión al catolicismo, ahijado de don Hernando, de quien tomó su nombre en el bautismo.

Si, bien, los españoles contaban con caballos y con armas de fuego, desconocidos para los indígenas, la victoria sobre los mexicas –según quien esto escribe- es más atribuible a los pueblos aborígenes subyugados. Los españoles sumaban, apenas, algo más de 600, mientras que los atacantes indígenas, 100,000. La población total de la Gran Tenochtitlán (contando niños, mujeres y ancianos) no sobrepasaba de 80,000. Otros aliados de los conquistadores fueron la viruela, así como el hambre y la sed, puesto que fueron cortados los suministros.

Pues bien, a partir de estas tres vertientes (el criollo, el mestizo y el indígena), con todas sus contradicciones entre sí y dentro de sí, es como se va forjando la mexicanidad, la cual adquiere formalidad al cesar el dominio español. No obstante, tales contradicciones se siguen manifestando en el México de hoy, insisto, no como cuestión etnológica sino en su derivación hacia el mundo de las ideas y hacia el de lo material: en lo político, en lo económico y en lo social. Ya lo iremos viendo.

No nos sumergiremos en el estudio detallado de trescientos años de dominación hispana; hay un sinnúmero de textos de historiógrafos que lo han hecho, y lo continuarán haciendo en lo futuro, con mayor fortuna de lo que este autor pudiera. Finalmente, lo que importa aquí es mostrar la composición de clases y los motivos que hubo para que la brecha entre éstas se ahondara.

Permítaseme, en consecuencia, un salto en tiempo y espacio.

Nada aparece a partir de la nada; los hechos particulares derivan de largos procesos encadenados. Ya para la segunda mitad del largo reinado de Luis XIV, en Francia, los principales ministros fueron siendo nombrados entre personajes alejados de la nobleza; gente sin linaje pero con amplio poder económico derivado de actividades comerciales, financieras e industriales: la incipiente burguesía que empezaba a ocupar posiciones que hasta entonces había sido coto exclusivo de los terratenientes, de los que el clero era parte importante, porque hasta entonces la tierra había sido la principal fuente de riqueza y la agricultura su medio.

En Inglaterra, esta ancestral forma de vida y desarrollo económico comenzó a permitirse nuevas formas: ya no para el cultivo, sino para el pastoreo y la renta. Las pujantes actividades textiles, ya de carácter industrial, requerían destinar una buena cantidad de tierras para el pastoreo de ovejas que brindaran la materia prima –la lana- en perjuicio de la agricultura.

El campo iba cediendo ante el empuje de las ciudades.

En España no. Adelante veremos por qué y consecuencias.

En menos de dos siglos se produjeron cambios definitorios en distintos sentidos. Los poderes civiles fueron poniéndose a la par que los religiosos; la importancia de las ciudades, a la del campo; los avances tecnológicos y científicos, a lo impuesto por las costumbres y tradiciones.

Esas transformaciones en el ámbito de lo material incidieron en el de las ideas. La incipiente burguesía va arrebatando espacios a la nobleza feudal. Cuentan con una nueva Iglesia (la protestante), más acorde con sus intereses modernizadores, lo que no significa sólo una cuestión de fe, sino de índole bien mundana: a lo largo de este escrito hemos hecho hincapié en que la Iglesia Católica era un poder terrenal, tanto en lo político como en lo económico.

Y trayendo a colación lo mencionado en párrafos anteriores (“…hacia el mundo de las ideas y hacia el de lo material…”), es obligado regresar al terreno de lo filosófico. Volver al punto del escrito en el cual describimos el enfrentamiento entre las dos escuelas filosóficas antagónicas –idealismo y materialismo- y contestarnos la cuestión que dejamos pendiente: ¿se puede conocer el mundo? Esos planteamientos readquieren vigencia y dan motivo de debate, además de contribuir a las transformaciones de las sociedades, en el llamado Siglo de las Luces y su manifestación más notoria: la Ilustración.

En oposición al oscurantismo medieval, no podría ser más emblemático el nombre aplicado a este periodo.
La Ilustración proporciona el andamiaje ideológico para que “lo racional” desmorone a la fe. Y adquiere tal fuerza que en el mediano plazo provoca que en Francia una revolución social destroce a la monarquía y guillotine a Luis XVI, segundo sucesor del Rey Sol, quien irónicamente había propiciado el ascenso de las nuevas clases promotoras de avances sociales.

Discúlpeseme nuevamente el contrasentido y la repetición: la inmovilidad… ¡se mueve!

Y también se mueve en América; pero no en la América española, sino en las trece colonias británicas situadas, sobre la franja este del continente, al norte del Nuevo Reino de León, parte del territorio novohispano, mexicano. Estas trece colonias son ya herederas del avance político, económico y social -en sentido capitalista- que prevalecía en Inglaterra, la que –por cierto- también estaba ya alejada de Roma. Estas colonias, además de sus afanes independentistas, los tenía expansionistas.

Pero España, en donde el poder de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana permanecía incólume, se negaba a las transformaciones por considerarlas heréticas y contrarias a los intereses de la Corona. Se aferra al pasado y arrastra con ella a sus colonias americanas; aunque sólo hasta la llegada invasora de los ejércitos de un militar y político francés que confirmó la supremacía de lo mundano sobre lo divino en un acto simbólico (coronarse emperador a sí mismo ante la mirada evasiva del papa): Napoleón Bonaparte.

Ese afán de los españoles por detener la Historia (afán contenido en el Idealismo filosófico, bastión del catolicismo, al que ya hemos hecho referencia, es el que decide –a fin de cuentas y hasta 1821- la promulgación de la Independencia de México a favor de los españoles avecindados en América, los criollos y el clero; para que la nueva nación quedara como último reducto del catolicismo, del poder papal y de los privilegios de los aristócratas terratenientes (nobles de pacotilla) ante la situación que prevalecía en la “atea Europa”.

Contra lo que, aún hoy, se piensa comúnmente (y se manipula desde las instancias de poder de la politiquería chovinista de los gobiernos del PRI y retomada por el PAN, partido político actualmente en el poder federal del gobierno mexicano, que pretende –por cierto- reivindicar a Agustín de Iturbide), no es el afán libertario de los viejos insurgentes -cuya hueste conforman los desheredados del coloniaje: mestizos e indígenas- lo que propicia la Independencia; por el contrario: son los intereses retrógradas e inmovilistas (encabezados por el citado Agustín de Iturbide) quienes la consuman.

Así que México, al nacer como nación independiente, es sumergido en la pila bautismal del pasado y arropado con el manto del conservadurismo.

Hidalgo, Morelos (no obstante haber muerto años antes) y Guerrero vuelven a ser derrotados; la revolución, la suya, hubo sido abortada.

BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte VI.- Triunfo del Pasado)


Recapitulando:

Mientras que, apenas, algo más de veinte años una revolución en Francia había posibilitado la asunción de la clase emergente (la burguesía) como contrapeso y hasta en detrimento del clero y de la nobleza feudal, en México tenía lugar el triunfo de lo anacrónico.

Los españoles residentes en México, los criollos y el clero, (señores del dinero, del comercio y terratenientes) afianzaban su predominio en el acto de independencia otorgando –otorgándose- tres garantías básicas como miembros de una nueva nación:

1.- Unión de todos los mexicanos; con lo que se debe entender, dado la abrupta polarización social, la de españoles europeos y americanos.

2.- Religión Católica como religión de estado, quedando prohibido el ejercicio de cualquier otra; de esta forma el clero se aseguraba su poder político y sus propiedades.

3.- Independencia; lo que les permitiría liberarse del control que España ejercía sobre sus actividades mercantiles, financieras, etc. Les significaba desprenderse de la dependencia económica y abatir el monopolio de la metrópoli.

Y cada garantía quedó simbolizada en los colores de la enseña nacional.

Poco más adelante, cuando un afán chovinista disfrazado de “reclamo popular” encabezado por el criollaje en contra de los borbonistas (en su mayoría españoles avecindados que demandaban que México fuera gobernado por Fernando VII, rey que abdicaba y era reinstaurado una y otra vez en España por esos años) pide a Iturbide asumir el Imperio Mexicano y éste “acepta”, se erige una ridícula corte pletórica de lujos y blasones fabricados para gobernar a un pueblo miserable, harapiento, descalzo, hambriento e ignorante. Entonces, la bandera nacional da cabida a un águila coronada, símbolo de la aristocracia mexicana; y su sitio no puede ser más emblemático: en la franja blanca, que representa a la religión Católica. Nobleza y clero hermanados. Por aquí no hay ni asomo de que transcurra el tiempo, señores.


He aquí el juramento de Agustín I:

“Agustín, por la Divina Providencia, y por nombramiento del Congreso de representantes de la Nación, Emperador de México, juro por Dios y los Santos Evangelios que defenderé y conservaré la religión Católica, Apostólica y Romana, sin permitir otra alguna en el Imperio; que guardaré y haré guardar la constitución que formare dicho congreso, y entre tanto la española en la parte que está vigente y asimismo las leyes, órdenes y decretos...”

El discurso denota el orden de prioridades; tal era el poder de la Iglesia en México al nacer como nación independiente mientras que en otros lares la correlación de fuerzas se desplazaba hacia el dominio de la civilidad y del laicismo.

El pasado levanta sus murallas imperiales contra los pertinaces arietes del presente. La Idea se atrinchera contra la materialidad. A fin de cuentas, y echando mano de términos filosóficos, se intenta detener lo necesario con el endeble argumento de lo contingente.

Y tal el sino que marca la historia –de entonces a la fecha- de la, otrora, Nueva España.

Las inercias de este enfrentamiento retumban en las paredes del México de hoy merced a que la contradicción original de clase entre criollos (monárquicos y poseedores de riquezas) y mestizos (republicanos y sin patrimonio) –con los indígenas como silenciosos espectadores o utilizados por ambos bandos como “carne de cañón”- no ha sido resuelta.

Contradicción de clase marcada por una infame carga de discriminación racial: el hombre blanco versus el moreno –llamado, despectivamente, prieto- y, ambos, que se sitúan en un plano superior a “la indiada”; situación que prevalece hasta nuestros días.

Contradicción –antagónica- que empapa la historia de México desde las postrimerías de la Colonia hasta el presente; literalmente, hasta el día de hoy; y ha ocurrido así porque, en el transcurrir de algo más de dos siglos, sólo se han invertido las polaridades en periodos bien definidos: uno en el siglo XIX, otro en el sigo XX (momentos que habremos de tocar en su oportunidad) y otro que se consolida en el año 2000 con el ascenso al poder del Partido Acción Nacional (PAN) –partido de derecha, conservador y católico- que logra la continuidad en el año 2006 a partir de un proceso electoral plagado de irregularidades (intervención del presidente entonces en funciones –a quien, por cierto, hoy la oposición pide enjuiciar por enriquecimiento ilícito-, del empresariado parasitario y presunción de fraude electoral) para cerrar el camino al candidato de la izquierda, a quien –previamente- se había desaforado como Jefe de Gobierno –símil de alcalde- de la capital de la República mediante la manipulación de un asunto nimio: haber expropiado un terreno para abrir una vía de acceso, una calle, a un hospital. ¡Que nadie se atreva a cuestionar el statu quo!

El gobierno del actual presidente panista elegido por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, dado que las urnas no lo legitimaron, pues el Instituto Federal Electoral y el mismo Tribunal declinaron hacer una revisión exhaustiva –voto por voto- del proceso, saca a los militares de sus cuarteles para otorgarles funciones policiales, trata de criminalizar la disidencia, cubre una nueva cuota de presos políticos e incurre en violaciones a los derechos humanos (bien documentadas por organismos internacionales), a la vez que ignora las recomendaciones de Amnistía Internacional. Un gobierno que pretende vender al mejor postor la industria petrolera (patrimonio nacional merced al cual la economía del país –a partir de la expropiación de manos extranjeras en 1938- tornó al país de agrario a industrial; esto es, arribó al capitalismo como modo de producción dominante; un capitalismo que en pocos años se evidenciaría sui generis: un capitalismo monopolista de Estado, “la preparación más completa antes del socialismo” -Lenin dixit-; pero de ello hablaremos más adelante). Un gobierno que incrementa el gasto corriente federal (la nómina de los barones de la alta burocracia panista) mientras que los salarios de los trabajadores quedan por debajo de los índices de inflación y se encarecen los satisfactores alimentarios básicos.

Por otra parte, hoy el alto clero católico (el que viste de púrpura, y a cuyo representante máximo recientemente se le siguió juicio en Estados Unidos por presunto encubrimiento a un sacerdote pederasta) levanta la voz exigiendo “libertad religiosa efectiva”. ¿Qué significa eso? En México no se persigue a quien profesa esa, ni ninguna otra fe: aproximadamente el 80 % de la población es católica. Lo que pretende la alta jerarquía eclesiástica, sus abogados y prestanombres, es participar en política y que la educación oficial –actualmente, laica y gratuita, gracias a largas y sangrientas luchas desde 1857- contemple la enseñanza y práctica del catecismo.

El criollaje, con toda su avidez de privilegios mundanos y mojigatería seudo cristiana, está de vuelta.

Habrá quien insinúe que hablar de criollos y mestizos no corresponde a la realidad actual. En tal caso, tendríamos que insistir en que origen es devenir. O abusando de las repeticiones: herencia es destino. Alguien podría aducir que en tantos años transcurridos la mezcolanza racial se ha diversificado. En tal supuesto, tendríamos que creer que –como en el cuento de La Cenicienta- los príncipes desposan a las plebeyas; o que los sastrecillos valientes, aunque pobres, se casan y viven eternamente felices con miembros de la realeza; o dar por cierta toda esa cursilería ramplona que se representa en las telenovelas (o teleteatros) en que los señoritos se enamoran perdida y apasionadamente de la servidumbre y forman hogares en donde reina la rubia dicha con ojos azules. Pero todo ello no se apega a lo que ocurre en el mundo de lo concreto, es fantasía. Y, a riesgo de ser reiterativo (lo que, a mi juicio, no sobra), no he estado refiriéndome a razas, sino a clases sociales desde su perspectiva histórica.

Regresemos al punto en el cual nos habíamos quedado antes del enfoque de la contradicción de clase –que consideramos antagónica- en el México de hoy. Consiéntaseme, por tanto, una digresión a propósito de lo necesario y lo contingente.

¿Qué significa contingente? Para algunos filósofos que afirman basarse en Aristóteles, que el ser de las cosas que percibimos mediante la experiencia, aunque existan, bien podrían no existir; no es necesaria su existencia (como se dice comúnmente: “el mundo no se perdería de gran cosa”, juicio que traería implícito un primer error: el mundo también podría ser –y, de hecho, así lo considera esa forma de pensamiento- contingente); no obstante, la innumerable suma de existencias contingentes supondría la de un ser necesario que les diera origen y forma (sentido, finalidad: “telos”); un ser inmarcesible, fuera del tiempo y del espacio –categorías, indiscutiblemente, aristotélicas- despojado de materialidad que aquellos filósofos interpretan como la Idea suprema: Dios. Tal teoría, que en primera instancia se antojaría más cercana a Platón que a Aristóteles, constituye para ellos la prueba irrefutable de la existencia de Dios.

Sin embargo, como dice Marx, no hace falta más que voltearla y ponerla de pie para hallar en ella la semilla de racionalidad. El hecho de que este autor esté aquí, sentado ante la computadora -escribiendo para usted, estimado lector- obedece no a una contingencia sino a una necesidad: nuestra existencia, tanto la suya como la mía, no surge de la nada ni del platoniano topos uranos; es resultado de largos procesos históricos, con origen y forma (“telos”) propios, que se pierden en el tiempo y en el espacio en ambos sentidos –nuestra ascendencia, que de acuerdo con Darwin se extiende hasta lo infrahumano (hasta la animalidad), y nuestra descendencia-; procesos que, por fuerza, también están regidos por la necesidad de lo concreto. Y… “Lo concreto es concreto –volviendo a Marx- porque es la síntesis de muchas determinaciones, es decir, unidad de lo diverso”.

¿Dónde cabe, entonces, lo contingente de la existencia de cada uno de nosotros, de las cosas y, aun, del mundo?, que, como sabemos, también es resultado de procesos, todavía hoy inconmensurables, de desarrollo del universo.

En siguientes párrafos iniciaremos con el periodo post independentista.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte VII.- El México Independiente)


Podríamos resumir el periodo independentista de México (1810-1821) como el resultado del traslado de las contradicciones habidas en España entre los poderes establecidos; de un lado, las reformas borbónicas de Carlos III (ocurridas hacía menos de cincuenta años antes), y del otro, la nobleza y el clero.

Carlos III fue el reformista del Despotismo Ilustrado: redujo los poderes de la nobleza, pero como la burguesía de Cádiz no se había desarrollado (ya habíamos señalado que muchos comerciantes sólo hacían de intermediarios a favor de intereses de la burguesía inglesa, que ya se encontraba en un estadio más alto), no pudo evitar –además murió un año antes de la revolución francesa- que España volviera a sumergirse bajo las olas del pasado. La nobleza y el clero no recibieron con agrado las reformas de aquél y provocaron un motín –“Motín de Esquilache”-; habiéndose achacado su autoría a los jesuitas –muy poderosos económicamente-, razón por la que se les expulsó de España y decomisaron sus propiedades.
Muerto el rey, su heredero Carlos IV (que lo sucedió de 1788 a 1808) dio un nuevo viraje hacia el conservadurismo ante el temor de la posible influencia de la revolución francesa. Disolvió las cortes (congreso) y devolvió algunos privilegios a la nobleza y el clero. Sin embargo, a la llegada invasora de Napoleón Bonaparte, fue obligado a dimitir. Su ministro universal, Manuel Godoy, favorito de militar francés, toma el poder y amortiza los bienes de la iglesia.

Un levantamiento popular apresa a Godoy y devuelve el poder a Carlos, quien abdica a favor de su hijo Fernando. Napoleón presiona a Fernando, quien regresa el poder a su padre solo para que éste se lo dé a José, hermano de Napoleón, quien reina de 1808 a 1813. Las Cortes de Cádiz, en 1812 (a las que fueron invitados delegados mexicanos), reconocieron a Fernando (no obstante haber luchado contra su propio padre, por lo que recibió el apelativo de “Rey Felón”), como parte del encono contra Napoleón quien fue derrotado en Rusia en 1813. Carlos permaneció preso de Napoleón hasta 1814, cuando se verifica la derrota final de Napoleón Así que regresa Fernando VII, quien, para no perder el poder, mantuvo a su padre desterrado.

[N.B.: En estas condiciones fue que se abrió el resquicio para el segundo y más importante intento independentista -en 1810- en la Nueva España; el de los marginados, cuando el padre Hidalgo grita: “¡Vamos a coger gachupines!” (El primero se dio en 1808, precisamente cuando Napoleón invade España, el cual resultó abortado, y su promotor, Francisco Primo de Verdad, ajusticiado)].

Sin embargo, regresa Fernando y repudia las cortes, vuelve al absolutismo, persigue a los liberales (1814-1820), lo cual se refleja de idéntica manera en las colonias. Una serie de sublevaciones lo hizo jurar la constitución al llegar el trienio liberal (1820-1823), fechas entre las cuales se consuma la independencia mexicana, lo cual no es casual, como ya dijimos: México resulta ser el último reducto de los privilegios que la nobleza y el clero españoles han perdido en Europa. Privilegios, posesiones y poder político que pretenden eternizar en las tierras americanas. No obstante, ironías de la historia, serán sus hijos legítimos (los criollos) quienes saquen el mejor partido con lo cual empieza la larga disputa de éstos con los otros hijos -los desheredados, los bastardos: los mestizos- por la herencia largamente esperada.

Un rápido resumen, desde la promulgación de la independencia al fin del efímero primer Imperio:

El designado último virrey de la nueva España, O’Donojú, pacta con Iturbide el Tratado de Córdoba (24 de agosto de 1821), por el cual se reconoce la independencia de México. Los principales artículos indican:

Esta América se reconocerá por nación soberana e independiente y se llamará en lo sucesivo Imperio Mexicano.

El gobierno será monárquico constitucional moderado. Y será llamado a gobernar Fernando VII; si no aceptara, sus hijos Carlos, Francisco de Paula y Carlos Luis (en ese orden) o quien designase, en última instancia, el Congreso.
Habrá una Junta Provisional Gubernativa, la que nombraría una regencia.

Así, el Ejército Trigarante entra en la Ciudad de México el 27 de septiembre y al día siguiente se redacta el Acta de Independencia.

Se nombra una regencia de la que O’Donojú e Iturbide forman parte; la presidencia se encarga a éste último.

El primero muere el 8 de octubre y lo sustituye el obispo de Puebla, quien a su vez es sustituido por el doctor Miguel Guridi y Alcocer miembro, también, del clero.

Se instituyen 5 capitanías y sus responsables militares, uno de ellos es Vicente Guerrero.

Iturbide es nombrado Generalísimo de Mar y Tierra, con un sueldo de 120 mil pesos anuales; con un capital personal de 1 millón de pesos, un terreno de 20 leguas en Texas y es nombrado Alteza Serenísima.

Se instituyen tres partidos.
-Borbonista.- Que pretendía que un príncipe de la Casa Real de España gobernara a la nueva nación.

-Republicano.- Que quería que en todo acto de gobierno se privilegiara a la Nación.

-Iturbidista.- Deseaba que se ungiera al caudillo como emperador.

Iturbide sostenía que en la junta había traidores. El 3 de febrero de 1822, los republicanos responden haciendo que el congreso expulse a los iturbidistas y los sustituye con el Conde Heras, Nicolás Bravo y por el doctor Guridi y Alcocer; así, Iturbide queda enfrentado a la mayoría de los legisladores y a otros miembros de la Regencia.

En mayo de 1822, las Cortes de España desconocen el tratado de Córdoba. Republicanos y Borbonistas se hacen a la tarea de despojar a Iturbide del mando del ejército; pero el 18 de mayo, en la Plaza del Salto del Agua, muy cercana al corazón de la capital, el Regimiento de Caballería No. 1 de San Hipólito, con un incondicional de aquél a la cabeza, dirige una manifestación cuya demanda es que Iturbide sea declarado Emperador.

Al día siguiente, el mariscal de campo Anastasio Bustamante y el brigadier Joaquín Parres presentan la propuesta al Congreso y Valentín Gómez Farías, con otros 46 diputados, aduce que si las Cortes de España se niegan a reconocer el Tratado de Córdoba (y por ende la Independencia) el siguiente paso es (de acuerdo al Artículo 2 del Tratado) cumplir con el Artículo 3: nombrar Emperador a Iturbide, lo que –como sabemos- sucedió.

Mantener una corte tan lujosa (4 millones de pesos) produjo una bancarrota sin precedente; así que se acuñó moneda en demasía y se aplicó un impuesto de cuatro reales por cada individuo de entre 14 y 60 años, hombres y mujeres por igual. Los diputados que habían sido apresados fueron recobrando su libertad y se creó un frente común de republicanos y borbonistas contra Iturbide.
Los mexicanos atacaban el castillo de San Juan de Ulúa, en las costas del Golfo de México (último bastión español). El general Echávarri lo rechazó; pero habiéndose dado cuenta de que el general Antonio López de Santa Anna se beneficiaba de su puesto y de su influencia mediante los que cometía toda clase de abusos y corruptelas, lo puso en evidencia ante Iturbide. Éste, viaja a Veracruz y le pide a Santa Anna que regrese a México; pero el general no lo hace y convence a Echávarri de aliársele en insurrección y exigir, mediante el Plan de Casa Mata, la restitución del Congreso (1 de febrero de 1823). El 19 de marzo Agustín I abdica, pues el ejército está en su contra.

El 31 de marzo entrega el poder a un nuevo ejecutivo compuesto por Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Pedro Celestino Negrete, y parte al destierro.

Ahora veamos la Independencia desde otro punto.

Al final de la Colonia -refiere Lucas Alamán, connotado intelectual de filiación conservadora y administrador de los bienes del Marquesado del Valle de Oaxaca que perteneció a los herederos de Hernán Cortés, mismos que, a partir de la cuarta generación, radicaron en el extranjero- el clero poseía el 50% de la riqueza (entre tierras y bienes) de México. No más ni menos que la mitad de la riqueza en un país donde la gran mayoría de habitantes, como ya hemos señalado reiterativamente, vivía en la pobreza más degradante –“…una masa de léperos semidesnudos sin oficio ni beneficio”, según narran las crónicas de entonces-; y, por añadidura, en la ignorancia: 98% de la población era analfabeta.
El arzobispo, del cual eran sabidas sus ligas y simpatías con los realistas, tan sólo esperó a oficiar el Tedeum en honor de Iturbide y partió para España, pero sin renunciar a su cargo. Varios de los obispos tomaron la misma senda; por añadidura, al fin y al cabo gerontocracia, otros más murieron en los primeros años del México independiente.

La situación en la jerarquía católica se llenó de indefiniciones. Como España no reconocía a la nueva nación, el Vaticano tampoco, por lo que el nombramiento del arzobispo y nuevos obispos se vio frenado. Y más allá del aspecto organizacional religioso, una crisis en sí, trajo consigo un problema que alcanzó al propio Estado y que en los años siguientes definiría el rumbo histórico del país: ¿qué sucedería con el Real Patronato Indiano?

El Patronato, o derecho de investidura, es la facultad otorgada a un benefactor que le da derecho de nombrar a quiénes corresponde ocupar las posiciones eclesiásticas en las iglesias a las que ha proveído de tierras, edificios y rentas. Tal atribución fue concedida por el papa Alejandro VI (de la familia Borgia) a la corona de Castilla, a la que se le otorgó administrar los bienes e ingresos de la iglesia en las tierras americanas bajo su jurisdicción. Su sucesor, el papa Julio II, afirmó el derecho de la corona española en la bula de 1508.

Al momento de la independencia, el Patronato comprendía una amplia serie de prerrogativas: administración de bienes, diezmos, investiduras, lo referente a obras piadosas, claustros, colegios y hospitales. Así que la Junta de Gobierno -en 1821, al caer el poder virreinal- reclamó para sí el control del Patronato. Reflexionaba: si era una gracia que había sido concedida a la Corona, ahora -en el México independiente- debía corresponder al gobierno. Del otro lado, la alta jerarquía católica se opuso a tal razonamiento con otro: si había sido concedido a los reyes católicos y estos lo habían cedido a su real descendencia, con la Independencia cesaba la prerrogativa, se extinguía, y correspondía –en esa virtud- recaer en el arzobispado mexicano.

A la caída de Iturbide, en 1823, primer triunfo del mestizaje liberal republicano advenido gobierno, el Congreso planteó la factibilidad de solicitar a Roma su intercesión en el conflicto. Se enfrentaron las posiciones de los diputados (ambos clérigos) Mier –que defendía la postura del gobierno- y Guridi y Alcocer –desde las convicciones de la curia diocesana-. El primero rechazó la injerencia de Roma en asuntos que competían a la soberanía mexicana.

Así, de un bando: ¿cómo iba a concebirse que la iglesia mexicana continuara dentro del ámbito del catolicismo sin establecer relaciones con el Vaticano?; hubo quien esgrimiera la necesidad de crear una Iglesia nacional. Y del otro: ¿cómo podría ser posible que “la nación más devota y misericordiosa del orbe” (como proclamó el criollaje, ansioso de reconocimiento, durante la Colonia) se acercara –en esa virtud- a una situación cismática de rompimiento con la Santa Sede?

En tanto, para no entrar en conflicto con España que –recuérdese- no había reconocido la independencia de México, el papa ni siquiera recibía a los dignatarios de la iglesia mexicana.
En los congresos estatales se dirimía la controversia con la misma divergencia de opiniones. Y con ello, se delineaban las inmediatas pugnas entre centralistas y federalistas: golpes de Estado, arribo al dominio político de un personaje tan pintoresco como nefasto –el ya mencionado Antonio López de Santa Anna- que una mañana se despertaba siendo centralista y otra federalista; otra, anticlerical y, a la siguiente, defensor de la iglesia; otras más –entre fiestas, resacas y peleas de gallos-, combatía insurrecciones, las planeaba él mismo; una noche actuaba como defensor de la soberanía nacional y, las posteriores, como traidor. Un verdadero adalid de la “chicanada”. (Cualquier semejanza, en tiempos actuales, con algunos conocidos diputados y senadores del PRI pudiera ser… ¿mera coincidencia?)

Mientras los mexicanos debatían asuntos de índole religiosa (en sí, económica) como cuestiones de Estado (como si El Corzo nunca hubiera puesto pié sobre la faz de la Tierra), las colonias anglosajonas –ávidas de tierras para el cultivo de algodón para su industria textil, cultura desarrollada desde donde provenían- se iban apoderando, subrepticiamente, de Tejas (Texas) gracias a acuerdos que les daban derechos de colonización que databan desde los últimos tiempos de la Colonia y revalidados por el gobierno independiente bajo criterios que en el México de hoy vuelven a sonar conocidos (modernización, atracción de inversiones extranjeras para el desarrollo, adquisición de nueva tecnología y otras que se resumen en una sola: entrega de los bienes nacionales a las grandes potencias y que llevan, irremediablemente, a la pérdida de la soberanía).

Después de unos años de luchas intestinas (en las cuales el clero fue algo más que un simple espectador), asonadas, regreso y fusilamiento de Iturbide, y asesinato de Guerrero (quien llegó a la presidencia en 1829 y, en el encargo, rechazó la “oferta” norteamericana de comprar Tejas), Santa Anna se convierte en el hombre fuerte de México. Arriba a la presidencia en 1833 y en 1836 deja el poder para combatir la insurrección tejana, a la que derrota con lujo de crueldad en el Álamo. Al poco, en San Jacinto, es derrotado y hecho prisionero, por lo que, para salvar la vida, pacta la independencia tejana, que no es reconocida por el congreso mexicano y, en cambio (¡qué casualidad!), sí por los norteamericanos, quienes liberan al caudillo.

En México subsiste la anarquía: la cuestión del Patronato, las luchas intestinas, la bancarrota del gobierno (menos de una década antes, se había expulsado a los españoles, quienes eran dueños de grandes capitales), las deudas con el extranjero; por todo ello, no estaban en condiciones de armar a un ejército para recuperar los territorios. El clero era el único sector que contaba con dinero y riquezas; pero no mostraba ninguna intención de contribuir a la causa.

Por ello adquiere relevancia la cuestión del Patronato y las reformas –similares a las aplicadas por Godoy en España al momento de la invasión napoleónica- que llevó a cabo el vicepresidente Valentín Gómez Farías cuando el presidente Santa Anna se retiraba de su puesto. Tales reformas eran derogadas por el presidente bufo, a su regreso, para congraciarse con el clero.

Valentín Gómez Farías y Santa Anna conformaron varias veces una dupla de gobierno con intereses totalmente diversos. El primero formaba parte del criollaje ilustrado que toma partido por la causa liberal del mestizaje. Santa Anna se servía de criollos, mestizos y clero sólo para sus propios intereses: el poder desde el oportunismo y la “chicanada” que reparte pingües beneficios entre sus incondicionales para reforzar su posición.

Parece ser que el santannismo es la escuela sobre la que se ha cimentado el sistema político mexicano desde entonces a nuestros días. Y su cínica máxima: “No me des; sólo ponme donde hay, que del resto yo me encargo”.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte VIII.- “…tan lejos de Dios…”)

Se afirma que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetir los mismos errores. Ante la contundencia de tal sentencia cabría preguntarse: ¿no sería peor ignorarla?; y, aun, ¿no reparar en ella?

Durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, ya lo hemos comentado, el Estado mexicano se dio a la tarea de pegarse a la cola de los Estados Unidos a la vez que se alejaba del resto de Latinoamérica.

Se pretexta una necesidad de carácter económico ante el reordenamiento global. Sin embargo, cualquiera que se precie de tener cuatro dedos de frente, deduciría que es mejor aliarse a socios con las mismas capacidades y potencialidades que con dispares. Las coincidencias, no sin particularidades que evidencian mínimas diferencias, se encuentran con los países hermanos de Centro y Sudamérica; tenemos un origen y transcurrir histórico común. Este tipo de sociedades auguran un beneficio bilateral en tanto conglomerado.
A ningún dueño de tendajón familiar se le ocurriría entablar una sociedad comercial con un Walmart. A los políticos y directores de las finanzas de México, desde hace 25 años, sí (y por ello se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte); por ignorar la historia o, peor, por no reparar en ella: por despreciarla. Estas sociedades sólo aportan beneficios a los sectores pudientes de los firmantes y al país, en tanto –recalco- conglomerado, más fuerte.

Se aduce, de forma maniquea, que México forma parte de América del Norte, igual que Canadá y los Estados Unidos y por tanto su destino se encuentra junto a estos países. Absurdo: la circunstancia geográfica –que, por cierto, ha facilitado coloniajes, invasiones y guerras- nada puede contra cuestiones históricas de origen y devenir más o menos común. Ello es la manifestación de un problema: el querer ser, derivado de la negación del ser. Un problema que se traslada al ámbito de lo ontológico. Un problema de identidad. Mejor dicho: uno de búsqueda de identidad.

No abonaremos al crédito de quienes se han perdido en la búsqueda de la salida de un laberinto de la soledad ni en el empeño de descifrar la “identidad del mexicano” México es un país multinacional (y aún más: hay uno que vive en el pasado, otro, en el presente y otro más en el futuro; hay, pues, muchos Méxicos); cualquier intento de hacerlo sería ocioso si lo desprendemos de sus características de clase. Así pues, ese afán de aliarse y congraciarse -a cualquier precio- con las potencias extranjeras proviene de la circunstancia histórica que ya habíamos mencionado: el hijo de españoles despojado de su esencia europea y privado de sus derechos en la tierra donde nació; el criollo que, merced a la Independencia, le arrebata a sus padres la riqueza y tiene que luchar contra su medio hermano, el mestizo, por conservarla. Y en tal virtud crece, desnacionalizado, buscando identificarse con esquemas ajenos (modos de ser, pensar y hacer): modelos a imitar que cree encontrar en los poderes extranjeros.

[NB: A esta actitud se le ha dado –como antes se dijo- el nombre de “malinchismo”, en recuerdo de La Malinche, noble indígena que sirvió de intérprete (junto con Jerónimo de Aguilar) y acompañante de Hernán Cortés (también concubina y madre del primer Martín Cortés, apodado “El Mestizo”) en sus andanzas que culminaron con la conquista de la Gran Tenochtitlán; sin embargo, habría que hacer notar que ella formaba parte de un pueblo sojuzgado por los mexicas, por lo que su unión con el capitán español no era por simple admiración o gratuita].

Y esa actitud, en México, adquiere carta de naturalización durante el segundo tercio del siglo XIX.

“Pobre México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”.

Entre las postrimerías del siglo XVIII y los inicios del XIX la burguesía francesa se hizo de un lugar preponderante como fuerza política, mientras que en Inglaterra se producían notables avances tecnológicos que fueron llamados “La Revolución Industrial”. Las 13 colonias angloamericanas (Estados Unidos) ya habían conseguido independizarse y también habían conseguido, de origen, crecer –a fin y al cabo hijos de la potencia más desarrollada en sentido capitalista- industrialmente. Napoleón Bonaparte, en guerra con Inglaterra, vendió la Luisiana a los norteamericanos. La Florida, rescatada por España de manos de los ingleses, fue “cedida” en 1819, bajo presión, a los Estados Unidos a condición de conservar las fronteras hacia el occidente (esto es: México, dos años antes de la consumación de la independencia). Así, el territorio original de Estados Unidos se duplicó; pero el país creció como si se tratara de dos: los estados originales, ya lo hemos dicho, estaban marcados por la industrialización, en tanto que los nuevos estados estaban en manos de aristócratas terratenientes, lo que no es casual, pues su desarrollo económico estaba más identificado por el modo de producción novohispano.

Mientras, un México atorado en el pasado, además de sus problemas internos tenía que enfrentar –o fingía enfrentar, pues no contaba con recursos físicos ni financieros necesarios- el expansionismo norteamericano, francés e inglés (estos dos últimos bajo pretexto de viejas deudas) y las pretensiones españolas de reconquista.

Santa Anna detiene en Tampico la última invasión española. Pierde una pierna en una batalla contra una primera invasión francesa que reclamaba resarcir los daños a un pastelero francés durante una revuelta (6 años atrás); el conflicto se resuelve por mediación de los ingleses sin ganancia para ninguna de las partes. Derrota y después es derrotado por los texanos insurrectos y regresa, no sin antes ordenar la retirada de las fuerzas mexicanas que defendían Texas, gracias a la intervención del presidente norteamericano como primer paso para la posterior anexión, de la que éste, de momento, no puede expresar su júbilo en virtud del compromiso adquirido en la firma de cesión de la Florida. Pero la aceptación de la independencia texana por parte del general mexicano, aun quedando la vicepresidencia de la nueva república en manos de Lorenzo de Zavala (quien fue vicepresidente de México en el periodo de Vicente Guerrero), es un buen principio.

Regresa como triunfador y en contra de la voluntad de los liberales restituye y aumenta el poder del clero. No hay decisión de gobierno en que no intervenga la opinión de los señores de sotana y crucifijo, lo que en el corto plazo unifica la animadversión hacia “Su Alteza Serenísima” y el clero desde posiciones diversas: el criollaje ilustrado y el mestizaje de distintos signos e ideologías -y hasta el sin ideología-; entre ellos, los viejos insurgentes advenidos de la masonería yorkina y las nuevas generaciones de políticos y pensadores educados en la Ilustración y el liberalismo político y económico, aquellos que pregonaban el laissez-faire, laissez-pasé, aunque el capitalismo aún tendría que esperar muchísimos años para instaurarse, puesto que ni siquiera se había dado el fenómeno de acumulación originaria del capital.

Ésta, para los Estados Unidos –debido al crecimiento territorial y ante la necesidad de unificar el modo de producción para privilegiar el capitalismo- sería una condición impostergable para el desarrollo de la economía norteamericana, según lo veremos después; de ahí la urgencia en concluir el proceso de expansión (para infortunio de México) y la resolución de la cuestión nacional (lo que ocurre posteriormente mediante la Guerra de Secesión) entre el norte industrializado y el sur dominado por la aristocracia terrateniente y esclavista.
Aquí se demuestra, para desdoro de quienes quieren creer que México puede hoy compartir destinos con Estados Unidos, la incompatibilidad de intereses e historia. Mientras que las trece colonias angloamericanas se independizaron para montarse en el futuro industrializado, México lo hizo para perpetuar los privilegios de la aristocracia y el clero, terratenientes con características de tipo señorial y cuasi feudal. ¡Feliz Bicentenario!

Estados Unidos se anexa Texas ante la protesta de México que insiste en la intermediación de otras potencias. No se llega a acuerdos y ante la negativa mexicana de aceptar la anexión, puesto que jamás reconoció la independencia, la potencia del norte declara la guerra a México; una guerra que el ofendido no está en posibilidad de llevar a cabo y que tarda en manifestarse en estado de guerra, lo que hace finalmente –dos meses después- más por dignidad que por otra razón y forzado por la invasión de su suelo desde tres frentes: hacia Nuevo México y la Alta California, desde Texas hacia el centro de la República, y desde el Golfo de México –Veracruz- hacia la capital, también.

Y una vez más, la defensa es encabezada por Santa Anna, quien es -¿cómo puede ser posible?- nuevamente presidente; porque los desnacionalizados que lo sostienen sueñan –como hoy- con alianzas “estratégicas” con los poderosos a cualquier precio. Sus corruptos incondicionales y el clero lo elevan. Analice el lector lo siguiente: en enero de 1847, el vicepresidente Valentín Gómez Farías –mientras el generalote “combate” al invasor- emite una ley que anuncia una incautación y venta de bienes de la Iglesia para reunir fondos para la defensa nacional, mismos que estima en 15 millones de pesos. Santa Anna abandona el frente de batalla (en el norte, donde se encuentra en posición de infligir una derrota al invasor) porque el clero –apoyado por una rebelión de gente de clases altas y medias a las que el pueblo ha bautizado con el mote de “polkos”- exige que se eche abajo la ley a cambio 2 millones como contribución a la causa, a lo que Su Alteza Serenísima accede; retoma el poder, destituye a Gómez Farías y anula la vicepresidencia. Prefiere salvaguardar los sagrados intereses en detrimento de los de la integridad de la patria. Ante la falta de recursos para la compra de enseres para la defensa los estadounidenses llegan a la misma capital de la República. En el convento de Churubusco, uno de los últimos bastiones de los mexicanos, los norteamericanos exigen a los defensores que entreguen el parque. Y el general mexicano contesta:

“Si hubiera parque, no estarían ustedes aquí”. Y esa fue la característica reinante durante toda la intervención: la falta de recursos para armar un ejército defensor. México perdió la guerra por ser un país sin posibilidades de hacerse de un buen arsenal, instrumentar un buen ejército y por las traiciones documentadas de Santa Anna en contubernio con el clero.

El 14 de septiembre de 1847, apenas dos días antes de festejar 37 años del inicio de la independencia y faltando 14 para conmemorar 26 de la consumación, se iza la bandera estadounidense en Palacio Nacional: la suerte está echada. Santa Anna se auto exilia y el nuevo gobierno se desplaza a la ciudad de Querétaro. Al año siguiente se firma el Tratado de Guadalupe Hidalgo mediante el cual México pierde más de la mitad de su territorio, no sin la pretensión norteamericana de apropiarse, también, de la Baja California y obtener el libre tránsito por el istmo de Tehuantepec, condiciones a las que México se niega rotundamente y que finalmente acepta la potencia.

México perdió más de la mitad de su territorio: Perdió dos millones cuatrocientos mil kilómetros cuadrados (una extensión similar a la Siberia occidental). La historia de todos los tiempos y lugares del mundo no registra nada igual, (suena raro que el ex presidente Fox se refiriera a los norteamericanos como “socios y amigos”).

Ahora bien, habría que preguntarse ¿por qué fracasaron los intentos de Gómez Farías de “poner al día” a México? Él basaba su actuar político en el ideario del brillante pensador ilustrado –jacobino- José Ma. Luis Mora. “Poner al día” significaba situar al país al nivel de circunstancias sociales y políticas que privaban en Europa después de la Revolución Francesa, la Revolución Industrial inglesa y el sistema político de los Estados Unidos que tenían como objetivo derrotar a la aristocracia terrateniente para privilegiar el ascenso de la burguesía. Sólo que en México no existía una burguesía propiamente dicha.

Las clases medias y altas eran resabios –aún poderosos- del viejo régimen colonial que estaban lejos de poner la lápida sobre su sepulcro. Eran aristócratas y comerciantes, muchos venidos a menos, que soñaban con una vuelta al régimen monárquico (antes de la intervención norteamericana Lucas Alamán propuso llamar a gobernar a un príncipe español).

Santa Anna representaba –por un lado- los intereses del mestizaje resentido socialmente que se hacía del poder mediante la práctica del golpe de Estado dirigido por la soldadesca oscura que cambiaba de bando político según le convenía. Por el otro lado, a los mencionados en el párrafo anterior y al clero.

Así que el país se estacionó en un largo periodo de estancamiento en el cual las contradicciones no conseguían resolverse. Y es que las ideologías más avanzadas nada pueden hacer contra el mundo de lo concreto cuando no existe la mínima correspondencia entre ambos. En Europa, el pensamiento ilustrado surgió porque las condiciones materiales empujaron a ello. En México, el pensamiento ilustrado surgió como manifestación puramente intelectual. Era como tener los planos para construir un corral sin contar con caballos. Como planear construir una escalera en un edificio donde no hay pisos altos.

Santa Anna se instaura en el poder ejerciendo la presidencia de la República en once ocasiones gracias al reparto que hace de la poca riqueza disponible (y a la no disponible: los préstamos, deuda pública e impuestos absurdos) haciendo de la corrupción un modo de vida (modo de vida que llega hasta nuestros días). De ahí su larga permanencia en el poder a pesar de todos los pesares. Un modo de vida que le permite al mestizaje obtener la cuota de poder político y económico que desde la Colonia le había sido pichicateado e, incluso, negado: la hora de la “justicia”, largamente acariciada, llega con el generalote cojo, quien –por otra parte- pone sus oficios militares y políticos al servicio del clero; el asunto del Patronato se resuelve pragmáticamente: la Iglesia administra sus bienes sin la mínima ingerencia del Estado.

Hagamos un breve salto al presente. El presidente electo en tribunales, Felipe Calderón, recientemente invitó a inversionistas extranjeros a situar sus capitales en México bajo el argumento de que “… México no es la Tierra Prometida; pero sí la Tierra del Futuro”. Error: es la tierra del pasado; Calderón Hinojosa ignora la historia del país que cree gobernar.

Como hemos visto a lo largo de este escrito, México insiste en mirar hacia atrás, hacia el ayer. Los intentos por modernizarlo, por “ponerlo al día” han sido abortados por las fuerzas reaccionarias (y el partido del presidente es una de ellas). Esas fuerzas que aspiran a la inmovilidad y al retroceso sólo han sido contenidas en dos periodos bien definidos: el de la Reforma y República juarista (que concluyó con el fallecimiento de don Benito y cedió paso a la dictadura de Porfirio Díaz) y la Revolución Mexicana, la que posibilitó profundas reformas en lo tocante a la justicia social al mismo tiempo que propició la tardía implantación del capitalismo, como modo de producción dominante, bajo una tónica especial: como capitalismo monopolista de Estado, porque el largo gobierno anterior no fue capaz de fomentar o forjar una burguesía ni privilegiar el crecimiento del capital privado nacional sino que se dedicó a atraer capitales extranjeros que se fueron apropiando de la economía mexicana haciéndola dependiente del exterior.

Precisamente por reptar en un pasado de añoranza; añoranza por la monarquía, los privilegios señoriales, las haciendas semifeudales y blasones –de bisutería- que la Colonia, el gachupín, les negó a ellos: la gente decente, católica y misericordiosa; a ellos: los criollos.

Volvamos. Santa Anna regresa y se instaura como dictador vitalicio; pero las fuerzas que se le oponen, una nueva generación de políticos, militares, poderes fácticos devenidos de la vieja insurgencia independentista y pensadores jacobinos ilustrados, más radicalizados, se encargarán de poner fin a de 30 años de caudillismo y, por añadidura, derrotar a su patrocinador: el clero. Ellos son los iniciadores de la Revolución de Ayutla, la que veremos en el siguiente capítulo.



BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte IX.- Ayutla)


Habíamos dicho que Carlos III expulsó a los jesuitas de España. Las medidas correspondientes en México fueron llevadas a efecto por el virrey De la Croix, quien en 1767 hace publicar un bando mediante el cual ordena la disposición, misma que culmina con la siguiente sentencia:

“…De una vez por lo venidero deben saber los súbditos del Gran Monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir y opinar en los altos asuntos de gobierno”.

[NB: en 1968, doscientos un años después, el entonces presidente de México –Gustavo Díaz Ordaz- parece esgrimir el mismo argumento y aplasta, a sangre y fuego, un movimiento estudiantil al que tacha de conjura comunista].

Los jesuitas han sido una orden religiosa que se ha preocupado por difundir la enseñanza de las ciencias. Sus discípulos constituían el sector culturalmente más avanzado de la Nueva España; de esa generación surgió el pensamiento liberal. Eran criollos de la clase media que no participaban de los beneficios y privilegios de sus congéneres aristócratas. Pues bien, de ahí surgió la intelectualidad merced a la que se forjó el sector más radical de la insurgencia independentista. Sin embargo, esa forma de pensamiento tuvo que esperar cerca de 100 años para estar en posición de transformar el país aliándose, como dijimos al final del capítulo anterior, con los poderes fácticos instalados en las provincias del sur (Oaxaca, Guerrero y Chiapas), donde –hasta la fecha- privan condiciones de miseria. Así, los depositarios del pensamiento insurgente de Hidalgo, Morelos y Guerrero se aliaron al criollaje ilustrado, a los jacobinos, y hallaron en el caudillo Juan Álvarez al dirigente del movimiento que se propuso derrocar la bufonesca tiranía de Santa Anna, su corrupto gobierno y, además, retirar el poder político y económico al clero. Para los insurrectos resultaba aberrante que el país se debatiera en la debacle económica mientras que la Iglesia detentaba una gran riqueza. Considere el lector lo siguiente: a la consumación de la Independencia, los ingresos del gobierno ascendían a 9 millones de pesos, mientras que los gastos fueron de 13 millones; además, recibió como “herencia” una deuda pública de 76 millones. La producción minera y la agrícola decayeron como consecuencia de la guerra y la huída de los españoles, sus poseedores.

Se comprenderá, entonces, que esta nueva revolución, (llamada, por el sitio donde se pronunció, “de Ayutla”) enraizada en la insurgencia y en el criollaje ilustrado educado por los jesuitas, se lanzaba contra el mestizaje corrupto avalado por Santa Anna, el criollaje terrateniente y el clero, no por cuestiones ideológicas o de fe, sino porque iba de por medio la viabilidad del país; recordemos que Estados Unidos ya se había apropiado de más de la mitad del territorio mexicano. En este último tramo del santannismo, el tiranuelo les había vendido otra pequeña parte de la nación (La Mesilla) por 15 millones de pesos. Ante el expansionismo norteamericano, la situación era tal, que el mismo Lucas Alamán, el intelectual conservador afecto al generalote, había sentenciado “Perdidos somos si la Europa no viene en nuestro auxilio” (lo que unos años después ocurrió; aunque no precisamente “en nuestro auxilio”, como posteriormente relataremos).

Se cuenta que Benito Juárez, quien había sido gobernador de Oaxaca –cargo desde el cual decretó prohibida la entrada de Santa Anna a ese estado, (“afrenta” que el dictador jamás perdonó)- se presentó ante un asistente de Juan Álvarez para ofrecer sus servicios. “¿Qué sabe hacer?”, preguntó el entrevistador; a lo que el Benemérito contestó: “Sé leer y escribir”. Hasta días después el dirigente de la insurrección se enteró de que el nuevo escribiente a sus servicios era nada menos que el ilustre abogado liberal oaxaqueño.

El 1° de marzo de 1854 se produjo el levantamiento auspiciado por el Plan de Ayutla. Al coronel Ignacio Comonfort (liberal moderado) se encargó la jefatura militar del movimiento rebelde. Santa Anna procede a combatirlo pero es derrotado, por lo que sale nuevamente del país; esta vez para no volver sino, hasta 1874, para pasar sus últimos días: viejo, enfermo, abandonado por sus otrora aliados y casi en la miseria.

Aún desterrado, Santa Anna pretendió, en 1867, regresar a México para derrocar al gobierno juarista. Declaró:

Ese pedazo negro de pitón me la ha de pagar, cuando era gobernador Juárez en Oaxaca me impidió la entrada, un indio renegrido que no vale nada. Se atrevió a decirle a Santa Anna quien ha gobernado 11 veces a México: ``No puede usted entrar a Oaxaca, Sr. Santa Anna, yo pondré mi ejército para lanzarlo fuera´´. Pedazo renegrido de indio pútrido... pero llegaré a Veracruz y será mi turno. Iré a la Hacienda de Manga de Clavo y desde allí promulgaré una rebelión nacional que arrojará de la presidencia otra vez a Juárez. Lo mandaré otra vez a San Juan de Ulúa, a las goteras, o ¿por qué no?, ¡lo fusilaré! Es cuestión de tiempo indio renegrido. Me la debes de hace mucho, pedazo de patán disfrazado, que se viste con chistera pero que no es más que un peón de hacienda. Indio pútrido, aguardo la hora de mi venganza.

Pero la venganza del general cojo nunca llegó. Para peor humillación, fue ese “pedazo renegrido de indio pútrido” quien le permitió regresar al país, tan solo para que muriera dos años después.

¿Cuál es el legado de Santa Anna? La institucionalización de un sistema de derrama de privilegios. Como hombre fuerte, presidente o no, se convierte en un Gran Tlatoani a la cabeza de una inmensa pirámide en la que designa a un incondicional reyezuelo que rige la vida política y económica en cada estamento, un cacique todopoderoso que reparte beneficios para afianzar su propio poder y contribuir al engrandecimiento de su mentor (el del estamento superior). Un régimen en el que se “democratiza” la corrupción. Una forma de cohesión social: “Dejar hacer, dejar pasar” –en el peor de los sentidos- para preservar el “orden”: un sistema en que el emperadorcete y cada principito mantienen el poder en sus respectivos estamentos de la pirámide sin que haya inconformidades. Tal característica, que en México se instaura por doble vía (el caciquismo precolombino y el señorío feudal implantado por la Colonia), se desarrolla con el santannismo y se convierte en una infausta tradición que –como más tarde veremos- termina por arraigarse en el periodo post revolucionario, después del primer tercio del siglo pasado, a partir de la institucionalización de la Revolución, y la pacificación e industrialización del país; al arribo del capitalismo como modo de producción dominante.

Así que la insurrección de Ayutla se constituyó en gobierno con 5 “puros”: Melchor Ocampo, Ponciano Arriaga, Guillermo Prieto, Benito Juárez y Miguel Lerdo de Tejada; y, como único “moderado”, Ignacio Comonfort. Cabe señalar que los llamados “puros” eran la equivalencia de aquellos “jacobinos” franceses: la izquierda radical. Pero también es importante señalar que, mientras que en Europa los liberales ilustrados permitieron el ascenso de la burguesía, en México, al no existir ésta, unieron sus destinos a la masa largamente lacerada: el mestizaje que no participó del reparto santannista y los indígenas.

El viejo general insurgente, y ex gobernador del Estado de Guerrero, Juan Álvarez es designado presidente interino, cargo que ejerce de 1855 a 1856, año en el que renuncia para dejar el mando en manos de Comonfort. Entre esos años, se emiten una ley que limita los privilegios del clero y del ejército, además de que declaraba a todos los mexicanos iguales ante la Ley (Ley Juárez), otra que regulaba el cobro de los derechos parroquiales (la Ley José Ma. Iglesias), y la de amortización de las propiedades civiles y eclesiásticas que no estuvieran produciendo riqueza (Ley Lerdo). También se convocó a la redacción de una nueva Constitución, la que fue promulgada en 1857.

El Partido Conservador -en el cual descolló el intelectual Lucas Alamán, quien había muerto el año anterior a la insurrección, añorando el regreso de la monarquía- y el clero apoyaron al general Félix Zuloaga, quien al final del año se levantó en armas pidiendo la abrogación de la nueva constitución que acotaba los privilegios económicos de la Iglesia. Comonfort, presidente electo, se adhirió al insurrecto y apresó al Presidente de la Suprema Corte de Justicia –Juárez- prometiendo hacer algunas enmiendas a la Carta Magna. Pero las exigencias de los levantiscos iban más allá de simples modificaciones: exigían la derogación, a lo que el presidente se negó; liberó a Juárez, pero la situación se tornó tan crítica que se hizo insostenible su permanencia en la presidencia. El país se volvía a enfrentar: unos estados se pronunciaban partidarios de la Constitución y, otros, de las exigencias de los conservadores y el clero. Comonfort deja México, por lo que Benito Juárez, en su calidad de Presidente de la Suprema Corte de Justicia, por mandato constitucional, debe asumir la Presidencia. Por otro lado, una junta de notables declara presidente a Zuloaga.

México cuenta con dos gobiernos: uno conservador y de facto, instalado en la capital de la República, y otro liberal, constitucional e itinerante.

La Constitución de 1857 instituye el Registro Civil, declara libres las actividades educativas, industriales y comerciales; actividades, sobre todo las dos primeras, que eran controladas exclusivamente por la Iglesia. De manera que ésta vuelve a convertirse en instigadora de asonadas para preservar su poderío, por lo cual toma partido por los conservadores. En esa virtud, Juárez –en 1859 y desde Veracruz- decreta la nacionalización de los bienes de la Iglesia, el cierre de conventos, la celebración civil de los matrimonios, la secularización de los cementerios y la supresión de las fiestas religiosas. Ese mismo año, los Estados Unidos reconocen al gobierno de Juárez y le otorgan su aval y recursos para enfrentar al conservadurismo; lo que se produce en 1861, con la entrada de Juárez a la capital mexicana.

Los conservadores, derrotados, instauran un régimen de guerrillas del terror y asesinan a los prohombres del liberalismo; así caen Melchor Ocampo, Santos Degollado y Valle.

Ya en el poder y ratificado presidente constitucional por el Congreso, Juárez, ante la situación catastrófica del erario público como consecuencia de la guerra, decreta la suspensión de pagos. Y las amenazas del exterior no se hacen esperar: las potencias europeas se inconforman. A tono con la situación, en los oídos de los conservadores resuenan las palabras de quien fue uno de sus ideólogos –el, para entonces, ya fallecido Lucas Alamán- que recomendaba acudir a la Europa para la salvación. Y comienzan a planear traer a un príncipe europeo –católico, desde luego- para gobernar a “la nación más devota del orbe” y liberarla de esa plaga apóstata y herética ilustrada encabezada por ese “pedazo renegrido de indio pútrido…”.

Los conservadores no se conforman con que Fernando VII no haya gobernado México, ni que el Imperio de Iturbide se hubiera derrumbado fugazmente. Siguen viviendo de añoranzas. Por eso el pueblo los bautizó con el nombre de “cangrejos”: caminan para atrás.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte X.- “¡Religión y Fueros!”)

Recién hemos referido, en el capítulo anterior, la parte final del bando con el cual el virrey De la Croix expulsó a los jesuitas de la Nueva España, por orden de Carlos III, cuando otro Borbón, el actual rey de España. Juan Carlos, grita a Hugo Chávez “¡Por qué no te callas!”. ¿Es que acaso el monarca cree que su país sigue siendo la metrópoli y América una colonia bajo sus dominios?

¿Se siente capaz de actualizar la redacción del bando referido?:

“De una vez por lo venidero deben saber Hugo Chávez y Daniel Ortega, súbditos de su soberano, Juan Carlos I de Borbón, Gran Monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir y opinar en los altos asuntos de gobierno tratados en las cumbres de los países de habla hispana”.

Hemos de insistir en que la tarea de este escrito es poner frente a frente el pasado con el presente para encontrar que aunque los contenidos sociales se han modificado, las esencias –muchas de ellas- permanecen.

Hoy, la España que se precia de democrática y moderna (tal como se manifiesta en diversos lugares del mundo el conservadurismo disfrazado de progresista), con todo y su presidente socialista (quien extrañamente se convirtió en defensor de su oponente partidario e ideológico –uno diría- histórico) sufre un retroceso en lo social. Así vemos que las manifestaciones fascistas se presentan a diario; la xenofobia se hace cotidiana y los falangistas la promueven impunemente. Sin embargo, como fenómeno paralelo, cada día se pierde la solemnidad y el respeto por una institución arcaica como es la monarquía.

Rodríguez Zapatero actúa como abogado defensor de un personaje –Aznar, quien también ha intervenido en la política mexicana, aunque sólo haya sido discursivamente- nomás porque “fue elegido democráticamente” y porque considera que si alguien se mete con un paisano suyo, su deber es defenderlo. ¿También defendería a Franco con la misma vehemencia con que su gobierno defiende a los empresarios globales hispanos? Para el caso, Chávez también fue elegido democráticamente (lo cual fue avalado por personajes como el ex presidente Jimmy Carter) y su gran pecado es no permitir que las grandes empresas petroleras extranjeras –entre las que se encuentran las peninsulares- se apropien del subsuelo venezolano, lo que –por cierto- no hacen los democráticos y modernos “cangrejos” que gobiernan México desde 1986.
Pero regresemos al México de la coyuntura provocada por la Revolución de Ayutla que trajo como consecuencia la caída de Santa Anna y el advenimiento de La Reforma. Haría falta alejarnos un tanto del terreno narrativo para plantear algunas digresiones.

[NB: El legado de esa época y que trasciende hasta nuestros días es haber forjado el esbozo de las tres fuerzas políticas principales: la derecha conservadora, la izquierda reformista y la izquierda transformadora. Ya el lector irá pudiendo identificarlas, tarea que le facilitaremos y sustentaremos, conforme nos acerquemos al tratamiento del Siglo XX. No será fácil, pues la cuestión no responde a esquemas rígidos: en periodos se aglutinan en un solo partido político y en otros se disgregan e instalan por igual en los tres institutos políticos más fuertes en estos tiempos].

Los Hombres (recurro a la razón que Erich Fromm da al empleo de la mayúscula: darle al sustantivo el carácter de especie) no pueden plantearse llevar a cabo acciones o tareas más allá de lo que las condiciones materiales le permiten. Condiciones objetivas, subjetivas, externas e internas que conforman el mundo de lo concreto: de lo que es. Las contradicciones –al momento del estallido revolucionario- se hubieron agudizado hasta un punto crítico en extremo; ahí estaban: evidentes, tangibles; mas, las condiciones que habrían de resolverlas aún no contaban con la fuerza determinante.

Las formas de existencia material y el modo en que se participa en la apropiación de los medios de producción son lo que determina –en lo general- las clases sociales. Ello, transpuesto en la cabeza de los Hombres es lo que conforma su ideología, su conciencia y su actuar político. Así, de una parte, el criollaje alimentó las clases sociales pudientes –la aristocracia terrateniente y los ricos comerciantes- y delineó la participación política que le favorecía: el partido que permitiría la preservación de ese régimen que les era favorable: el conservador. De otra parte, el mestizaje empobrecido y los indígenas despojados de su pasado, su presente e incluso su futuro. De otra más, el mestizaje resentido y oportunista que aprendió las primeras letras de la “chicanada” política durante el santanismo. Pero además existía el criollaje de las clases medias que, aunque en posición económica no apremiante, se mostraba inconforme con el sistema. La conciencia puede alterar su contenido clasista de origen cuando somete a una crítica despiadada el mundo que le rodea (y a ello apela Marx en sus tesis contra Feurerbach); así, por otro camino –la búsqueda de “lo racional”- el criollaje ilustrado de clase media forma fila, en lo político y un tanto en lo ideológico, con los pobres y los desposeídos.

Sí, desde mucho tiempo atrás, el pensamiento avanzado nacido en la Europa revolucionaria se había avecindado en México; pero ello de poco servía para una transformación del país mientras las contradicciones en la materialidad no se mostraran antagónicas. El freno estaba constituido por las formas de propiedad heredadas por la vieja España, la España dominada por los privilegios señoriales, la aristocracia terrateniente y el clero sostenidos con la fuerza de las armas, la ideología basada en el idealismo filosófico y las leyes a favor de las clases dominantes. En las primeras partes de este escrito, recuérdese, referíamos que las profesiones más reputadas durante la Colonia eran, precisamente, las que permitían el sostenimiento de ese Estado: la milicia, la del sacerdocio y la abogadil. Cuando ese sistema empieza a fracturarse, es apuntalado con las vigas del santanismo: la corrupción, que permite, como dijimos, un reparto inescrupuloso de dádivas a condición de mantener incólume –tarea ya para entonces infructuosa- el muy deteriorado sistema basado en la concentración de la tierra en unas cuantas manos.

Las grandes transformaciones sociales no se generan en la cabeza de los Hombres; nacen en el estómago como resultado de la necesidad más primitiva y burda: el deseo de saciar el hambre; la propia y la de la prole. Alexander Von Humboldt, a principios de ese siglo había estado en México. Sus acuciosos estudios le permitieron afirmar que este era un país con grandes riquezas; pero, también, grandes miserias; y, aun, con un traslado de ambas situaciones a la distribución. El chovinismo de la época, sólo fijó su atención en lo tocante al primer considerando; de manera que hasta llegó a destacarse que la forma del territorio semejaba un “cuerno de la abundancia”. Pero en 1847, el “cuerno de la abundancia” se redujo a la mitad: Estados Unidos se quedó con el oro de California, el uranio de Nuevo México, y con las grandes planicies para cultivo (como no las hay en la agreste orografía de la mitad de territorio que se conservó) y el petróleo de Texas. Caro, muy caro, salió el precio por un periodo de 10 años (1847 – 1857) en que la defensa de la soberanía nacional dejó de ser una preocupación primordial. Y en esa coyuntura se presenta la Revolución de Ayutla (1855), la que representa el primer gran paso para el derrocamiento del viejo sistema. Mientras no existan las condiciones para transformar el sistema económico, como era el caso, los avances sociales tienen que mostrarse como luchas políticas por el control de La Máquina del Estado (aquí, en el sentido más cercano a la concepción engelsiana). Una vez que ello ocurra, y sólo hasta entonces, las transformaciones para cambiar el sistema económico que dé de comer a la numerosísima población hambrienta y andrajosa tendrán que surgir y aplicarse desde el poder del Estado. Y ocurre cuando la Revolución se hace gobierno y, en 1857, las leyes de Reforma se van sobre dos de los pilares superestructurales del achacoso modo de producción: los privilegios del clero y la milicia, y sobre la base económica misma: las formas de propiedad de la tenencia de la tierra.

Ahora bien, ¿cómo es que México, tan codiciado y lastimado por las armas y los intereses extranjeros puede llevar a cabo tales medidas durante este periodo sin que la coyuntura sea aprovechada por el exterior para una nueva invasión? Porque los Estados Unidos y Europa se encuentran en situaciones que son preludio de grandes problemas intestinos: La potencia del norte se debate en conflictos –en un principio, políticos- que amenazan con la preservación de su integridad territorial puesto que, como antes comentamos, dos modos de producción dificultaban la resolución de la cuestión nacional. Los estados Confederados (los sureños, de los que formaban parte los territorios arrebatados a México) estaban más arraigados en la agricultura y basaban su economía en el comercio con Europa, además de que utilizaban mano de obra esclavizada; mientras, los de La Unión (los norteños), ya eran industrializados y sus relaciones de producción se correspondían con las capitalistas, con mano de obra libre, proletarizada. Inglaterra, de donde habían llegado los fundadores de las trece colonias, había llevado a cabo mucho tiempo antes de la colonización el proceso de Acumulación Originaria del Capital. ¿Qué quiere decir este concepto? No es otra cosa más que la disociación entre el productor y el producto de su trabajo. Más claro: privar al productor de sus medios de producción, propios o usufructuados, para dejarle solamente en posesión de su fuerza de trabajo – sin ataduras, libre (por ello las revoluciones burguesas, como la francesa, planteaban como derechos inalienables la libertad de los individuos y la igualdad ante la Ley)- para que esté en posición de venderla. Los estados Confederados eran esclavistas y los de la Unión abolicionistas. Pero en virtud de lo expuesto, la Guerra de secesión (1861 – 1865) no se desata, como a menudo se pretende hacer creer, por cuestiones morales o basadas en una medida justiciera o de solidaridad con la población negra: es una necesidad económica, puesto que el modo de producción dominante requiere mano de obra libre, proletarios, (y habría que considerar que la población negra sumaba más de la tercera parte de los 11 estados sureños) para poder desarrollarse, y además para unificar el territorio: forjar una nación cohesionada social, política, económica e ideológicamente con los estados que fueron creándose a través del tiempo e, inclusive, los adquiridos en la guerra con México.

Europa se muestra desconfiada ante la llegada a la escena continental de Luis Napoleón Bonaparte, quien llega a la presidencia en 1848 y, merced a un golpe de Estado, se convierte en Napoleón III, emperador de Francia (1852). En los años siguientes, vence a los rusos en Crimea (1856), invade Indochina (1858) y derrota a Austria (1859).

Aparte, desde 1848 (año convulsionado por insurrecciones populares) –a partir de la publicación de un pequeño libro que advierte: “…un fantasma recorre Europa”-, una nueva forma de pensamiento que, además, es una guía para la acción revolucionaria puesto que sus autores afirman en otro de sus escritos que “La filosofía no ha hecho más que interpretar el mundo cuando de lo que se trata es de transformarlo”, se convierte en otro motivo de preocupación en el viejo continente que permite a México dedicarse a atender sus problemas internos. Ese “fantasma que recorre Europa” es el comunismo.

Sin embargo, México está muy lejos de experimentar la paz. Como mencionamos en el capítulo –o parte- anterior, el gobierno de Juárez derrota a los conservadores en la Guerra de Reforma (o de Tres Años, 1857-1861); pero, éstos, adoradores del pasado y recordando a su guía intelectual –Lucas Alamán- y atendiendo a su mentor –el clero- inician gestiones para traer a México a un príncipe europeo para gobernarlo ante el caos que reina en el país dado –según ellos- por el triunfo republicano. La suspensión de pagos decretada por el presidente motivó la inconformidad y la amenaza de nuevas intervenciones por parte de España, Inglaterra y Francia aliadas para el propósito. Ello cae como anillo al dedo a las pretensiones de los conservadores levantados en armas bajo la consigna: “¡Religión y fueros!”.

Las tres potencias lanzan incursiones coligadas; al final, España e Inglaterra se retiran al amparo de negociaciones diplomáticas; pero Napoleón III ensoberbecido por los triunfos a los que nos referimos líneas arriba, decide hacer la guerra a México, en 1861, teniendo como perspectiva hacer del país una colonia francesa, capaz de enfrentar al poderío de Estados Unidos y, aprovechando la coyuntura de la Guerra de Secesión, instaurar un gobierno confederado títere (recuérdese que la antigua Luisiana tenía raíces francesas) con los mismos fines.

En razón a ello, los años de paz con el extranjero, aquellos que permitieron cimentar la transformación política y económica merced a la Revolución de Ayutla y las Leyes de Reforma, terminan. El conservadurismo y la Iglesia se frotan las manos.

Juan Nepomuceno Almonte (hijo natural del insigne insurgente José Ma. Morelos y Pavón), quien forma parte de la comisión que convence a Napoleón III de instaurar un nuevo imperio en México, comisión que finalmente ofrece la corona a Maximiliano de Habsburgo, regresa a México; y al amparo del ejército francés se instala de facto como presidente de la regencia del gobierno del país en tanto se proclama el Segundo Imperio.

Reza un dicho popular: “El interés tiene pies”.

El gobierno legítimo de la República regresa a su carácter de itinerante; esta vez, ante la amenaza que representa la invasión francesa, el gobierno de la Unión estadounidense (el norte industrializado) apoya con recursos económicos y pertrechos de guerra a Juárez. Los antiguos enemigos de México, quienes le arrebataron la mitad de su territorio, ahora son sus aliados.
El poderosísimo ejército francés, orgulloso vencedor de los rusos, Indochina y los austriacos sufre su primer descalabro en Puebla ante un ejército (mejor dicho: el pueblo defendiendo su suelo) mal organizado y peor armado dirigido por el general mexicano Ignacio Zaragoza (nacido en Texas, cuando ésta pertenecía a México). Sin embargo, la derrota infligida a los franceses es transitoria pues, con la llegada de refuerzos, los invasores llegan a la capital en 1863 y se convierte en sostén de aquellos que reclamaban “¡Religión y fueros!”.

“¡Religión y fueros!” resuena en el hoy.

Dejaremos el abordaje del Segundo Imperio para las siguientes páginas. Cerraré el capítulo con lo siguiente:
El día anterior al que esto escribo (tecleo el 19 de noviembre del 2007), tuvo lugar una reunión de la Convención Nacional Democrática, convocada por el líder de izquierda a quien la mitad de los mexicanos reconoce como su Presidente Legítimo –ya que presuntamente fue despojado del triunfo por el Tribunal Electoral de la Federación- Andrés Manuel López Obrador. Ante miles de partidarios reunidos en el Zócalo, plaza donde se encuentra Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana, se suscitó un incidente. Mientras hablaba doña Rosario Ibarra de Piedra (luchadora social quien perdió a su hijo durante la llamada “Guerra Sucia” que emprendió el Estado mexicano durante los años 70’s contra la disidencia política inscrita en la guerrilla) las campanas de Catedral sonaron, a todo vuelo, durante poco más de 10 minutos, lo que hizo casi inaudible el discurso de doña Rosario. Ello provocó la protesta de los asistentes al mitin; pero como López Obrador ha insistido en el carácter de resistencia pacífica del movimiento que encabeza, el asunto no trascendió más allá de cuando cesó el campaneo, salvo por un grupo incontrolado (entre los que, a este autor no le cabe duda alguna, se encontraban algunos provocadores) que irrumpió en el templo armando alboroto inconformes por el prolongado llamado a misa.

Por la tarde, los noticieros se encargaron de difundir el hecho dándole un cariz demasiado espectacular (a últimas fechas se han presentado hechos similares motivados por la presunta protección que el cardenal Norberto Rivera Carrera –quien, curiosamente, no ofició la ceremonia religiosa ese día- brindó a un sacerdote pederasta). Ante el incidente, el abad del templo amenazó con cerrarlo. El señor pretende olvidar que las Leyes de Reforma, la Constitución de 1857 y las leyes promulgadas en 1859 impiden al clero acciones como la pretendida pues las iglesias no les pertenecen puesto que están consideradas como propiedad de la Nación.

Más pareció una provocación avalada por los modernos “cangrejos” del gobierno federal. La Iglesia hace la tarea en la cual –históricamente- es experta: azuzar a las masas católicas contra quienes considera enemigos del clero; enemigos sí, pero no de la fe -ni de los creyentes-, sino de los privilegios económicos y políticos que aquéllos pretenden recuperar. La última vez que sucedió eso (el cierre de los templos) ocasionó lo que se conoce como “La Guerra Cristera”, durante el periodo presidencial de Plutarco Elías Calles en los primeros tiempos post revolucionarios. El Arzobispado juega con fuego.

El clero pretende hacer creer que Benito Juárez nunca existió. Claro, quieren evadir las leyes pues saben que cuentan con el disimulo del gobierno de un moderno Félix Zuloaga –Felipe Calderón- que urge al país a entregar los recursos energéticos (petroleros y eléctricos) al capital privado nacional y –principalmente- al extranjero -ya no a un Habsburgo, sino a un Borbón- y a sus amigos norteamericanos.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XI.- El Mexicano Universal)

Hasta los años que fueron la antesala de La Reforma, la Guerra de Tres Años y la segunda intervención francesa, el 80% de la población se dedicaba a actividades del campo. Los principales cultivos eran maíz, frijol, trigo y chile, que se destinaban a la alimentación de la mayoría de la población, al consumo interno. Además, se cultivaban caña de azúcar, café y tabaco; pero estos seguían el curso de la exportación o la satisfacción de necesidades de las clases pudientes.

Otra parte de la población encontraba acomodo en la minería y las manufacturas; sin embargo, la primera había sufrido un descenso de productividad motivado por las guerras constantes. Las minas se encontraban en mal estado: unas abandonadas (los dueños eran españoles que se volvieron a su patria), otras inundadas; las manufacturas, prioritariamente textiles, sufrieron un descalabro merced a un fenómeno parecido a lo que sucede en la actualidad: los que serían los estados confederados en la Guerra de Secesión norteamericana (los sureños) comenzaron a introducir sus productos de mejor calidad y más baratos, inclusive se propició el contrabando, con lo que la producción interna de algodón y productos terminados fabricados en los obrajes y pequeños talleres que funcionaban desde la Colonia y que daban ocupación y vestimenta a indios. Esta situación afectaba a las clases desfavorecidas, puesto que las acomodadas, desde tiempo atrás, se surtían de telas y ropajes importados de Europa (España y Francia).

De tal suerte, la tierra seguía siendo la principal –o única- fuente de riqueza. Una economía cerrada, carente de mercado interno, que solamente permitía la prosperidad de los caballeros del dinero mediante el acaparamiento de terrenos destinados a la producción para la exportación; y el camino para ello fue el despojo en perjuicio de la pequeña propiedad rústica, de tierras comunales que fueron otorgadas a los pueblos indígenas desde los primeros tiempos de la Colonia, mediante argucias de carácter legaloide. Así fueron conformándose las grandes haciendas.

Ya habíamos dicho que discrepábamos de otros autores que afirman que esta particularidad constituyó un símil de la Acumulación Originaria del Capital ocurrida en Europa. ¿Por qué?; porque no condujo a una liberalización de la mano de obra –la fuerza de trabajo indígena-, sino que los obligó a cambiar de “profesión” mediante la coerción: bien fueron remitidos a las haciendas como peones o reclutados como soldados en tal o cual ejército mediante el procedimiento de leva. En tal virtud, el “trabajo” no faltaba, pues –como hemos visto- desde la consumación de la Independencia los pronunciamientos militares estuvieron a la orden del día. Unos llevados a cabo por militares de carrera y, otros, por simples caciques oportunistas que veían en ello la posibilidad de hacerse de poder político para sus fines particulares generalmente de índole económica.

En ese panorama se desenvolvió la principal y larga lucha de los tiempos previos al juarismo: centralistas (que luego serían los conservadores) y los federalistas (liberales).

El federalismo va ganando terreno en lo político tanto como en lo económico pues va fomentando polos de desarrollo (o nuevas instancias de poder) libres del control absoluto del centro de la república. Estos logran cierto grado de independencia recaudatoria gracias al control de aduanas y la creación de puertos para fortalecer el comercio exterior.

Del afincamiento del federalismo se deriva la regionalización del control político y económico. Surgen los grupos y “hombres fuertes” capaces de ejercer su dominio sobre determinadas zonas del país –estados- como contrapeso al poder central –otrora omnímodo- ejercido desde la Presidencia de la República (como fue el caso del largo periodo histórico ocupado por Santa Anna). Así se explica el surgimiento de la Revolución de Ayutla, bajo la dirección de quien fue insurgente, cacique, gobernador y presidente, Juan Álvarez. Y así, en última instancia, se hace posible el sostenimiento del gobierno juarista itinerante y aun en el exilio. En un Estado centralizado las victorias de los liberales habrían sido imposibles –hubieran tenido que negociar, como en su oportunidad lo hizo Vicente Guerrero con Iturbide-; pero el apoyo militar que brindaron algunos gobernadores que, gracias al federalismo, tenían el control absoluto de sus regiones posibilitó el triunfo de los liberales sobre los conservadores y, luego –merced a circunstancias externas que se conjugaron con las internas-, sobre el segundo Imperio, impuesto desde el extranjero por Napoleón III.

Antes de retomar el punto donde nos quedamos en las entregas anteriores, es de señalar que entre el grupo conservador –durante las Guerras de Reforma- se dan disputas que concluyen con la sustitución en la presidencia conservadora del general Zuloaga por Miguel Miramón; un joven (26 años) y brillante militar quien junto con otro distinguido general –Leonardo Márquez- fue capaz de infligir derrotas significativas al bando liberal que provocaron la muerte de dos connotados militares juaristas: Santos Degollado –emboscado- y Leandro Valle –fusilado deshonrosamente de espaldas al pelotón- después de que perseguían a las guerrillas –más que ejércitos- conservadoras derrotadas que habían ajusticiado al prohombre del liberalismo Melchor Ocampo, quien se había retirado a la vida privada por un distanciamiento con el Benemérito cuando éste se reeligió al concluir la Guerra de Tres Años o de Reforma.

Vale señalar que la permanencia de Benito Juárez en la Presidencia ocurrió merced al otorgamiento de facultades especiales dictadas por el Congreso dadas las circunstancias de excepción que vivía el país y no por mero capricho del Ejecutivo. Sin embargo, ello provocó el desacuerdo y retirada –como dijimos- de Ocampo y otros personajes como el general González Ortega, quien –en su calidad de Presidente de la Suprema Corte de Justicia- debía sustituir a Juárez. Y es en ese escenario que forzado por la ruina del erario público motivada por las guerras, que se decreta la suspensión de la deuda y acarrea el inicuo plan fraguado por las potencias extranjeras de invadir México. Inicuo, porque la moratoria se planteaba a dos años (como se dice popularmente: “Debo, no niego; pago, no tengo”); y así lo entendieron España e Inglaterra; pero Francia, como aseveramos antes, tenía planes imperiales para contrarrestar la influencia y dominio estadounidense en el continente americano (antes de la guerra de Secesión y después del Tratado de Guadalupe Hidalgo, hubo corrientes políticas y militares que sugerían anexarse ¡la totalidad del territorio mexicano!, intenciones que fueron abortadas por la guerra intestina entre norte industrializado y sur esclavista). Francia cree que ocupando México está en posibilidad de negociar con los Estados Confederados para derrotar al Gobierno de la Unión mediante operaciones conjuntas.

Los franceses se internan en territorio nacional y, una vanguardia comandada por Bazaine, ocupa la Ciudad de México el 7 de junio de 1863. El día 10 entra el grueso del ejército: al frente, Leonardo Márquez “…con sus tropas de iscariotes” (dice un cronista del juarismo). Atrás, el general Forey acompañado por Juan Nepomuceno Almonte (hijo natural del “Siervo de la Nación”: José María Morelos y Pavón) y Saligni, embajador francés. Aclamados por aquellos que reclamaron “¡Religión y fueros!”, fueron llevados –según las viejas costumbres impuestas por el devoto y piadoso criollaje desde tiempos remotos- a la Catedral donde se ofrecería un Tedeum.

[NB: es de significar que años antes, cuando Benito Juárez fue electo gobernador de su estado natal, Oaxaca, las puertas de los templos fueron cerradas para impedir que tal costumbre fuera llevada a efecto en honor del “pedazo de indio renegrido”, como se refirió Santa Anna al prócer].

Durante los días siguientes, Forey instaura una junta de notables y una regencia de gobierno en la que figuran Almonte, Mariano Salas y el arzobispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos (la omnisciencia de la Iglesia en asuntos terrenales). Desde luego se acuerda que el gobierno que rija a México será una monarquía moderada, hereditaria, que será ejercida por un príncipe europeo católico. Las miradas se fijan en el hermano del emperador austriaco Francisco José: el archiduque Maximiliano (Habsburgo) quien había contraído nupcias con la joven princesa (23 años) Carlota Amalia, hija del rey Leopoldo I de Bélgica (emparentada, por línea materna, con los Borbón- Dos Sicilias). Los imperialistas se muestran jubilosos.

Entretanto, los republicanos van reorganizando sus fuerzas militares.

La regencia designa a un grupo de dignatarios para ir a Miramar a oficializar lo que ya está decidido desde las altas esferas de la política francesa: ofrecer la corona a Maximiliano y Carlota. Los comisionados hicieron creer al príncipe que la mayoría del pueblo mexicano estaba de acuerdo en su elevación al trono mexicano. Tal que el 10 de abril de 1864 el abad de Miramar asistido por dos sacerdotes (uno de ellos mexicano) se presentó a escuchar el juramento del Habsburgo:

“Yo, Maximiliano, Emperador de México, juro por los Santos Evangelios procurar por todos los medios que estén a mi alcance el bienestar y prosperidad de la nación, defender su independencia y conservar la integridad del territorio”.

(Líneas arriba referimos que había la intención, por parte de algunos sectores norteamericanos, de anexarse todo México).
El día 20, SS. MM. llegaron a Roma para recibir la bendición del papa Pío IX; y el 28 de mayo arribaron a Veracruz.

Juárez despacha desde San Luis Potosí; pero la adversidad se encarga de hacerlo buscar otros lugares. Los generales conservadores ocupan gran parte del centro del país y, para colmo, algunas voces dentro de la resistencia quieren despojarlo de la presidencia y entregársela a González Ortega, presidente de la Suprema Corte de Justicia, con el fin de que llegue a un acuerdo con Maximiliano.

Pero al prócer le asiste la razón del derecho estampada en la Constitución y convence a los inconformes de que no se debe buscar acuerdos con quienes blanden espadas y apuntan cañones contra la República, que no contra él. No se debe pactar con invasores apoyados por ejércitos extranjeros. Retener el poder no obedece a motivos de índole personal sino al cumplimiento de un mandato, de una responsabilidad a la que le obliga la Carta Magna que él juró cumplir y hacer cumplir. Es menester mostrar entereza ante el enemigo; ceder, aunque sea un poco, significa claudicar. No se puede mostrar debilidad o desorganización en esos adversos momentos.
Estando en Monterrey, llama a Guillermo Prieto para dictarle una respuesta a una misiva que había recibido del emperador en la que le conminaba a sostener una conferencia para poner fin a la guerra a cambio de un puesto destacado en el Imperio. Dice:

… el encargado actualmente de la Presidencia de la República, salido de las masas oscuras del pueblo, sucumbirá […] cumpliendo su juramento, correspondiendo a las esperanzas de la Nación que preside y satisfaciendo las inspiraciones de su consciencia […] Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera de los alcances de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará….

Y en medio de las balas enemigas sale rumbo a Chihuahua. Pequeños triunfos y derrotas; pero los franceses y los conservadores van acercándose al bastión del presidente. Por otro lado, González Ortega comienza a conspirar y se atrae a Prieto y Manuel Doblado. Para mayor infortunio, Juárez ha perdido a dos de sus hijos en corto tiempo.

Para entonces, los conservadores y el clero se encontraban un tanto decepcionados de su emperador: éste había confirmado las Leyes de Reforma juaristas y ellos estaban siendo desplazados de los puestos políticos y de los mandos militares por los franceses.

Llegó el año de 1866 y la Guerra de Secesión había concluido con el triunfo de la Unión. El presidente Johnson envió dos cartas a Napoleón III en las que mostraba su disgusto por la invasión francesa a una república cuyo liderazgo había sido dado por voluntad mayoritaria y que además tenía todas las simpatías norteamericanas, por lo que la intervención se veía como una amenaza para los Estados Unidos.

En Europa la situación se tornó crítica para Bonaparte (la Guerra Franco – Prusiana), por lo que se vio en la necesidad, ante ambas circunstancias, de –inicialmente- reducir el número de tropas galesas. Conforme la situación se agravó abandonó al príncipe austriaco a su suerte, la que éste tuvo que compartir con las sotanas y con las charreteras conservadoras, quienes -ya sin los franceses- empezaron a sufrir derrotas significativas. Dice una canción de la época: “… acábanse en Palacio tertulias, juegos, bailes; agítanse los frailes en fuerza de dolor…”. La crudeza de las batallas no deja espacio para más.

El archiduque, católico y liberal –como Juárez-, fue educado conforme a las nuevas corrientes ideológicas en boga en Europa que tienen claro que “lo que es del César al César y lo que es de Dios es de Dios”, igual que el presidente republicano. Sin embargo, decide unir su suerte y destino a los conservadores, a quienes –seguramente- en su fuero interno desprecia por sus anacronismos. Abandonado por un Bazaine que responde a las órdenes de Bonaparte y no a las de él, y frágilmente sostenido por Miguel Miramón que se sintió desplazado por los generales franceses aún con la categoría que le daba el haber sido uno de los militares más brillantes y presidente conservador durante la Guerra de Tres Años, Maximiliano accede a la petición de la joven emperatriz para ir a Europa y conseguir apoyos; entrevistarse con el papa Pío IX para pedirle que solucione la cuestión del concordato y para solicitar a Napoleón III la revocación de la orden de retirada a sus ejércitos.

Los guerrilleros liberales y el populacho se divierten con la desgracia imperial cantando las coplas de la canción arriba referida:

De la remota playa,
Te mira con tristeza
La estúpida nobleza
Del mocho y el traidor.
En lo hondo de su pecho
Ya sienten su derrota
Adiós, mamá Carlota
Adiós mi tierno amor.

Ante el desentendimiento tanto del papa como del sobrino del Corzo, la princesa belga empieza a dar signos de alteración de sus facultades mentales.

Al emperador llega la noticia y trata de salir del país; pero recibe la notificación de que su propio hermano, Francisco José de Austria, no le permitirá entrar en sus dominios; mientras que su madre –Sofía de Baviera- le pide que haga honor a su raza y dinastía (Habsburgo-Lorena) y, que si es necesario, caiga con su imperio antes que regresar sin honra. Y asume su infortunio; no queda otro camino.

Juárez presiente la victoria y anuncia: “…México quedará libre absolutamente del triple yugo… (la religión de Estado, las clases privilegiadas y los tratados onerosos con el extranjero)

El equilibrio de fuerzas fue el sino de esta fase de la guerra. Nuevamente se enfrentaban los antiguos oponentes sin mediación de fuerzas extranjeras. La balanza fue inclinándose a favor de los republicanos. Finalmente, el general Mariano Escobedo sitia y vence a la guardia imperial y a los generales Miramón (quien además fue condiscípulo de aquellos conocidos Niños Héroes que defendieron el Castillo de Chapultepec durante la intervención norteamericana en 1847, aunque no corrió la misma suerte) y Tomás Mejía (aquel que ocupó el centro de la República e hizo que Juárez tuviera que marcharse de San Luis Potosí al norte del país). El lugarteniente del imperio, el sanguinario Leonardo Márquez (por ello llamado “Tigre de Tacubaya”) a quien se atribuyen las muertes de Ocampo, Santos Degollado y Leandro Valle, no pudo acudir en auxilio del emperador porque las fuerzas de Porfirio Díaz lo redujeron, por lo que tuvo que esconderse y después exiliarse en Cuba.

Después de un consejo de guerra y pese a las peticiones de indulto provenientes de personajes notables de varias partes del mundo, aquél sentencia a la pena capital al emperador y sus generales, lo cual se lleva a cabo el 19 de junio de 1867. La República ha sido restaurada.

Alguien comentó que la derrota del indio Cuauhtémoc a manos del hombre blanco europeo fue cobrada por otro indio –Juárez- acabando con el rubio emperador.
Tal juicio se queda corto. No queda en un acto de venganza. Con Juárez se afirma la nacionalidad mexicana, el concepto de Patria y la misma viabilidad como Estado, lo que no es poco. No es poco ante el acoso del expansionismo extranjero y las resistencias al cambio de carácter interno.

Juárez es, con mucho, el mexicano más grande de toda la historia. El mexicano universal.


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Historia de México.

(Parte XII.- ¿Desmitificar la Historia?)

Existe, en nuestros días, una corriente de pensamiento (intelectualillos e intelectualotes que tratan de congraciarse con el actual gobierno) que intenta “desmitificar” la Historia de México porque –según ellos- ha sido escrita con el único ánimo de dignificar y justificar el sistema (al que el escritor Mario Vargas Llosa nombra “Dictadura Perfecta”), implantado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó México desde los primeros tiempos post revolucionarios –finales de los años veinte del siglo pasado- hasta el año 2000. Argumentan que este partido manipuló los hechos pasados con el fin de hacer creer que su instituto político era el heredero de las luchas libertarias habidas desde la Independencia. Con este fin –también, según ellos- se mitificó a los héroes sin verlos como “hombres de carne y hueso” en grado tal que se les inventaron virtudes que no tenían y se escondieron sus grandes defectos. Se forjó una falsa historia de “buenos y malos”.

Bajo tales premisas, pretenden –una vez más, según ellos- poner en su justa dimensión a los personajes del pasado mexicano. Así, insinúan que Agustín de Iturbide debe ser reivindicado porque fue quien consumó la Independencia; pero muestran disimulo ante los motivos y repercusiones del asunto: erigirse como emperador y perpetuar un sistema de privilegios que favorecían al clero, a la milicia y al sistema judicial, además de reafirmar el esquema económico vigente en la Colonia –pero sin metrópoli- que beneficiara a los criollos. También arguyen que Maximiliano era, en realidad, un hombre de ideario liberal y que pretendía –como lo juró en Miramar- defender la independencia y velar por la integridad del territorio nacional; sí, pero -convirtiéndose en un instrumento al servicio de Napoleón III-, vino con un ejército invasor; decidió unir su destino a los usurpadores del legítimo gobierno mexicano, quienes crearon otro de facto, y decretó perseguir a los liberales por considerarlos gavilleros. A nadie en su sano juicio se le ocurriría elevar a Santa Anna, sin embargo, hay quien sugiere que fue “víctima de las circunstancias” de su tiempo; nomás que la mayoría de las “circunstancias” fueron creadas por él mismo y por el clero, al que favorecía con sus fuerzas militares -y sus múltiples administraciones- y decisiones gubernamentales. Pretenden justificar el que Porfirio Díaz –de quien hablaremos adelante- instaurara un régimen de “mucha administración y poca política” que pacificó el país y lo situó “en la senda del progreso” durante los 30 años de su mandato (a la muerte de Juárez y con un golpe de Estado a su sucesor, Sebastián Lerdo de Tejada, no sin antes haberlo intentado y fracasado contra aquél); pero parecen olvidar que lo hizo regresando a la Iglesia posesiones bajo el engañoso sistema de “presta nombres”, hipotecando el futuro de generaciones enteras mediante nuevos empréstitos e “inversiones” extranjeras, fortaleciendo el hacendismo (régimen económico de carácter feudal con tintes esclavistas) e imponiendo una paz –más bien, ejerció una violencia social institucionalizada- basada en matanzas de indígenas alzados, obreros textiles y mineros.

Pero la ofensiva “neo cangreja” (quien haya seguido el curso de estas reflexiones entenderá que me refiero a los nuevos conservadores, los que hoy gobiernan México) no se detiene aquí. Ahora tratan de minimizar la estatura de Juárez afirmando que se trataba de un personaje enfermo de poder; que extendió su mandato, no por una necesidad histórica de coyuntura, sino por ansia dictatorial que redundó en que algunos de sus compañeros de ideario y acción se alejaran de él (Melchor Ocampo, Guillermo Prieto) e, incluso, se confabularan contra su gobierno (como el mismo Porfirio Díaz, pieza clave en la guerra contra el Segundo Imperio; como González Ortega, vencedor en la Guerra de Tres Años). Se le tacha de necio por no haber querido dialogar con Maximiliano y por haberlo fusilado (hay quien llama al acto “asesinato”, no obstante que el Habsburgo estuvo sujeto a un consejo de guerra que lo condenó a tal suerte). Y, claro, se hace burla de las leyendas –si se quiere, un tanto fantasiosas y románticas; pero no por ello menos ponderables- que se han creado en torno a su infancia humilde y a su origen indígena, lanzando epítetos cercanos a aquellos con los que se expresó Santa Anna del Benemérito.

Más allá de lo que se dice y escribe, en la práctica, durante la presidencia del maoísta Salinas de Gortari se entablaron relaciones diplomáticas con el Vaticano; su sucesor, Ernesto Zedillo, tránsfuga del marxismo y entonces Secretario (ministro) de Educación, comenzó esa “revisión” de la Historia de México. Hoy, la enseñanza básica de esa materia en las escuelas que dependen del Estado es deficiente y casi nula; eso sí, se hace casi una apología del “avance democrático” que se ha gestado en el país a partir del año 2000, con el arribo a la Primera Magistratura de Vicente Fox, quien desde los primeros días de su gobierno manifestó sin ningún decoro que el suyo era de empresarios y para empresarios, lo que en un país en donde la pobreza extrema suma millones es un verdadero insulto a la población; por añadidura, el señor revivió aquella costumbre de acudir a dar gracias al Altísimo por haber ascendido al poder, con el beneplácito de la alta jerarquía religiosa mexicana. Se dice que un pueblo que olvida su historia está condenado a repetir los mismos errores; peor, digo yo, si ese pueblo la ignora. Quizá parezca un exceso el que este autor critique la reanudación de relaciones con la Santa Sede; pero habría que volver los ojos hacia lo concreto: desde entonces, el clero mexicano se ha venido fortaleciendo políticamente; se expresa sin empacho sobre asuntos de Estado; y no sólo de palabra, sino de hecho: fueron capaces de considerar como crimen de Estado el asesinato –a manos de los señores del narcotráfico- del cardenal Posadas (¿crimen de un Estado que les restituyó el poder?); de condenar la actuación del obispo Samuel Ramos (uno de los pocos clérigos que levantan la voz contra el sistema) en el apaciguamiento y negociación del estallido guerrillero en Chiapas (se sugirió que él había sido el instigador del movimiento); de promover un llamado de atención papal al obispo Raúl Vera (otro de esos pocos) por condenar y señalar violaciones a los derechos humanos de luchadores sociales, trabajadores mineros, indígenas y migrantes, además de que ha insistido en el peligro que representa la cercanía del actual presidente, Felipe Calderón, con en ejército (ha advertido la posibilidad de una dictadura); de azuzar –desde el mismo arzobispado- a las masas católicas contra el movimiento lopezobradorista (como lo relatamos en un apartado anterior); y –nada más y cada menos- de presionar para modificar la Constitución en lo tocante a la relación Iglesia – Estado: están pugnando por participar abiertamente en política y por que la enseñanza proporcionada por el Estado incluya clases de catecismo. De modo que no se trata aquí de crear controversia en torno a un asunto de fe sino político, social e histórico. Intentan destruir el Estado Laico que rige desde las leyes de Reforma impulsadas por los liberales –cuya cabeza fue Juárez- como producto de aquella, ya referida, Revolución de Ayutla.

La dirección correcta que debe seguir la Historia, según estos revisionistas, es hacia atrás; hacia el pasado. Más aún: intentan hacer creer que eso que llaman “estabilidad” (que en primer instancia es conservadurismo y en última, reacción) es “progreso”; que las luchas por situar a México en el presente han sido inútiles. Recientemente, el escritor (reputado como “intelectual”) Héctor Aguilar Camín, llegó al extremo de decir en una mesa de discusión televisada –en la que no hubo discusión, por cierto- que “las revoluciones han sido un fracaso”. Habría que decir, en base a la simple observación del pasado, que las revoluciones –aquí y en China, como en el Universo- se han encargado de derrocar los viejos órdenes, en todos sentidos, para instaurar los nuevos, los acordes con las condiciones que privan aquí y ahora en el entorno del que se trate. Imagine el lector qué hubiera sido de la humanidad –y del mismo cosmos- sin revoluciones: en lo inmediato, seguiríamos siendo labriegos esclavizados; en lo mediato, cavernícolas; en lo remoto, simios; y en lo non plus ultra, no existiría planeta Tierra, Vía Láctea, ni Universo. Si se gestan como producto de la violencia, es porque hay resistencias físicas al cambio (las que traspuestas en la cabeza del Hombre devienen ideología). Resistencias que, independientemente de la voluntad y hasta de la fuerza, han sido, son y serán vencidas. Tal es la dialéctica de la Historia. Es la Dialéctica de la Naturaleza. Es la fuerza de la necesidad, en el sentido más literal.

[N.B.: El intelectual arriba mencionado llegó al extremo de decir, a propósito de la Revolución Mexicana, que “…bastaba con tumbar al viejito”, refiriéndose a Díaz; sucedió que “tumbaron” al viejito, pero sus émulos, epígonos y quienes tenían sus intereses con el antiguo régimen también “tumbaron” a Madero. Se enfrentaban, por necesidad, el Pasado y el Presente, no en personajes sino en modos de producción expresados en términos políticos que, como hemos afirmado, sólo ocultan un trasfondo económico].

Esas revoluciones también han transformado el producto más desarrollado de la materia: el pensamiento. Sin embargo, estos ilustres émulos de Lucas Alamán pretenden creer y hacer creer que lo vigente en ese terreno son las ideas plasmadas hace más de 2000 años en la filosofía de Platón (que, necio sería dudarlo, en ese entonces significaron una revolución respecto de las concepciones anteriores) cuando las ciencias particulares apenas empezaban a independizarse de la Filosofía. Quieren seguir separando el mundo de las ideas del de la materialidad, como si Aristóteles no hubiera existido.

Para ellos, Darwin, Marx, Engels y Freud tampoco existieron.

Esa fiebre que hizo presa de multitud de mexicanos en el año 2000 derivada de la enfermedad de la “democratitis” (mal que consiste en exacerbar la euforia por haber creído que la derrota del PRI en las urnas significaba un avance) y que dio paso al ascenso del Partido Acción Nacional (PAN), después de 6 años derivó en trastornos depresivos (lo digo en tono de sarcasmo). Se ha convertido en desencanto al atestiguar que el promotor del “cambio” y de esos avances “democráticos” –Vicente Fox- resultó ser un continuador de las políticas económicas de sus dos antecesores priístas y de las prácticas nefastas que tanto se criticaban de los gobiernos de la “Dictadura Perfecta”: el tráfico de influencias, el enriquecimiento de los personajes en el poder –incluido el suyo y el de allegados- y el desentendimiento ante la corrupción e impunidad. Y muchas sutilezas más, como el fortalecer a sectores políticos e ideológicos de corte sinarquista (fascista) dentro de su partido y en la sociedad. De dirigir la economía a favorecer –como afirmó- a los empresarios –a ciertos grupos favoritos- acostumbrados a vivir a expensas del gobierno: parásitos que desde luego se convirtieron en incondicionales que pusieron todos sus oficios y recursos a emprender una campaña de descrédito hacia el candidato a la presidencia por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) Andrés Manuel López Obrador en el 2006 y en favor de la continuidad personificada por Felipe Calderón.

Bien, si el gobierno juarista se encargó de retirar fueros y privilegios al clero y a la milicia, estos dos personajes de la reacción –Fox y Calderón, respectivamente- se han encargado de devolvérselos. Y aquí se confirma aquello de que los pueblos que olvidan –o, peor, ignoran- su historia, están condenados a repetir sus errores. Si la mayoría de los mexicanos conociera la historia hubiera sabido que votar por el PAN en el 2000 era –inclusive- peor que hacerlo por el PRI, pues aquel partido es el heredero del conservadurismo y, más allá, descendiente directo del criollaje retardatario; el mismo que entronizó a Iturbide, el que se sirvió de Santa Anna, el que trajo a Maximiliano, el que se sirvió –también- de la dictadura porfirista (como veremos).

Lo que quieren hacer los “desmitificadores” de la Historia de México es deformarla, por franca conveniencia o por ignorancia; ignorancia que ocultan tras títulos y diplomas, obtenidos generalmente en el extranjero, que los acredita como especialistas en tal o cual materia, pero que los hace perder la visión de la diversidad, de la universalidad; aunque les da la oportunidad de impresionar al neófito: “En su libro Tal –desde luego, mencionado en el idioma original- el politólogo norteamericano Fulanow D. Talowsky afirma que en México…”. Bien, pero… ¿qué dicen los autores y documentos mexicanos? ¿Cuál método utilizan para sus análisis históricos?, acaso, ¿leer en inglés?

Discúlpeseme la ironía.
Aquí cerramos el primer círculo o tramo de la espiral histórica de México. Continuaremos con una suerte de interludio –de 30 años, la dictadura de Porfirio Díaz- que desembocará en el movimiento que produjo el tardío arribo del país al modo de producción capitalista: La Revolución Mexicana (1910) que, se considera, fue la primera del siglo pasado cuyo objetivo era implantar la justicia social. Este periodo se encuentra íntimamente imbricado con la realidad mexicana del hoy.


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(Parte XIII.- Porfirio)

El Porfiriato (1877 – 1911) es, quizá, desde la perspectiva económica, el periodo que más se parece a los recientes 25 años de la historia de México. Y, más allá, en lo político, salvo porque en aquellos años la primera magistratura del país fue ejercida por una sola persona (con excepción de un breve lapso de 4 años): Porfirio Díaz.

Surgido de las masas depauperadas de la sociedad, la fortuna le empuja a conocer a su coterráneo Benito Juárez y ponerse a su servicio como dirigente de grupos guerrilleros en contra de los conservadores y –luego- de los invasores franceses.

Hombre de escasa cultura y preparación contaba con el talento de las armas y estrategias guerrilleras, por lo que descolló –inclusive- frente a militares de carrera partidarios de los liberales, lo que le acarreó simpatías populares al grado de que, habiendo concluido la guerra contra la intervención francesa, en las elecciones presidenciales para 1871 no hubo triunfador por mayoría absoluta; los candidatos fueron: Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y el aludido. El asunto tuvo que definirse en el congreso, quien votó por el Benemérito.

Díaz, inconforme, se contrapuso a su mentor: se levantó en armas; pero con poca suerte, ya que sus seguidores no pudieron hacer frente a las fuerzas del gobierno. Sin embargo, fue indultado y se marchó a la vida privada al frente de un taller de carpintería.

El 18 de julio de 1872 muere Juárez en el encargo presidencial. El presidente interino, Lerdo de Tejada, continuador de la política liberal, es quien decreta el indulto que permitió al general acogerse al mismo.

Intuyendo que Lerdo intentaría reelegirse en 1876, Díaz vuelve a la insurrección; pero esta vez derroca al gobierno. Finalmente, al año siguiente logra sentarse en la silla presidencial mediante el voto e inicia una feroz purga de lerdistas (a la postre, juaristas).

El gobierno de los Estados Unidos no ve con buenos ojos la instauración de un gobierno mexicano surgido desde un golpe de Estado; sin embargo Díaz emprende a lo largo de su mandato –no sin una incruenta “limpia” de lerdistas- una serie de medidas para “pacificar” el país y una política con la que “sanea” la economía otorgando diversas concesiones al capital extranjero –principalmente provenientes de Inglaterra y Norteamérica- con la que termina por adquirir el reconocimiento de las potencias. Va dejando atrás su imagen de hombre rústico y se disfraza de elegancia; se rodea de profesionistas egresados de las mejores escuelas de Europa, nacidos en el seno de la aristocracia a quienes se conoce como “Los Científicos”, para echar andar su proyecto modernizador.
Suena conocido. Un discurso cuyo eco rebota en las paredes del hoy, sin que uno pueda explicarse cómo es que México no termine por ponerse al día si tal era la solución planteada tanto entonces como ahora.

La propuesta consistía en forjar una nueva clase social, a manera de lo que ocurría en el mundo desarrollado, que pugnara por echar a andar la industria, el comercio, la banca, la agricultura bajo los nuevos cánones: el capitalismo. Pero como en el país no existían ni estructural ni superestructuralmente las condiciones para que ello ocurriera, la tarea se dejó en manos extranjeras. Al sector pudiente nacional se dejó –porque era el único ámbito económico que conocían desde la Colonia- el sector agropecuario; pero las relaciones de producción distaban mucho de las formas capitalistas: se desarrollaron grandes haciendas bajo un régimen de explotación de la mano de obra que en nada difería –porque, también, era lo que único que los grandes terratenientes conocían- del de las encomiendas coloniales marcadas por el vasallaje; más aún, por una esclavitud poco disimulada.

Y recordemos, como se dijo, que el 80% de la población mexicana vivía de las actividades del campo.

La situación de los trabajadores del campo difería tan sólo un poco de las de otras sectores. Los obreros textiles y mineros eran sujetos a jornadas de trabajo extenuantes y bajos salarios que recuerdan los relatos de Engels en La situación de la Clase Obrera en Inglaterra. Cualquier brote de inconformidad laboral era reprimido con las armas. Se institucionalizaron formas de represión brutales como las deportaciones; estas fueron practicadas, principalmente, contra las insurrecciones indígenas; así, a los rebeldes capturados en la zona norte del país –zonas de calor seco y, en invierno, de frío intenso- se les enviaba a servir en haciendas del sureste en donde el clima caluroso cuasi tropical; y a la inversa, con el agravante de dispersión de las familias.

Así pues, la “paz social” del porfiriato era ficticia; fue una violencia social institucionalizada.

Las medidas económicas tendientes a la “modernización”, se decía -como hoy- aseguraban el progreso, pues eran similares a las puestas en práctica en los países desarrollados. Sí, puede ser, pero se olvida que estos países no tenían la carga de dar trabajo y de comer a millones de seres –principalmente indígenas-ancestralmente desposeídos y explotados como era el caso de México (y de todas las colonias de la América indígena donde no se exterminó a la población); un país que –como dijo Abad y Queipo- estaba marcado por la diferencia entre quienes “…todo lo tienen y los que nada tienen”.

Así, de contar con un solo ferrocarril cuyas vías férreas sumaban 460 kilómetros, el porfirismo construyó toda una red de 19,000. Se creó una infraestructura portuaria extensa. La economía creció como nunca antes; pero el reparto de la riqueza, la distribución, continuó igual; y, en términos relativos, peor; ya que en las haciendas agrícolas se instituyó un régimen –en sí un modo de producción- de sujeción de la mano de obra mediante el endeudamiento de los trabajadores, mediante las tiendas de raya, mismo que se heredaba a las generaciones posteriores.

Sin discriminar el aspecto injusto de tales medidas, es de resaltar que la inequidad en el proceso de distribución frenaba el proceso capitalista en su conjunto, pues no fue capaz de crear un mercado interno que lo favoreciera. A final de cuentas, a los señores aristócratas mexicanos dueños del dinero no les interesaba entonces –como tampoco hoy- la reproducción del capital, sino la renta. La ganancia segura, sin riesgo, que permitió al capital extranjero sacar ventaja y apoderarse de los bienes de la Nación, dejando para México –sí- crecimiento económico. Pero crecimiento es diferente de desarrollo; la plusvalía se fugaba para financiar el desarrollo de los imperios y la renta quedaba en las manos de unos cuantos conacionales que formaban una elite (cuyas ganancias –inclusive- gastaban adquiriendo bienes suntuarios en el extranjero).

Tal era la propuesta económica de la camarilla de “científicos” (que no difiere en mucho de la que hoy plantean los “tecnócratas” neoliberales en el poder) que dirigía la economía del país, la cual se sostenía política y militarmente en un régimen autoritario que no permitía sino la elección del vicepresidente.

El sistema tenía que reventar por alguna senda; y fue precisamente el sistema electoral el pivote por el que lo haría, como luego veremos. La sociedad estaba cansada de un vetusto gobernante; anhelaba una nueva perspectiva.

En 1910, Porfirio Díaz encabezó los festejos del centenario del inicio de la Independencia. Pero… ¿de qué independencia se trataba si él se encargó de entregarla al capital allende las fronteras? (Tal como hoy sucede con los próximos festejos por el Bicentenario).

¿Cuáles eran las condiciones para un virtual advenimiento de una nueva sociedad, basada en un nuevo modo de producción? Nadie lo propuso; nadie hablaba de “burguesía” y “proletariado” (acaso sólo los anarquistas autóctonos, más como imitación extralógica y fuera de contexto que como circunstancia real). La necesidad se manifestaba de otras formas, aún desligadas entre sí. Las condiciones para la llegada del capitalismo eran:
1.- Un Estado nacional, el cual ya se había dibujado durante el juarismo con la República Restaurada.

2.- Desarrollo de fuerzas productivas, pues las existentes ya no cabían en la organización económica de la sociedad.

3.- Un gobierno “democrático”, elegible y renovable; lo cual sería la siguiente tarea. Esta necesidad se planteaba, fuera de su contexto económico, como una fórmula que se practicaba en los países desarrollados y dado que Díaz llevaba más de 30 años en el poder.

4.- Medios de producción en propiedad privada, no en usufructo, y leyes que la protejan; para concretarse debían complementarse con el siguiente punto.

5.- Mano de obra libre y despojada de toda propiedad, y leyes laborales que la protejan contra el abuso. Esta necesidad se planteaba, también, aparte de su contexto económico, como un acto de justicia para con los millones de seres que vivían en condiciones infrahumanas y de sobreexplotación en las haciendas.

6.- Un solo órgano que detentara la fuerza institucionalizada (un ejército único) que asegurara el orden para que el nuevo sistema pudiera desarrollarse. Esta necesidad se manifestó hasta cuando el nuevo sistema tomó visos de predominancia para que no hubiera grupos armados bajo las órdenes de caciques y jefes militares que pusieran en riesgo la estabilidad del Estado y para proteger la propiedad privada y no los intereses de los poderes informales, como había ocurrido a lo largo de la historia, desde tiempos inmediatos a la consumación de la Independencia.

7.- La creación de un mercado interno amplio.

Hay historiadores que sitúan la génesis de la nueva sociedad en México en el porfiriato porque existía una incipiente industria y se construyeron líneas ferroviarias (un indicador claro, al juicio de quienes asumen esa teoría); otros, inclusive, hacen notar que en la Colonia ya existía una producción agrícola y minera destinada al mercado. No comparto esos criterios, ya que las formas capitalistas que pudieron existir eran producto del desarrollo, en ese sentido, de las economías más allá de nuestras fronteras: primero la colonial precapitalista (sostenida, curiosamente, por la potencia europea que más tardó en situarse dentro del capitalismo: España, que al momento de la Conquista no había alcanzado, plenamente, su condición de nación); luego la francesa; y, posteriormente, la imperial inglesa, la alemana, la holandesa y la norteamericana. No era capitalismo propio ni sistema económico dominante, sino producto del expansionismo económico, político y militar de las grandes potencias.

Era obligado cumplimentar, dentro del marco de la nación, los procesos arriba enumerados (algunos de los cuales se llevaron a efecto ya bien entrado el Siglo XX) para que el capitalismo se afincara con carácter de modo productivo dominante. Tan sólo la acumulación originaria del capital se produce durante los primeros años de la Revolución como resultado de la liberación de la mano de obra que se encontraba cautiva en las haciendas bajo el sistema de peonaje, el cual mostraba –como ya dijimos- similitudes con formas precapitalistas como son el feudalismo -e, incluso, la esclavitud- aunque con particularidades condicionadas por tiempo y espacio.

Enseguida iniciaremos con el comentario de la Revolución Mexicana de 1910.


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(Parte XIV.- Madero)


La gerontocracia porfiriana empezaba a resquebrajarse. El dictador estaba por cumplir ochenta años y la sociedad mexicana se daba cuenta de que el fin del viejo gobernante se acercaba, por lo que la cercanía de las elecciones para “renovar” el gobierno a partir de 1910, hicieron crecer las expectativas de los grupos que pugnaban por una transformación social dentro de los cauces legales, mediante el sufragio.

Desde luego que eso ocupaba las mentes de las clases medias que no hallaban cabida en el medio de la administración pública y la política, pues los anacrónicos “científicos” se eternizaban en sus posiciones. Pero la mayoría de la población, y la sociedad toda, requería cambios de fondo que no los daría un simple cambio de estafeta en la primera magistratura. De ahí que para la primera década del siglo XX la inconformidad contra el sistema se hubiera acrecentado desde los diversos sectores sociales: huelgas laborales, intentos de sedición, asaltos a haciendas, conspiraciones; y la respuesta fue el incremento de la represión escondida bajo una promesa del dictador –en una entrevista concedida a un periodista norteamericano- de abandonar el poder en virtud de que México “… estaba listo para la democracia”.

En tal virtud, proliferaron los clubes y agrupaciones políticas que vieron en el anuncio una oportunidad para hacerse del poder mediante procesos electorales.

En tanto, un hombre llamado Francisco I. Madero, miembro de una familia pudiente escribió un libelo llamado La Sucesión Presidencial, en donde exponía sus ideas acerca de lo que a su juicio era necesario para modernizar la política en el país y así insertarlo en el franco camino de la democracia.

Otros personajes y grupos disidentes planteaban en sus plataformas ideológicas y de acción algo más allá de la transmisión del poder presidencial. Pertenecían a capas sociales menos favorecidas o a la intelectualidad clasemediera, y, por ende, sugerían que un cambio de poder no solucionaría los grandes y ancestrales problemas que afectaban a las grandes mayorías. Estos grupos estaban proscritos; y, aun, actuaban en forma clandestina o desde el extranjero.

No les faltaba razón. El porfiriato se había encargado de manipular las Leyes de Reforma mediante las cuales se arrebataron grandes extensiones de tierra de manos del clero otorgándolas a compañías deslindadoras, muchas de ellas extranjeras, y a terratenientes. Así -refería el economista mexicano Jesús Silva Herzog- de 1881 a 1889 se deslindaron 32 millones de hectáreas, de las cuales 27.5 se les otorgó a vil precio (aproximadamente el 13% de la superficie del país) y la nación sólo conservó 4.7 millones de hectáreas. Por inverosímil que ello parezca, las compañías deslindadoras que se apropiaron de la primera cifra estaban conformadas por tan sólo 29 individuos. Ante tal referencia, cualquier señor feudal de la Europa medieval quedaría como un simple aparcero. Una referencia más: entre 1890 y 1906, ocho individuos se hicieron, por la misma, vía, de 22.5 millones de hectáreas; dice Slva Herzog: “…hecho sin precedente en la historia de la propiedad territorial en el mundo”. Ante este escenario, no era factible un cambio de fondo con la simple remoción del gobernante, como planteaban los antirreeleccionistas. Ni la modernización planteada por el liberalismo: el régimen de propiedad lo impedía; Morelos, desde un pasado ya lejano, planteaba como solución la pequeña propiedad (por cierto, más acorde con el liberalismo). Y la terca realidad se impuso.

Conforme se acercaba el año de elecciones, se iba descubriendo el rostro de la verdad: Díaz no estaba dispuesto a dejar el poder, tan sólo a permitir el voto por la vicepresidencia; y, claro, tenía su propio candidato.

Madero forjó el Partido Antireeleccionista e inició un peregrinaje por el país para promover su candidatura presidencial, lo que a los ojos del gobierno constituyó una amenaza. Así que fue a parar a la cárcel. Y ello no hizo sino acentuar las inconformidades.

Antes de continuar con el aspecto puramente narrativo, permítanseme unas digresiones que vienen al caso. Por aquel entonces, las naciones más prósperas eran Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica; debían su ascenso al liberalismo económico, escuela del pensamiento económico que derivaba de privilegiar el crecimiento a partir de lo que hoy llamamos la iniciativa privada; esto es: dejar que los miembros de la sociedad desarrollaran la productividad en las diversas ramas (comercio, industria, agricultura y servicios) sin trabas ni intervención desde las instancias de gobierno; el cual, en cambio, alentaría tales actividades otorgando facilidades arancelarias, de infraestructura, etc. Y, antes que nada, facilitando y protegiendo la PROPIEDAD PRIVADA. Viendo lo exitoso de aplicar tales providencias en los países mencionados, parecería acertado tomar medidas similares en México; por ello los “científicos” del porfiriato pusieron sus empeños en tales tareas. En aquellas naciones era relativamente fácil que miembros de la clase media pudieran ascender al siguiente estamento social, así como que miembros de la clase trabajadora pasaran a los sectores medios. Sólo que a los señores “científicos” no les pasaba por las mientes un agregado más, condición sine qua non: la libertad de los individuos; la liberación de la mano de obra que, en número abrumador, se encontraba cautiva en las haciendas; y no rozaba su pensamiento porque eran herederos de la mentalidad inmovilista del criollo: así son las cosas y así serán por los siglos de los siglos. Así, el liberalismo aplicado en México estaba cojo. Era una entelequia, puesto que las formas de propiedad permanecían estacionadas desde la colonia. El escalar posiciones dentro de la pirámide social era una ilusión; y, bien visto, también era parte de una falacia (como lo es, el neo liberalismo) en los países de donde provenían los capitales invertidos, como adelante sugeriremos.

Mientras la riqueza social permanezca constante, el enriquecimiento de los sectores privilegiados sólo es factible merced al detrimento de los sectores menos favorecidos: los pobres. Aun si la riqueza social crece, pero la forma de apropiación de la misma no permite la derrama hacia la base (como era el caso, ya que el grueso de la ganancia se iba al extranjero y las relaciones de producción impedían obtener mínimos de bienestar a la inmensa masa de desposeídos cuasi esclavizados en las haciendas), tampoco se propicia el desarrollo económico individual. Por el contrario: los peones de las haciendas, en términos relativos se empobrecían.

Arriba dijimos que los países económicamente exitosos que poseían bienes, explotaban recursos o invertían sus capitales en México brindaban, en sus respectivos países, la oportunidad de que los miembros de una clase materializaran sus anhelos de treparse a los siguientes estamentos (lo que constituía un tácito aval al sistema capitalista por parte de sus defensores) y lo calificamos como parte de una falacia; ¿por qué? Porque las economías poderosas (imperios modernos) empezaban a conformarse como economías mundiales; rebasaban los marcos nacionales. De manera que los sectores empobrecidos de los nuevos imperios no se encontraban (no se encuentran) dentro de los límites de sus países; aunque sí dentro de sus procesos económicos. Las masas depauperadas derivadas de su economía –condición necesaria del capitalismo- estaban fuera de su territorio; la iniquidad y la miseria es desplazada a los países dominados. Es la ley de las economías imperiales así como lo es, hoy, en las economías globales.

Así, después de la incruenta lucha juarista por derrotar al invasor extranjero, durante el porfiriato México se encontraba en situación semejante a la Colonia, con la diferencia de que no había presencia política y militar extranjera; ya no eran terratenientes españoles, sino capitalistas –y también terratenientes- ingleses, norteamericanos, holandeses, franceses y alemanes. Nuevas metrópolis neo coloniales o neo imperiales ejercían su dominio no con las armas, sino con sus capitales; con el canto de unas sirenas llamadas divisas. Y se apropiaban de los recursos naturales y –como antaño los españoles- de los bienes nacionales. Y a eso el porfiriato le llamó “progreso”. Igual sucede hoy, año en que se celebrará el bicentenario de la Independencia.

A fin de cuentas, Díaz se reeligió en 1910. Madero llamó a la insurrección y el viejo Porfirio abandonó el país apenas unos cuantos meses de tomar posesión. Al poco tiempo el antirreeleccionista tomó el poder; sin embargo su mandato sería truncado. Sin haber planteado medidas que condujeran a una transformación de fondo, el imperio del norte, temiendo alguna afectación a sus intereses, se dio a la tarea de propiciar una confabulación contra su gestión desde la propia embajada norteamericana.

Francisco I. Madero se conformó (su interés había sido instaurar un régimen democrático) con haber tumbado de su pedestal al vetusto gobernante anterior, lo que trajo como consecuencia el alejamiento de otros revolucionarios -como Emiliano Zapata quien continuó insurrecto- que veían como prioritario el asunto agrario, el reparto de la tierra. Cometió el error de licenciar a sus tropas leales y mantener incólume el ejército federal, comandado por militares afectos al porfirismo, los que finalmente –comandados por un sobrino de Díaz y otros militares afectos al porfirismo, como Bernardo Reyes y Manuel Mondragón- se levantaron en armas (el triste capítulo llamado “La Decena Trágica” que también cobró la vida de uno de los militares levantiscos mencionados: Bernardo Reyes, hombre leal a Díaz y padre del connotado intelectual Alfonso Reyes), lo apresaron y asesinaron junto con el vicepresidente José Ma. Pino Suárez. La cacería de brujas alcanzó a su hermano Gustavo.

Mediante argucias –y el cómplice disimulo de la embajada norteamericana-, un militar oportunista y felón, Victoriano Huerta, se instaló en la presidencia. Entonces se generalizó la insurrección. Ya no se trataba de una lucha por derrocar a quien se encontraba, de facto, en el poder: se planteaba llevar a cabo las profundas y necesarias transformaciones económicas y sociales que satisficieran las exigencias de diversos sectores sociales provenientes de distintas clases sociales; de intereses materiales e ideológicos plurales. Pero, ante todo, de terminar con estado generalizado de hambre, pobreza e injusticias. Una verdadera revolución que respondiera a los reclamos de los sectores ancestralmente marginados en un país eminentemente agrario: el reparto de la tierra.

No se puede soslayar el reclamo generalizado de justicia social; pero sucedió que las formas de propiedad –largamente contenidas- dejaron de corresponderse con las fuerzas productivas e impedían el desarrollo de las instancias sociales desde su propia estructura. La Revolución Mexicana devino no como producto de factores ideológicos, sino como necesidad de la materialidad. No surgió de la cabeza –llena de ideas- de hombres brillantes, sino del estómago –vacío- de las masas.

Nuevamente, la coyuntura internacional –las potencias se encontraban ocupadas en los umbrales de la Primera Guerra Mundial y las revoluciones rusas contra el zarismo- permitió a México llevar a cabo medidas, incluso, en contra de los intereses imperiales. Lo veremos adelante.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XV.- La Guerra y la Paz)

En el año 2000 un sector de la sociedad mexicana se engañó creyendo que México, finalmente, había logrado el gran avance histórico al expulsar al PRI de la Presidencia de la República mediante elecciones –justo es decirlo- impecables, gracias a que recién se había conseguido retirar los procesos electorales del tutelaje gubernamental merced a la creación del Instituto Federal Electoral (IFE), un organismo ciudadano imparcial (en sus orígenes). El PAN pudo alcanzar la presidencia con su abanderado: Vicente Fox, un ranchero venido a menos y empresario poco exitoso que al final de su mandato –dicho sea de paso- se convirtió en millonario. Misterios (¿?) de la vida.

Por fin, se afirmaba entonces, el país había accedido a la democracia plena. El nuevo gobierno se jactaba de ello y cayó en ridículos excesos publicitarios: los medios de comunicación difundían spots –diseñados desde las instancias de la administración pública- en los que se canturreaba; “¡Gracias, Vicente Fox, por la democracia!”

Lo anterior constituye sólo una referencia con el fin de equipararla al momento en que Francisco I. Madero echó a Porfirio Díaz del poder en 1911. Con sus debidas diferencias: la llegada de Madero a la presidencia fue preludio de una tragedia (que a la postre le cegó la vida), en tanto que, la de Fox, el de una comedia bufa.

Por su condición de clase, Madero no supo más que conformarse con echar al anciano dictador y con el espejismo de la democracia; pero cerró los ojos a los problemas torales –que ya hemos mencionado- y, como se dice por ahí, “en el pecado llevó la penitencia”.

Anteriormente señalamos 7 puntos que resultaba necesario resolver para transformar el país. Tales tareas fueron las que correspondería a la Revolución Mexicana llevar a cabo. No sin vaivenes: entre avances y retrocesos; sin embargo, exitosa.

Sin embargo, hoy existen corrientes de pensamiento (es un eufemismo) que tratan de devaluar los logros de aquélla. Son las mismas mentes inmovilistas a las que nos referimos al comentar el periodo juarista; mentes ancladas en un pasado cuya simiente, seca, insisten en abonar en el presente. Mentalidad criolla educada (también es un eufemismo) en un idealismo ramplón, en un catolicismo convenenciero que cultiva los ritos y desecha el trasfondo cristiano; en la misericordiosa costumbre del limosnero (en rigor, lo es quien la da, no quien la recibe); en la dádiva, a través de los patronatos, como medio de “solucionar” la pobreza; en la creencia de que la verdadera fuente de riqueza se encuentra en la concentración de la tierra en pocas manos; en que la forma “justa” de apropiación de aquélla es la renta; en que hay gente inmensamente rica e inmensamente pobre porque así hizo Dios al mundo. Mentalidad criolla –que describimos en el apartado de la Colonia- que la Revolución se afanó en destruir; pero que hoy, con los gobiernos de 25 años a la fecha, está resurgiendo.

Volvamos al aspecto narrativo.
México, aún habiendo perdido la mitad de su territorio a manos de los Estados Unidos, cuenta con un territorio extenso con una diversidad de culturas, formas de desarrollo, origen y costumbres de sus pobladores. Fue por ello que al derrocamiento de la dictadura porfirista y la posterior caída del nuevo régimen maderista la revolución tomó diversos rumbos: existían varios intereses. Y multitud de asuntos pendientes, entre ellos el de más peso por su importancia -dada la dimensión de la población que dependía de esa rama económica- y el luengo tiempo de espera por la solución: el reparto de la tierra. Pero, además, la construcción de un México situado en el solar del presente. Inventarlo, porque el viejo liberalismo, el del siglo anterior, ya no daba soluciones.

En 1914, Victoriano Huerta abandonó el país. Venustiano Carranza se convirtió en el Primer Jefe de la revolución; en ese carácter dispuso lo que Madero no hizo: destruyó el aparato militar porfirista e hizo ver que sólo unidas las diversas facciones asegurarían el triunfo definitivo de las fuerzas renovadoras sobre los escombros del viejo régimen. Se instituyó un nuevo congreso, en el cual tampoco participaban los emisarios del porfirismo, con miras a la creación de una nueva constitución. El Rey Viejo, como lo nombra el escritor mexicano Fernando Benítez en obra homónima, pretendía asirse del poder político, a lo que las convenciones de la Ciudad de México y de Aguascalientes se opusieron nombrando un gobierno de la República en el cual Carranza no figuraba. Luego de un corto periodo, vaivén entre luchas y calma chicha, el Barón de Cuatro Ciénegas fue elegido presidente y durante su periodo se promulgó la nueva constitución (1917). Una ley fundamental que regulaba la tenencia de la tierra y la entregaba en manos de quien la trabajaba, que depositaba en manos de la nación las riquezas del subsuelo, que protegía los derechos de los trabajadores fabriles y mineros, que retiraba fueros a la milicia y al clero, y ponía en manos del Estado la educación, entre otras muchas demandas sociales –para su tiempo- visionarias, pues legislaba sobre temas que correspondían a una sociedad cuyo status México aún no alcanzaba en el terreno de lo concreto.

Sin embargo, Carranza comenzó a dar visos de no querer abandonar el poder o dejar en éste a un personero, lo que acarreó nuevas disputas entre los hombres de la revolución; los afines y los no afines. Ante ello, huyó de la capital con destino a Veracruz, pero en el trayecto se enteró que el gobernador de ese estado no lo apoyaría, por lo que interrumpió el viaje y sufrió una celada en la que perdió la vida a manos de antiguos correligionarios.

El siempre insurrecto Zapata, líder de la revolución agrarista suriana, había muerto años antes víctima de engaño fraguado por el general carrancista Pablo González.

Llega el año de 1920. Al nuevo hombre fuerte y genio militar de la revolución, Álvaro Obregón, correspondió llevar a efecto las tareas para consolidar la revolución desde la presidencia de la República: convertir al Estado mexicano no en un vigilante del proceso social, sino ser su promotor. Supo atraer hacia sí a los depositarios del zapatismo y a los líderes laborales (lo que a la larga sería uno de los lastres del movimiento obrero).

Para el siguiente periodo, que inició en 1924, es electo presidente Plutarco Elías Calles, a quien corresponde enfrentar el intento del clero por doblegar al poder político: La llamada Guerra Cristera. Ésta no es sino la respuesta de las tiaras y las sotanas ante un movimiento social que a fin de cuentas le hizo comprender que los poderes económico y político perdidos desde la Reforma juarista no les serían regresados; la nueva constitución consignaba que la educación debía ser impartida desde el Estado y debería ser laica y gratuita; había más: el viejo diferendo por el Patronato: Calles sugirió la instauración de una iglesia alejada de Roma. La clerecía azuzó a la masa católica que se levantó en armas –al grito “¡Viva Cristo Rey!”- contra el gobierno.

[NB: Cabe señalar que unas de las últimas beatificaciones y canonizaciones que Juan Pablo II otorgó, en el ocaso de su vida, estuvieron dirigidas hacia personajes -¿acaso instigadores?-, clérigos y seglares, cercanos a la insurrección].

Los cristeros fueron derrotados militarmente; pero su influencia ideológica –el sinarquismo, una especie de fascismo autóctono- se mantuvo vigente, hasta muy bien entrado el siglo pasado, arropada por asociaciones de tipo religioso pero de carácter violento: enemigos a muerte del laicismo y el ateísmo, y anticomunistas furibundos que actuaban desde lo clandestino contra todo movimiento social, campesino, laboral y estudiantil; contra todo lo que pudiera amenazar el statu quo, que consideran voluntad divina. Hoy uno de los grupos que recibieron tal legado –el Yunque- forma una de las corrientes del PAN, el partido de quien ejerce, por decisión en tribunales, la primera magistratura en México: Felipe Calderón.

Obregón pretendió reelegirse y lo logró; pero no alcanzó a tomar posesión: un complot de beatos cegó su vida.

A partir de entonces, Plutarco Elías Calles se convirtió en el “Jefe Máximo”; continuó ejerciendo el poder real poniendo y quitando presidentes a su conveniencia amparado en la creación de un partido político que aglutinaba a los diversos sectores económicos que actuaban en la sociedad mexicana: el Partido Nacional Revolucionario (PNR). Así, se pretendía dar fin a las largas disputas que dominaban el escenario nacional desde la guerra de independencia. Se institucionalizaba la revolución para acabar con más de cien años de luchas intestinas (1810 – 1929).

El partido abrazaba a los sectores campesino, obrero y organizaciones que dio en llamárseles “populares” (pequeños comerciantes, profesionistas y otros). Además, se conformaba bajo un cariz unificador, pues daba alojo a los diversos grupos revolucionarios otrora en pugnas militares, políticas e ideológicas (con excepción del clero). Ello parecería una medida acertada, y en su momento lo fue; pero he aquí la otra cara de la moneda: entronó a una elite de liderzuelos emanados de las oscuras masas que repentinamente se vieron dueños de un poder inmenso; igual que a la vieja usanza. En muchos sitios de este escrito hemos aseverado que origen y herencia son destino, no sólo en lo individual sino en lo social; la institución del cacicazgo anidó en el nuevo partido y en la nueva vida nacional para incubar nuevas formas de corrupción y tráfico de influencias. Y, sin embargo, ahí convivieron con lo más avanzado del pensamiento y acción de los grandes hombres que la revolución engendró.

También dijimos que los tres grandes pilares que sostenían las instancias de poder en la Colonia fueron el jurídico, el militar y el clerical. Ninguno de los jefes revolucionarios estaba comprometido –y mucho menos pertenecía- a tales dominios. Todos fueron civiles; pero, como mencionamos al principio de este capítulo, representaban distintos intereses y partían de grupos sociales –clases- distintas.

La Revolución Mexicana contenía varias revoluciones porque sus promotores y actores tenían orígenes, concepciones e ideales diversos.

Madero, Carranza, Obregón y Calles provenían del norte del país; una zona donde la ganadería y agricultura eran prósperas; el cultivo del algodón estaba de alguna manera inserto en el proceso económico de Norteamérica, al igual que la minería, que en algunos casos le pertenecía a la potencia vecina.

Madero representaba al terrateniente, más o menos educado, cansado de un gobierno dictatorial; su visión no iba más allá de la instauración de un gobierno “democrático” (tal como su descendencia –con membresía en el PAN- lo hizo en el año 2000, con la derrota electoral del PRI).

Carranza, hombre de posición económica desahogada, gobernador de su natal Coahuila ya en el ocaso porfirista; quizá el hombre que tenía más claro el camino que debía seguir la lucha: una revolución burguesa, como necesidad, desde el punto de vista histórico y filosófico.

Obregón y Calles. El primero, de ascendencia irlandesa e ingeniero; el segundo, maestro de escuela. Ambos representaban a la revolución que requerían las clases medias emergentes. El primero con un talento empírico en tácticas militares. El segundo, políticas.

La revolución de los depauperados y de los desheredados de la tierra partió de dos sitios: del norte, Francisco Villa, antiguo salteador; y del sur -una de las zonas que aún mantiene los niveles de vida más bajos y más altos de explotación en la geografía mexicana- Emiliano Zapata, ranchero y caballerango de personajes del porfirismo, quien estuvo asesorado por profesores e intelectuales forjados en el anarco sindicalismo, e ligado íntimamente a los peones acasillados de las haciendas.

Todas esas vertientes y otros poderes fácticos, económicos y militares ávidos de poder, mismo que ya para entonces era difícil tomarlo con las armas, conformaron el PNR.

Nos faltaría mencionar al hombre que vino a consolidar la Revolución Mexicana el final de la cuarta década del siglo pasado -en los albores de la segunda gran guerra entre las grandes potencias capitalistas que repercutió en todo el mundo-: Lázaro Cárdenas del Río.

Pero ello será materia del siguiente capítulo.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XVI.- El Tata y el Petróleo)

En la parte anterior habíamos aseverado que la Revolución se consolida durante el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río. Ahora habrá que acercarse al porqué de tal afirmación. Habremos, también, de iniciar el cierre de los círculos que nos permitan explicarnos con mayor número de elementos –los narrativos y comentarios al margen, ya concatenados- el México de hoy.

En su oportunidad planteamos que para que México pudiera acceder a los nuevos tiempos, los vigentes al principio del siglo pasado, era menester cumplir con siete medidas; pero, como hemos visto a lo largo de esta serie de reflexiones, las condiciones para el desarrollo de una nación determinada no pueden explicarse por sí mismas, ya que forman parte de un contexto global; sobre todo, si tomamos en cuenta que fue en un periodo marcado por las disputas entre los países poderosos en ascenso en la fase imperialista del capitalismo como el que coincide con la Revolución Mexicana, la que –por tanto- devino antiimperialista. Menos podrían explicarse por sí mismas en México, país atrasado en el que sus clases privilegiadas fueron herederas del pensamiento más retardatario porque sus legatarios europeos, españoles, así eran en el viejo continente. Y mucho menos aun en México, país dominado militar, política y económicamente desde el exterior consecutivamente por España, Francia y Estados Unidos e Inglaterra. México, el país más veces agredido, impunemente, por el imperialismo norteamericano en toda la historia mundial y al que este último debe –merced a los territorios que le arrebató al primero- gran parte de su riqueza actual (recordemos que en tales territorios abunda el petróleo, el oro y el uranio, así como tierras de cultivo; y, en otro aspecto, significaban poco más del doble de la extensión actual de México y hoy son algo menos de la tercera parte de la de Estados Unidos: Texas, California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utha, parte de Colorado y Wyoming). Hay algunos autores que afirman no se explicaría el poderío de este último país sin ese capítulo de la historia. Ni tampoco, desde luego, si el gobierno de Porfirio Díaz no hubiera abierto sus puertas, indiscriminadamente, al capital norteamericano y al inglés, las potencias capitalistas más voraces (de petróleo y otras riquezas naturales) y poderosas de entonces.

Veamos: entre finales del siglo XIX y principios del XX, el periodo que correspondió a Díaz, México constituyó el blanco principal del avasallamiento económico del imperialismo yanqui; la inversión total sumaba el 60% del total invertido en América Latina. La dictadura porfirista otorgó concesiones y privilegios excepcionales en nuevos latifundios, minas, ferrocarriles y, ¿qué creen?, petróleo. Por ejemplo: para la construcción de vías férreas, otorgó en gratuidad terrenos y subsidios en dinero ( de 6 a 10 mil pesos por kilómetro); para 1910, la red sumaba 15, 360 millas, de las cuales sólo 3 mil fueron construidas con capital de particulares mexicanos, el resto por extranjeros. Se entiende que la finalidad era facilitar el saqueo de los demás recursos y bienes obtenidos por el imperialismo rapaz en tierras mexicanas. Por aquellos años, la industria minera quedó casi toda en manos de compañías norteamericanas: les pertenecía el 90 % de las minas. En 1900, un empresario norteamericano de apellido Doheny compró 280,000 acres –a precio vil, 1 dólar por acre- y posteriormente adquirió –mediante despojo de tierras comunales favorecido por el gobierno de Díaz, quien usó a conveniencia de este inversionista, y otros que luego llegaron, las leyes que Juárez y la ilustre generación de liberales que le rodearon promulgaron para arrebatar el poderío económico al clero terrateniente- otros 150,000. Esas tierras, se había descubierto, eran ricos yacimientos petrolíferos, y a partir de ello se levantó el primer consorcio “mexicano” del hidrocarburo; se eximió a la compañía del pago de impuestos por un periodo de 10 años y se autorizó la importación de maquinaria y enseres para el efecto sin el correspondiente pago de aranceles. Luego llegaron nuevas empresas (Standard Oil, Half Refining, Sinclair Oil Groups), a las que se otorgó similares canonjías. También arribaron las compañías inglesas (Royal Dutch and Sell), aunque antes de la Revolución el 85 % de las compañías petroleras eran norteamericanas. En 1909 se extrajeron cerca de 3 millones de barriles de crudo y, en 1911, 12.5 millones de barriles. El petróleo mexicano, ya refinado en el extranjero, inundaba el mundo; y desde luego, regresaba al país de origen. Negocio redondo.

[NB: la práctica de despojo de tierras comunales, pertenecientes principalmente a indígenas, fue una constante desde antes del arribo de las compañías: se verificaban a favor de la camarilla gobernante (los “Científicos”), de caudillos militares regionales incondicionales del régimen y familiares del presidente Díaz; así, el general Luis Terrazas, gobernador del estado de Chihuahua –de quien, en tono de broma, se decía que “…no era de Chihuahua, sino que Chihuahua era de Terrazas…”- y su yerno, Enrique Creel, quien fue ministro de relaciones exteriores porfirista y, por cierto, ascendiente de un frustrado aspirante a la candidatura presidencial por el PAN (fue derrotado por Felipe Calderón) y posteriormente coordinador de la bancada de ese partido en el Senado. Y así, y de símiles formas legaloides se apadrinaron muchas otras riquezas, entre las que se pudiera contar la de la familia Madero, la del mismísimo jefe antirreeleccionista -a quien se le llama Apóstol de la Democracia-, familia de la que provienen otros políticos miembros del PAN en nuestros días. El asiduo lector de esta serie -amable y paciente- ya podrá ir dilucidando quiénes son y de dónde provienen los “ilustres” personajes del partido actualmente gobernante y que forman equipo con Poder Ejecutivo desde el año 2000].

Para 1910 operaban en México 32 bancos extranjeros, de los cuales los grupos financieros norteamericanos realizaban el mayor número de actividades: 64 % en ferrocarriles, 78 en la minería y 58 en la industria petrolera.

Es por ello que al estallido revolucionario Estados Unidos conspiró contra el gobierno de Madero, con las funestas consecuencias que ya relatamos; y por ello, también, las intervenciones militares en 1914 y 1916, no obstante que ya se había desatado la primera conflagración mundial, la primera gran guerra entre los países imperialistas por el reparto del mundo; o quizá por ello; aunque no prosperaron gracias a habilidosas maniobras diplomáticas de los mexicanos y que las potencias imperialistas se mostraban más interesadas por lo que estaba ocurriendo en Europa: la guerra imperialista y las revoluciones rusas de 1917, la segunda de las cuales acarrearía el surgimiento del primer Estado socialista inspirado en el marxismo. No era para menos: la sentencia del sabio alemán se concretaba: “…un fantasma recorre el mundo…”. Y ya lo recorría desde tiempo atrás; pero ahora tomaba la forma de Estado.

[N.B.: No omitiremos el referir que ante la grave situación mundial los Estados Unidos, teniendo la necesidad de contar con el petróleo de México, presionaron a los gobiernos de Carranza y Álvaro Obregón –inclusive con la fuerza de las armas, con las invasiones mencionadas apenas unas líneas arriba- para no comprometerse como aliados de Alemania. Los sistemas de inteligencia ingleses detectaron un telegrama enviado al embajador del Imperio Alemán por el Secretario de Asuntos Exteriores de la potencia europea (el telegrama Zimmermann) en el que se le indicaba que convenciera al gobierno de México de aliársele y aceptar diversos favores –entre los que se encontraban el rescate de parte los territorios arrebatados por los Estados Unidos- a cambio de que nuestro país sirviera de puente y bastión para invadir Norteamérica. Capítulo aparte: ésta obligó a Obregón a firmar los Tratados de Bucareli, a efecto de que no se llevaran a cabo afectaciones a las propiedades de estadounidenses por la aplicación retroactiva de las leyes mexicanas ni expropiaciones a favor de Estado mexicano de las compañías petroleras norteamericanas, puesto que la Constitución de 1917 ya dejaba asentado que las riquezas del suelo y del subsuelo eran propiedad de la Nación. Firmados los tratados, el gobierno siguió presionando hasta el gobierno de Calles -cuando éste no reconoció los tratados e hizo una nueva ley reglamentaria del Artículo 27 constitucional-, incluso con amenaza de nueva invasión, pues algunos personajes tachaban a Calles de comunista; el embajador comenzó a referirse a nuestro país como “Soviet México”, basándose en que la primera delegación diplomática soviética se instaló en México. El asunto concluyó con el relevo del embajador norteamericano, el compromiso de no aplicación retroactiva de las leyes mexicanas, pero con la obligación para las compañías petroleras de pagar impuestos y de cumplir con la nueva ley. Además con la instalación de una línea de comunicación directa entre los presidentes de los dos países].

Volvamos al punto del capítulo anterior.

Asentamos que a la muerte de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles se convirtió en el Jefe Máximo, y que creó un partido unificador de todas las corrientes revolucionarias y –justo es decirlo- hasta de las contrarrevolucionarias a fin de pacificar un país en que se había hecho de la asonada una forma de vida. Al amparo de tal institución y con el pretexto de la pacificación y unidad a toda costa Calles devino cuasi Dios, a quien todas las fuerzas sociales y políticas debían consultar qué hacer hasta en las tareas nimias de gobierno. Y a su sombra se instalaron nuevos caciques con poderes omnímodos que dominaban sus cotos, ya fueran el sector obrero, agrario, empresarial, etc. Calles impuso para sucederle en la presidencia a incondicionales; personajes a quienes la opinión pública bautizó como “presidentes nopalitos” (por lo baboso de ese cacto). Llegado el momento de una nueva sucesión (1934-1940), sugirió la candidatura de Lázaro Cárdenas, la que después quiso retirar; pero las fuerzas progresistas del partido terminaron por imponerse decidiendo a favor del joven general. Sin embargo, Plutarco Elías logró colocar a su gente en el nuevo gabinete.

Cabe señalar que si para los inicios de la revolución, el anarco sindicalismo era la guía ideológica de algunos grupos revolucionarios, en el periodo cardenista el socialismo impulsado por la Tercera Internacional era la influencia determinante en las nuevas generaciones revolucionarias.

Calles acusó a Cárdenas de estar favoreciendo a esos grupos tratando de volver la opinión pública (y desde luego, la de los empresarios nacionales y extranjeros) en contra del presidente, insinuando que era pro comunista. Irónico es que quien fue acusado de “comunista” por la embajada norteamericana en su tiempo, utilizara ese “epíteto zahiriente” contra su sucesor.

El conflicto se agudiza. Don Lázaro destituye a todo el gabinete y lo reorganiza con gente de su entera confianza. Una noche se presentan en la residencia de Calles fuerzas militares con la orden presidencial de que saliera del país, suerte que corren líderes comprometidos con el Jefe Máximo, como Luis Nepomuceno Morones, secretario general de la central obrera oficialista CROM. Reorganiza el partido y lo rebautiza como PRM (Partido de la Revolución Mexicana).

Pero las conspiraciones se suceden. Mas las nuevas fuerzas se agrupan en torno del presidente. Forma una nueva central obrera, otra campesina. El ejército le da su aval, y en ese acto termina con una larga historia de levantamientos y golpes de Estado; tan larga, como la del país como nación independiente (sólo habrá una intentona, la que referiremos adelante).

En los párrafos precedentes expusimos la situación del país en relación a su sometimiento y dependencia frente a los capitales extranjeros. En especial de los consorcios petroleros. Mientras se beneficiaban de la rapaz explotación de los pozos mexicanos, pagaban sueldos misérrimos a los obreros. Uno de los derechos consignados en la Constitución de 1917 respaldaba el derecho de huelga, al que se acogieron los trabajadores. La petulancia y prepotencia de las compañías petroleras se obstinó en la negativa a aceptar el dictamen de una comisión gubernamental constituida para resolver el diferendo, comisión que determinó que las empresas sí estaban en posibilidad de incrementar los salarios demandados. Ante tal escenario, el presidente se vio obligado a decretar la expropiación de la industria petrolera y asumió la responsabilidad de ese acto histórico. Golpe al imperialismo. Pero el imperialismo tenía muchas formas de tratar de echar atrás las medidas decretadas: patrocinó un levantamiento –el último- para derrocar al presidente; un antiguo correligionario del presidente –el general Cedillo- se levantó en armas; pero fue derrotado y en el intento perdió la vida. También retiró a sus técnicos y obreros calificados. Y llevó a cabo embargos, boicots y bloqueos económicos.

Pero ya eran tiempos en que soplaban vientos de guerra, de la segunda gran guerra imperialista. Así que otras tareas tenían prioridad. México se salva de correr la misma suerte que tuvo –y sigue tendiendo con un bloqueo infame que ya suma más de 50 años- Cuba.

México supo asumir, con su presidente -el más grande después de Juárez- el compromiso de su decisión. Se trataba no sólo de rescatar para la nación –tal como lo avalaba la Constitución- los recursos del subsuelo, sino de rescatarse a sí misma como nación independiente.

La expropiación constituyó, en lo interno, la derrota de los sectores reaccionarios y entreguistas a los capitales extranjeros, (sectores que el día de hoy han regresado para hacerse del poder político). Y hacia lo externo, el cariz antiimperialista de la Revolución Mexicana.

Hay más: la expropiación se convierte en el motor disparador de toda la economía mexicana. El nuevo México se forja a partir de la industria petrolera nacionalizada: crea un mercado interno con raigambre propia y, merced a la liberación de la mano de obra de las haciendas ocurrida con el estallido revolucionario –lo que constituyó lo que el marxismo llama acumulación originaria del capital- se forja –in situ- el capitalismo en México.

El acto trae como consecuencia la instauración de un capitalismo monopolista de Estado, lo que -a decir de Lenin (ver: La Catástrofe que nos Amenaza y Cómo Combatirla)- es la preparación más completa para el socialismo. No es casual; la naciente burguesía mexicana, heredera de los dineros y la mentalidad criolla (a la que hemos aludido a lo largo de estas reflexiones) hija del conquistador avasallador, acostumbrada a enriquecerse a partir de la renta, es incapaz de crear un capitalismo autóctono y deja –porque no tiene otra opción- la tarea en manos del Estado; y sólo crece a expensas de éste (contratos de obra, concesiones, etc.) convirtiéndose en parasitaria, tal como continúa, con muy pocas excepciones, hasta la fecha.

Hay todavía más: se lleva a cabo la reforma agraria (anhelo de los revolucionarios del sur comandados por el para entonces ya fenecido Emiliano Zapata) a favor de la población históricamente más desfavorecida y explotada: la indígena, la que empieza a nombrarlo “Tata Lázaro” (Papá Lázaro).

También se nacionalizaron los ferrocarriles.

Una de las tareas prioritarias de la Revolución era la educación de las masas; la educación básica, pues la inmensa mayoría de los nacionales era analfabeta. La tarea fue iniciada durante el periodo obregonista; pero Cárdenas la acelera cabo llevando a los profesores hasta los rincones más recónditos de la República implementando programas basados en el profesorado rural, no sin el descontento y oposición de los sectores más reaccionarios –entre ellos la Iglesia- que atentan contra la integridad física de los mentores y tilda a la educación como enemiga d las buenas costumbres, la religión y favorecedora del pensamiento comunista. De otra parte, el exilio de los españoles republicanos perseguidos por el franquismo encuentra acogida en México. Los centros de educación superior se ven beneficiados por esa pléyade de prohombres que hacen del país que los recibe su segunda patria. Igual que aquellos jesuitas españoles que antaño forjaron el pensamiento humanista y liberal en lo más granado de los independentistas y reformistas, esta nueva intelectualidad forja una nueva generación de brillantes mexicanos.

Así se consolida la Revolución Mexicana.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XVII.- El Valor de la Expropiación)

El valor histórico de la expropiación petrolera en México y el capitalismo monopolista de Estado.

El 18 de marzo de 2008, precisamente al conmemorar 70 años de la expropiación petrolera en México, el líder opositor, Andrés Manuel López Obrador, a quien la mitad de los ciudadanos considera el Presidente Legítimo de la República Mexicana, convoca a una reunión ciudadana en el Zócalo capitalino alertando a sus escuchas acerca de las intenciones privatizadoras del energético por parte del gobierno federal.

Y es que desde la segunda mitad de la administración federal anterior –ejercida también por el Partido Acción Nacional- se ha venido haciendo creer a la población que la empresa estatal PEMEX es ineficiente, propiciadora de corrupción, que no cuenta con recursos técnicos para desarrollarse ni económicos para refinanciarse, que está al borde de la quiebra y que -por tanto- es necesaria la inversión privada nacional y extranjera; que el principal pozo está en vías de agotarse y que –en cambio- el país cuenta con inmensos recursos en las profundidades del Golfo de México pero que sólo con tecnología de punta, de la que se carece, aunque las grandes empresas extranjeras poseen y que –¿acaso,“desinteresadamente”?- proporcionarían. Por todo ello urgen, en hipócrita complicidad con algunos diputados y senadores del PRI a una “reforma energética”, que no es otra cosa que regresar a manos privadas –principalmente extranjeras- la industria petrolera.

La mayoría de los argumentos, a excepción de la corrupción, son falaces. Pero la forma en que pretendieran atacar la corrupción quienes la toman de pretexto para desincorporar la industria petrolera nacional es la de un médico perverso que “curaría” a un enfermo de catarro aplicándole la eutanasia. Peor aún, ya que el virus que provoca el mal es inoculado por los altos funcionarios, como es el caso de quien fue Secretario de Gobernación (Ministro del Interior, como se nombra en otros países) Juan Camilo Mouriño; personaje muy cercano a Felipe Calderón, quien otorgó contratos petroleros en circunstancias oscuras y violatorias de la Constitución a empresas españolas con cuyos dueños estaba emparentado. Otros contratos que otorgó el propio Felipe Calderón siendo Secretario de Energía durante el gobierno de Vicente Fox se encuentran en litigio en las cortes mexicanas por encontrarse presuntamente contraviniendo la Carta Magna.

¿Cómo pueden afirmar que no hay forma de financiar a PEMEX? Y ahí caen por tierra el resto de “argumentos”. Extraer un barril de petróleo, en tiempo reciente, le costaba a PEMEX 4 dólares, el cual se vendía a 93. [N.B.: Por cierto… ¿dónde quedaron los dineros de los excedentes petroleros de años pasados? Habrá que preguntar a Vicente Fox y a su parentela]. La recaudación fiscal que el Estado obtiene de PEMEX es tres veces mayor que la de toda la iniciativa privada.

La opinión pública estuvo siendo blanco de una campaña mediática –promovida, desde luego, desde instancias gubernamentales- que insistía en que debemos de explorar en aguas profundas (ya se dijo que México no cuenta con esa tecnología) porque hay peligro de que Estados Unidos y Cuba (leyó usted bien, estimado lector) podrían arrebatar subrepticiamente el “gran tesoro” (así lo hacen creer) mediante el “efecto popote”. “Urge la Reforma Energética” (¿reforma o re… galo?). Ahora resulta que Cuba cuenta con recursos económicos y tecnológicos y México no. Los anuncios televisivos instaban: “¡Vamos por nuestro petróleo”, pero omitían aclarar que lo que proponían es cambiar el “por” sustituyéndolo con “a regalar”. Desde luego, evadían mencionar que existe la posibilidad –circunstancia viable, y no sólo viable, sino tangible- de encontrar nuevos pozos en aguas someras.

En su discurso, López Obrador hizo una corta reseña de lo que fue el capítulo histórico de la expropiación, dio algunas referencias históricas (el suegro y el hijo de Porfirio Díaz fueron accionistas de “El Águila” una de las compañías expropiadas; y Enrique Creel, de quien hablamos en un capítulo pasado, fue miembro del concejo de administración), y previno contra las intenciones privatizadoras y llamó a llevar a efecto una serie de medidas organizativas de resistencia ante la inminencia de la presentación en cámaras de la iniciativa de ley que permitiría la intervención de capital privado nacional y extranjero en la industria.

Quienes promueven desde el gobierno y desde los sectores empresariales la burda reforma energética –en la que no pierden esperanzas- encajan perfectamente en lo que, a lo largo de este escrito, hemos encuadrado como mentalidad criolla. Retomemos: el hijo del conquistador español sueña con equiparar al padre, considerado hidalgo, y consigue sumar territorios a la nueva patria, la América Española, pero estos se suman al dominio de la Corona y le son, propiamente, arrebatados, negados; se convierte en un español de segunda categoría. Es despojado del sentido de pertenencia, de identidad. Entonces se inventa uno nuevo y cae en actitudes chovinistas: México es la nación más hermosa (privilegia a Cuatitlán, ”…pueblo inmundo…” sobre Roma); más rica (hasta simula, geográficamente, un cuerno de la abundancia); más grande que la España europea; más monumental; más católica y devota (se inventa su Patrona de América, una morena: la Virgen de Guadalupe); más piadosa (crea patronatos, hospicios y hospitales para pobres aquí y allá); más grandiosa que la metrópoli de donde provino el padre, a quien comienza a llamar, despectivamente, “gachupín”. Y se muestra orgulloso de su cultura, sus monumentos y su pasado; pero el pasado no le corresponde, no es dueño de él; le pertenece a una raza que considera inferior (la indígena) y a la que desprecia y odia, tanto como a su propio hermano bastardo: el mestizo. Toma venganza del abandono paternal; pero se ve obligado a pactar con su hermanastro la forma de arrogarse la herencia con la Independencia. Y queda aún más huérfano de origen y sentido de pertenencia. Va en busca de un padre y una patria sustitutos: La Francia. Y lucha contra el hermano bastardo que no comulga con sus planes. Hoy, como en el periodo porfirista, busca a otro padre sustituto en los Estados Unidos (e irónicamente, en España); hay pretexto: la globalización. Y para congraciarse con el padre sustituto, y conseguir su aceptación, está dispuesto a entregarle los recursos y riquezas (v.gr.: el petróleo) del país del que jamás se ha sentido nativo (tierra de “indios”, en el sentido peyorativo que le ha dado a la palabra) a cambio de una renta y blasones (en aquel entonces de oropel, hoy virtuales). Y adquiere sus costumbres, sus modelos de consumo y concepto de belleza; aprende a dirigirle la palabra, en foros internacionales, en su idioma (aunque haya intérpretes disponibles); estudia en sus escuelas, y hasta envía a su esposa a parir en Estados Unidos para tener hijos “americanos” (aunque, propiamente, americanos seamos quienes hemos nacido en cualquier sitio del territorio comprendido entre Alaska y la Tierra de Fuego); hace del entretenimiento y la diversión su forma de “cultura”.

Pero volvamos. El petróleo en manos de la Nación –vía expropiación-, según se podrá inferir de lo que hemos visto con anterioridad, fue lo que hizo a México. Lo transformó de rural a urbano, de semi feudal a capitalista, de neo colonial a reafirmarse como país independiente; y, como hemos dicho, disparó la economía en su conjunto (arriba mencionamos la proporción de la recaudación con respecto a la del sector privado) mediante la reinversión de la ganancia en diversos sectores para propiciar el DESARROLLO, en el sentido estricto del término, y no sólo el crecimiento y la apropiación privada de la plusvalía como sería de estar en manos de particulares. Desde esta perspectiva, el petróleo en manos del Estado es patrimonio de todos los mexicanos, pues la apropiación de la plusvalía ha sido social.

Pido al amable lector fije su atención en el último enunciado y le insto a reflexionar: ¿qué es ello si no los cimientos sobre la que se edifica el socialismo? En caso de duda, consúltese a Marx y Engels; si persiste la duda, a Lenin, quien es más contundente sobre el particular, porque la realidad se lo demostró.

En la forma de apropiación de la plusvalía se encuentra el intríngulis del socialismo. Marx dedicó su vida a estudiar la génesis, composición, desarrollo y destino del capital –y su engendro, la plusvalía- no porque fuera un desocupado ocioso, sino porque ahí se encuentra la explicación de la misma historia humana más reciente –el capitalismo-, lo que le permitió, además, develar las leyes generales que rigen los cambios sociales -desde que el Hombre puso pie en la Tierra- cuyo punto central es el concepto de la lucha de clases. Pero tal lucha no se da entre “buenos y malos”, sino por la apropiación (generalmente por medios violentos, puesto que hay resistencias) de excedentes económicos (que adoptan la forma de plusvalía en el periodo histórico del capitalismo), lo cual –transpuesto en la cabeza humana- deviene ideología, y –como forma de actuar en el mundo concreto- postura política. Y más allá: determina el modo de producción.

En tiempos de la expropiación petrolera el izquierdismo revolucionario -al que Lenin tantas veces atacó refiriéndose a ese como “pequeño burgués”- también se reprodujo en México (enquistado en el Partido Comunista Mexicano de entonces, tal y como hoy se encuentra en el Partido de la Revolución Democrática –PRD- y que se identifica con la corriente–pandilla, diría yo- denominada “Los Chuchos”: Nueva Izquierda) no fue capaz de entender la valía de la acción tomada por el presidente Cárdenas porque, para ellos, don Lázaro era el representante del “gobierno burgués”. ¡Menuda perla! (así como hoy los mencionados “Chuchos” parecen más interesados en conservar la dirección del PRD que en combatir la pretensión gubernamental de privatizar la industria petrolera). Repito: ¡menuda perla!, ¿qué “gobierno burgués” puede ser el que decide repartir la plusvalía socialmente en vez de entregar la industria a los particulares (a la burguesía) para que éstos se apropien de aquélla en forma particular?

El párrafo anterior podría parecer una anécdota; pero no lo es. No lo es porque el actual gobierno encabezado por Felipe Calderón sí que pretende ser el típico gobierno burgués; pero, arrogándose la mentalidad criolla, El Hijo Desobediente, quiere instaurar un capitalismo dependiente del extranjero y conformarse con la renta; no resulta fortuito que el partido político que le da cobijo, el PAN, haya surgido precisamente un año después de la expropiación.

No es sólo una referencia anecdótica o un recurso narrativo, ya que muchos sectores de la izquierda, dentro y fuera del PRD, continúan teniendo la cabeza llena de esquematismos y confundiendo ámbitos localistas con el conjunto de la Nación. Por ejemplo: cinco partidos comunistas –leyó usted bien- sin representación y hasta el guerrillero Marcos, quien opuso su Otra Campaña a la de López Obrador, postura similar a la de aquellos izquierdistas revolucionarios que vieron en Cárdenas a un representante de la burguesía (o a Lenin un traidor por signar los Tratados de Brest-Litovsk).

La Izquierda (así, con mayúscula), hay que recordarlo, nació en la Asamblea Revolucionaria en Francia como producto del pensamiento más avanzado de la época: la Ilustración. Es hija del conocimiento, de la conciencia de que nuestro mundo –y el universo mismo- está sujeto a cambios que revolucionan perennemente todos los órdenes. Que nada permanece estático así haya fuerzas de diversas índoles –materiales e ideológicas- que a ello se opongan. No adviene como producto de lo que se pueda creer o desear, sino de la certeza. De la verdad. Y las herramientas para poder descubrirla nos las dio una tradición de milenios: desde el primer ser humano que se preguntó “quién soy” hasta Hegel y que se resume en Marx y Engels al sacar la incógnita del ámbito de las ideas para plantarla en el mundo de lo concreto.

La Izquierda nace del estudio acucioso de la realidad y de los múltiples elementos que se concatenan para forjarla. Nace de la cultura, no de las suposiciones ni la franca ignorancia. Ni de esquemas; menos aún de consignas “revolucionarias”. Mucho menos de las conveniencias personales o de grupo.

Bien; en México, estas últimas, son patrimonio de la más pura tradición del mestizaje que busca sacar ventaja aliándose al criollo –o combatiéndolo, según se le presente la coyuntura- para salir de su histórica condición de ente desheredado. Oportunista. Déspota cuando tiene el poder y, cuando no, lisonjea con quien lo posee.

Y así explicaríamos lo que sucedió después: el aborto del socialismo en un país donde las condiciones estaban dadas para su instauración. A partir de la expropiación petrolera México, con su gobierno, empezó a tomar un cariz monopólico de Estado -situación que no era tan determinante aun en países bajo la esfera socialista, tras lo que dio en llamarse la Cortina de Hierro (como la antigua Checoslovaquia o Polonia)- éste atrajo para sí diversas ramas de la industria, el comercio y los servicios. Propició la distribución del ingreso nacional a través de diversos institutos de carácter social en sectores tales como el de la salud, la vivienda; reconoció y auspició la organización de obreros y campesinos y respetó los derechos de los primeros y dotó de tierras a los segundos; promovió la educación –en gratuidad una, la tecnológica, y a muy bajo costo la universitaria- a todos niveles. Y difundió el arte y la cultura haciéndola llegar a los sectores populares. (Cabe señalar que en el periodo cardenista, el Partido Comunista Mexicano gozó de cierta tolerancia y libertad de acción).

Cuando el presidente Cárdenas concluyó su encargo, institución a la que fortaleció y liberó del histórico y nefasto caudillismo, no podía hacer menos que respetar lo que había propiciado. Se retiró de todo asunto relacionado con el poder político. Sin embargo, su sucesor lo llamó para atender la cartera de Defensa Nacional cuando, a raíz del hundimiento de unos buque-tanque mexicanos provocado –según unos autores- por las potencias del Eje Berlín–Roma-Tokio, o –según otros- por submarinos estadounidenses para conseguir que México se viera obligado a involucrarse en la Segunda Guerra Mundial, como país aliado. La autoría podría caer en el terreno de las especulaciones (aunque nadie ignora de lo que son capaces instancias de espionaje e inteligencia como la CIA); pero lo cierto es que existía entonces –y poco antes- una presencia importante de organizaciones fascistas en territorio mexicano que, entre otras múltiples tareas, se encargaron de formar grupos de choque para combatir al Partido Comunista, desestabilizar al gobierno durante el episodio de la expropiación y alimentar al sinarquismo, que finalmente se refugiaría en el Partido Acción Nacional.

Habíamos señalado que en el partido de gobierno -el PNR callista, convertido en PRM por Cárdenas- aglutinó a todas las fuerzas otrora beligerantes para pacificar el país. Siendo así, las controversias ideológicas y de poder se dirimían en el seno del partido; el que, para la administración de Miguel Alemán, se rebautizó como Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ahí confluían diversas -hasta disímbolas- formas de vida, corrientes de pensamiento y acción: desde lo más granado y honesto a lo más ruin y oportunista; desde la intelectualidad hasta el analfabetismo; desde la elegancia hasta lo pedestre; desde millonarios hasta lumpen. Merced a ello se forjaron instancias de poder –formal e informal- cuyo fin respondía más a la obtención personal, gremial o grupal de beneficios y canonjías que a llevar hasta sus últimas consecuencias los logros de la Revolución. Así, una de las tareas –desde luego informales- del partido era la de fungir como agencia de colocaciones para los puestos de la administración pública y organismos descentralizados como institutos y empresas del Estado.
El partido se convirtió en la Tierra de Jauja para el hermano bastardo del criollo. Ese que –en el Siglo XIX- hizo su agosto al amparo de la larga estancia de Santanna en el poder. Ese que –en el XX- se benefició con la derrota y despojo de los hacendados -la aristocracia terrateniente- a la victoria del Carrancismo; individuos que el ingenio popular bautizó peyorativamente “carranclanes”.

El gobierno de Miguel Alemán frena la Reforma Agraria; echa abajo el Amparo Agrario, instrumento legal contra el despojo de tierras a los campesinos; favorece la creación de grandes fortunas particulares (entre ellas, se dice, la propia) como la de su amigo Fernando Casas Alemán, funcionario de su administración, con el pretexto de forjar un México nuevo, citadino; tarea que habían empezado a ejercer, como particulares, desde antes de entrar en la política.

Ciertamente, a través de varios años y administraciones posteriores, se logró preservar el carácter de capitalismo monopolista de Estado; pero se institucionaliza la corrupción, el tráfico de influencias, la formación de grupos políticos regionales –emanados de las distintas fuerzas que habían luchado en la Revolución- que aprovechan su poder para beneficiarse económicamente: modernos cacicazgos, más notorios en el centro del país (Puebla, Estado de México), que se convierten en burguesía parasitaria con la bendición de la Santa Madre Iglesia.

Mientras, el PAN –el partido de la reacción- va haciendo su tarea: señalar los males que ocasiona el PRI; pero con la mira fija en destruir lo que para ellos constituye el verdadero enemigo: el capitalismo monopolista de Estado.

La izquierda que se encontraba en el PRM (hoy PRI) fue derrotada -y forzada a abandonar el partido, obligada o por convicción- por los cacicazgos salvajes de los mestizaje (v. gr., Maximino Ávila Camacho y Gonzalo N. Santos) y –¿acaso no son los mismos?- la burguesía parasitaria que vive a expensas del gobierno mediante contratos de obra, subrogaciones de servicios, abastecimiento, adquisición de insumos, etc..

¿La izquierda partidaria y la “independiente”?, (la de entonces al igual que una buena parte de la actual). Atorada, la primera, en ideales “democráticos” y, la segunda, en esquemas pseudo marxistas encapsulados en consignas y frases revolucionarias. Sin que le pase por las mientes que el capitalismo monopolista de Estado –que es el logro más grande de la Revolución Mexicana- es, desde el punto de vista económico, la más alta aproximación a lo que se supone aspira: el socialismo. Sólo hacía falta –como hace falta hoy- un poder popular hecho gobierno.

Se argumentará que en otros países de Latinoamérica han caído poderes populares hechos gobierno (Chile, cuando Salvador Allende, por ejemplo); sí, pero hay que destacar que al carecer de la posesión, dominio y control de la economía en su conjunto -o de los rubros determinantes- y sin una revolución previa que se hubiera encargado de haber metido a los militares en sus cuarteles, por necesidad (en el sentido filosófico que ya hemos manejado en capítulos precedentes), fueron derrocados. En Latinoamérica la confirmación de la tesis es Cuba, aunque el camino para llegar a la meta haya sido diferente.
Lenin sabía de lo que hablaba.

Hemos alcanzado la primera mitad del siglo XX de la Historia de México, cuando el mundo –después de dos conflagraciones- se encuentra partido en dos bloques enfrascados en una lucha denominada “Guerra Fría”. Álgida situación para el país: ¿cómo conciliar lo externo con lo interno? ¿Cómo conciliar el hecho de tener como vecino a la agresiva y más poderosa potencia capitalista con el hecho de ser una nación emergida de una revolución que terminó por instaurar un capitalismo monopolista de Estado del que algunos congresistas norteamericanos –sobre todo republicanos- insistían en identificar como “pro comunista”?

Continuaremos.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XVIII.- La Guerra Fría. Tesis)

Ya hemos dicho que así como la vida de un individuo no se explica aislado de su entorno o por la conciencia que tenga de sí mismo, la historia de un país no se explica, tampoco, fuera del contexto mundial ni por lo que sus pobladores crean de sí.

Y, bien, ¿cuál es la correlación de fuerzas que priva durante esa primera mitad del Siglo XX?

Después de dos guerras el mundo queda dividido en dos grandes esferas y –después de un “experimento” macabro- surge la amenaza de que humanidad entera quede reducida a un montón de cenizas: desde una altura de diez mil metros, el Enola Gay inaugura una época de angustia: la bomba atómica ha sido utilizada. La ciencia se convierte en un instrumento para destruir y no para construir futuros promisorios para el Hombre.

En unos cuantos instantes, más de 100 mil personas –utilizadas como “conejillos de indias”- son aplastadas por la estupidez. Aún así, el presidente Truman (que Dios lo tenga incinerándose en los infiernos por los siglos de los siglos, desde luego, si es que existe un dios) y su corte de militarotes tienen el descaro de insinuar que su instrumento es “La Bomba de la Paz” bajo la justificación de que con ella se daba fin al último bastión del fascismo. Ruin argumento: Japón estaba a punto de capitular.

Más que nada fue una demostración de fuerza y una velada advertencia para el aliado bolchevique: “…si los ejércitos de Hitler, aún habiendo cobrado la vida de 20 millones de soviéticos no fueron capaces de acabar con ustedes los comunistas, nosotros, con nuestra nueva arma, sí”.

Y desde esa perspectiva habría que entender la decisión de Stalin de abandonar la senda del internacionalismo, motivo de la pugna con Trotzky, y que vino a motivar la muerte de la Tercera Internacional. Y más allá: las salvajes purgas iniciadas por el primero.

Pero si la bomba atómica en manos de un solo país dejaba al mundo a expensas de un puñado de militares y negociantes hambrientos de materias primas ajenas y fuentes de energía (como lo sigue siendo el petróleo), en manos de dos naciones lo partió en dos. Pronto la Unión Soviética desarrolló la propia.

El orbe partido en dos bloques: el “Mundo Libre” y el “Mundo Comunista”.

México queda en la esfera de influencia de los Estados Unidos. Queda inserto en el “Mundo Libre”. Como tal, y al igual que todos los países al sur del Río Bravo, es conminado a cubrir su “cuota” para preservar el orden anticomunista: sobran antecedentes –como hemos referido- de la intervención norteamericana tanto militar como la soterrada con miras a desestabilizar al país.

Ya mencionamos que el golpe de Estado contra Francisco I. Madero fue fraguado desde la embajada norteamericana; pero no dijimos el motivo: el presidente mexicano pretendía aplicar impuestos a la explotación del petróleo, el cual se encontraba en poder de compañías –recuérdese- norteamericanas, inglesas y holandesas.

En 1914, Estados Unidos invade Veracruz para impedir que Venustiano Carranza, alzado contra el gobierno de facto representado por el asesino de Madero, reciba armas enviadas por Alemania.

Con la promulgación de la Constitución de 1917, surgida de la Revolución, y en la cual se determina que todos los bienes que se encuentren en el subsuelo (el petróleo y las minerales) son propiedad de la nación), lo que constituía de jure una nacionalización del petróleo, el gobierno norteamericano se inconforma y presiona para que no surta efecto; de hecho, conspira para acabar con el revolucionario mexicano.

Muerto Carranza, Estados Unidos presiona a su sucesor, Álvaro Obregón, para firmar –como ya comentamos- los Tratados de Bucareli mediante los cuales se difiere la aplicación del Artículo 27 constitucional que daba pie a la nacionalización, condena a México a indemnizar con petróleo y a suspender el cobro de impuestos aplicado por Carranza.

Ante estos hechos, la gesta llevada a cabo por Lázaro Cárdenas, aprovechando la situación mundial de pre guerra, alcanza grandes alturas.

Y por ello, la nación de Anahuac vive una situación de privilegio que no comparten los países hermanos de Centro y Sudamérica: tiene petróleo nacionalizado –sería diferente de pertenecer a la iniciativa privada, la burguesía; que, como dijera Marx, “no tiene patria”- y muy cercana mano de obra barata que los norteamericanos necesitaban. Esto –aunado al hecho de que merced a la Revolución el ejército se encuentra acuartelado y controlado por la institución presidencial- permite que el país se libre de correr la suerte de los países vecinos del sur: los gobiernos “títere”, ejercidos por militares patrocinados por el Departamento de Estado y la CIA. La lista es larga:

1954.- En Guatemala es derrocado el gobierno progresista del presidente Jacobo Arbenz.

1958.- Se impide el triunfo electoral de Salvador Allende en Chile.

1960.- Se aplasta en Guatemala una rebelión contra el gobierno del golpista –afín a los norteamericanos- Castillo Armas.

1961.- Se financia la invasión la Cuba revolucionaria, vía Bahía de Cochinos.
1964.- Se destinan millones de dólares para los opositores a Goulart en Brasil.

1964.- Millones de dólares para impedir, nuevamente, el triunfo de Allende en Chile.

1967.- Se organiza la persecución y asesinato de Ernesto “Che” Guevara en Bolivia.

1970.- Da apoyo para derrocar al general Torres en Bolivia.

1973.- Derroca al presidente Allende en Chile.

También, en tiempos del presidente Kennedy, se idean otras formas de asegurar la dependencia y pertenencia al bloque del “mundo libre”: la Alianza para el Progreso, mediante la cual los países pobres se endeudan adquiriendo préstamos para financiar su desarrollo (que sólo favorecen a las elites y preservar los intereses económicos norteamericanos) y los dejan en un estado de dependencia política, social y económica muy comprometida.

Se pregona a los cuatro vientos el terror stalinista; pero nada se dice de las miríadas de víctimas anónimas y públicas del anticomunismo en toda Latinoamérica a manos de dictadorzuelos avalados por el gobierno estadounidense, su CIA, su United Fruit, su Anaconda, su ITT, su EXXON, su TEXACO, su Goodyear; y sus divisas derramadas por el FMI y su BM; por su Alianza para el Progreso.

Crecen como la hierba los Strossner, los Anastasio Somoza, los Leónidas Trujillo, los Francois Duvalier, los Castillo Armas, los Hugo Banzer, los Rojas Pinilla, los Maximiliano Hernández Martínez, los Idígoras Fuentes, los Tiburcio Carías Andino, los José Antonio Remón Cantera, los Pérez Jiménez, los Fulgencio Batista, los Jorge Videla, los Augusto Pinochet.

Golpes de Estado. Plan Cóndor. Todo sea por espantar el espectro del comunismo en América Latina. Ahí adquiere validez –para Estados Unidos, desde luego- el asesinato de opositores; el exterminio de indígenas.

Y habrá que repetirlo: México no corre la misma suerte gracias al régimen político y económico instaurado al término de la Revolución, lo que le permitió mantener el control del ejército y de la principal fuente de riqueza -el petróleo- y, en corto tiempo, otras como la electricidad, el acero, los ferrocarriles, etc., bajo la rectoría del Estado.

Pero regresemos al México de la primera mitad del siglo pasado. Los gobiernos post revolucionarios, a partir del sexenio de Ávila Camacho, el Presidente Caballero (¿de Colón?), implantan su “Guerra Fría” interna.

Como vimos en el primer artículo de la serie, en México, de un lado se permite disimuladamente la acción de los grupúsculos de izquierda; pero al primer brote de inconformidad lo aplasta. Permite que los intelectuales y artistas, generalmente cercanos al Partido Comunista, se manifiesten libremente; mientras que, de otra parte, aloja en sus servicios de inteligencia a personajes cuasi fascistas, amén de que finge no enterarse que la CIA se infiltra en la policía y en la Secretaría de Gobernación.

Esto, a la par, es una manifestación de las divisiones en el seno del partido gobernante, el PRI.

Con la economía en manos del Estado, México alcanza niveles de crecimiento nunca vistos y la distribución permite que la población de las ciudades alcance niveles de vida mejores y educativos. Se dispara la migración del campo a las pocas urbes: Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México; la industria, el comercio y los servicios requieren de brazos. Hay una nueva clase media, merced al mercado interno. Es el “milagro mexicano”.

Pero, políticamente, en lo interno, ¿qué tan milagroso es el milagro? No tanto. Muy contradictorio.

Si bien México da alojo a perseguidos políticos de otros lares como son Trotzky, los republicanos españoles perseguidos por el franquismo, los cubanos sobrevivientes del Moncada, etc., ¿cómo es posible que se condene al ostracismo y la clandestinidad al Partido Comunista?; ¿cómo, que se asesine a luchadores campesinos como Rubén Jaramillo, heredero de las reivindicaciones zapatistas?; ¿cómo, que se restrinja el derecho de huelga, y se reprima a los trabajadores que reclaman ese derecho constitucional?; ¿cómo, que no se permita la mínima disidencia con el régimen?

Como arriba afirmamos: por la división –de origen- en el partido gobernante, y como efecto de la nueva correlación de fuerzas a nivel mundial en dos grandes campos económicos, sociales y políticos.

Casualmente, en la lectura de un libro del escritor mexicano Sergio Pitol, encuentro un pasaje –dicho respecto de otra realidad en tiempo y espacio distinto- que se ajusta a la situación reinante en el partido en el poder; de hecho, partido de Estado; cito:

“…Soterrados en una superficie engañosamente homogénea existían intereses varios, alianzas difícilmente concebibles y fobias y odios brutales donde se suponía una unidad monolítica.”.

Eso era el PRI, y –derivado de ello- los gobiernos post revolucionarios. Y el factor de cohesión, el depositario del poder en un régimen presidencialista que se renovaba cada seis años sin mayores conflictos, pues el sistema electoral estaba controlado por el gobierno a través de la Secretaría de Gobernación (que se ocupaba de la organización de los comicios y se erigía como colegio electoral), el propio partido y el presidente en funciones. El partido aglutinaba entre sus filas a la central obrera más poderosa (CTM), a la central campesina (CNC) y lo que dio en llamarse “sector popular” (CNOP), constituido por diversas organizaciones de comerciantes en pequeño, otorgadores de servicios, trabajadores por su cuenta y asociaciones disímbolas. Pero también, aunque no en forma de membresía, grupos empresariales que crecían al amparo del gobierno por participar en la obra pública y proveyendo a aquél de materiales e insumos diversos que requería tanto para procesos industriales, para servicios o para el enriquecimiento ilícito de una y otra parte vía corrupción. No podemos dejar de lado los factores sociales y, aun, psicológicos que la Revolución trajo consigo: si antes de ella los sectores sociales que se arrogaban los beneficios eran la aristocracia terrateniente y los prestanombres del clero -amén de la propia gerontocracia gobernante-, al “institucionalizarse” la Revolución, las clases medias y toda esa masa desheredada que surgió, liberada, de los campos mexicanos –el “peladaje”, como era nombrado por las aristocráticas buenas conciencias porfirianas- vieron en la nueva coyuntura la posibilidad de hacerse de poder y riqueza por luengo tiempo negada. Surgen fortunas de la nada (si es que por “nada” se entiende corrupción).

El país alcanza índices de crecimiento del 6 %. El carácter monopólico del Estado se acrecienta: los gobiernos del PRI, argumentando no poder cancelar fuentes de empleo, rescatan empresas particulares en quiebra de todo tipo y las incorpora.

De la parte baja de los años cuarenta a los inicios de los setenta, los gobiernos se tornan autoritarios. México cubre su cuota con el imperialismo norteamericano. No se permite la disidencia. El Partido Comunista se mueve en el clandestinidad después de haber tenido una modesta tolerancia durante el periodo cardenista. Las centrales obrera y campesina, cuyos líderes se enriquecen a espaldas de sus agremiados se convierten en incondicionales del gobierno en turno. Así, al final de los años cincuenta, se forjan movimientos independientes, que culminan en grandes huelgas, de trabajadores del Estado: maestros (de escuelas públicas) y ferrocarrileros (el transporte ferroviario estaba nacionalizado). Los líderes de otros gremios afiliados a la central se habían ofrecido a formar brigadas contra los huelguistas. Contraviniendo la Constitución, se saca al ejército de los cuarteles para maniobrar los ferrocarriles. Ambos movimientos son fuertemente reprimidos y sus líderes enviados a la cárcel por años.

El otro lado de la moneda: los, entonces, futuros expedicionarios del Granma (Fidel, Raúl, Guevara, et al) caen presos de la policía política mexicana; más que nada, por cuestiones migratorias, no por sus actividades revolucionarias. No obstante que la Secretaría de Gobernación estaba enterada de las actividades y preparativos para partir hacia la isla caribeña. El político mexicano Fernando Gutiérrez Barrios, encargado durante mucho tiempo de detectar y combatir los brotes de inconformidad tenía dos visiones distintas respecto de la agitación nacional y la extranjera que se desarrollaba en el país.

No se toleraba, ya lo mencionamos, al Partido Comunista; pero en la Universidad Nacional Autónoma de México, sobre todo a principios de los años sesenta, se difundía formal e informalmente el marxismo. Se conseguía literatura marxista fácilmente.

TESIS PARA EXPLICAR EL HOY: Y va creciendo, por otro lado, la burguesía por dos vertientes. Una, la ya existente, la que vivía a expensas del gobierno, la parasitaria, emergida de “La Familia Revolucionaria” que derrotó a la aristocracia. Otra, la surgida de la forma clásica –llamémosla así- cuyo bastión es el norte de la república, los estados fronterizos y cuyo cimiento y pilares fueron la industria cervecera. Ambas, en determinado momento –más adelante- chocarán con el Estado Monopólico.

Hacia la frontera temporal de los cincuentas y los sesentas, en México existían formalmente los partidos Popular Socialista (forjado por gente de izquierda que se alejó del PRI y que a fin se convirtió en comparsa del sistema), el PAN (partido de derecha, a fin de cuentas, en ese entonces también comparsa) y el PRI, como partido de Estado que no permitía alternancia y sólo entregaba a los otros diputaciones para simular un remedo de democracia.

Llega la Revolución Cubana y con ella un sinnúmero de consecuencias que se pondrán de manifiesto en la realidad mexicana.

Pero ello será tratado en el próximo capítulo.



BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XIX.- La Caja de Pandora)

Decíamos que los jóvenes revolucionarios que habían participado en el fallido asalto al Cuartel de Moncada partieron a México; ahí fueron detenidos y puestos a disposición de las autoridades migratorias por no cumplir requisitos que la legislación mexicana exige a quienes proceden de otras naciones y se encuentran sobre suelo nacional; no se les fincó responsabilidad alguna por sus actividades encaminadas a derrocar a la dictadura pro yanqui que gobernaba su país de origen, actividades que el gobierno mexicano no ignoraba.

También referimos que el ex militar Fernando Gutiérrez Barrios, encargado de detectar y combatir desde las instancias gubernamentales a los grupos llamados “subversivos”, encarnaba –en lo individual- la política que el gobierno practicaba (la de no intervención) –en lo social- hacia los movimientos democráticos y de izquierda de diversos matices: intolerancia ante los brotes internos y desentendimiento (y a veces simpatía o complicidad discreta) hacia los externos. Fingía ignorar que desde las costas mexicanas se preparaba una invasión a Cuba.

Arriba anoté: “intolerancia ante los brotes internos…”; sin embargo, la intolerancia también era selectiva. Nadie podría negar que connotados hombres de izquierda, comunistas, sobre todo en el área intelectual y artística gozaron del apoyo del gobierno para la difusión de su obra y jamás fueron sujetos de persecución: Diego Rivera, quien alojó al perseguido Trotzky en su casa, plasmó gran parte de su arte en los muros de edificios que albergaban dependencias de gobierno. David Alfaro Siqueiros, quien planeó y llevó a cabo una intentona de asesinato contra el más alto personaje de la Cuarta Internacional, salió airoso del suceso; y no fue sino hasta años después, cuando el Estado mexicano se endureció más crudamente que pisó la cárcel. Los hermanos Revueltas –salvo el menor, José, el escritor, quien hacia sus últimos años de vida se “preciaba” de haber pasado más tiempo preso que en libertad- jamás fueron perseguidos por su militancia comunista, aunque, sí, sentenciados al ostracismo cultural. Pero la fortuna de los artistas “mayores” no fue compartida por varios periodistas, dirigentes obreros, estudiantiles y campesinos que fueron a parar con sus huesos al “Palacio Negro” de Lecumberri (otrora el mayor centro penitenciario del país, hoy sede del Archivo General de la Nación) y –como en el caso del dirigente campesino Rubén Jaramillo- a sitios para el descanso eterno, víctimas de asesinatos dictados desde las más altas esferas de gobierno.

Pero volvamos. El primero de enero de 1959, el presidente cubano Flulgencio Batista abandona el país. El movimiento revolucionario ha triunfado. Conforme la revolución se va consolidando, va afectando intereses económicos del gran capital cubano tanto nacional como extranjero, principalmente, norteamericano. Y aunque por todo el orbe se manifiestan movimientos independentistas y anti imperialistas –pacíficos y armados- los Estados Unidos de Norteamérica no están dispuestos a soportar a un enemigo a unos cuantos kilómetros de sus fronteras (amén de que, en lo interno, enfrentan un fuerte movimiento contra la discriminación racial, y en lo externo una guerra en Asia); comienzan a apoyar y financiar a grupos cubanos anti revolucionarios para recuperar sus privilegios e intereses en la isla.

El dirigente revolucionario Fidel Castro se declara “marxista- leninista” y Cuba se muestra como el centro de la disputa entre dos mundos: el socialista y el capitalista. Y, específicamente, la pugna entre los Estados Unidos y la URSS, la que alcanza niveles insospechados en la llamada Crisis de los Misiles durante la cual se pone en peligro la propia existencia de la especie humana sobre la Tierra. El presidente John Kennedy lanza un demencial ultimátum –demencial en el sentido de no alcanzar a comprender lo que significaría desatar una guerra atómica- y Jruchov cede: retira los misiles de Cuba; no así su apoyo político, económico, técnico y militar no atómico.

Todo ello se traduce en dos consecuencias: por un lado, crece la influencia ideológica del socialismo en los países dominados por el imperialismo; por el otro, el endurecimiento de las políticas contra los llamados movimientos subversivos, principalmente en América Latina. Desde luego, en México.
Los Estados Unidos envían “ayudas” económicas a toda Latinoamérica para aletargar las inconformidades sociales y el espectro del mal ancestral: el hambre y las enfermedades. Pero también remiten “ayuda” militar para preservar el orden (sus intereses económicos). Por toda América Latina (y en Asia y África) proliferan movimientos guerrilleros; pero también asesores, bases militares y agentes de la CIA.

En México se dan dos vertientes de lucha. Una, citadina y de la clase media ilustrada, que cree que los cambios sociales aún pueden darse dentro de los cauces –llamémosles- legales; se creía que por haber tenido lugar una revolución con fuerte esencia anti imperialista (la de 1910) y por haber en el grupo gobernante algunos personajes de pensamiento avanzado (al menos, antiimperialistas) los cambios podrían darse mediante la organización y presión social y el reclamo de derechos establecidos en la Constitución emanada de aquella revolución. La otra vertiente, campesina, con una visión más pragmática que ideológica, hacía mucho que había dejado de creer que se le haría justicia: 500 años de experiencia lo constataban. Aquella revolución se había hecho en su nombre y sin embargo continuaban –como continúan- siendo los condenados de la tierra desde 1521; los que se encontraban en medio de una lucha perenne entre criollos y mestizos tal y como había sido desde aquel lejano 1810. Ellos, los indígenas, que ocupan el último estamento de la pirámide social construida con la argamasa de dos instituciones, una venida de la Europa feudal y otra autóctona precolombina: el vasallaje y el cacicazgo. Para ellos no hay más camino que la guerra endémica.
Así que en el México de la década de los sesenta confluyen una serie de factores externos e internos, y en estos últimos se generan contradicciones de diversos matices que inciden en lo social y lo económico y determinan lo político.

Destinamos un buen espacio de estas reflexiones para resaltar el carácter preponderante del capitalismo monopolista de Estado a partir de la expropiación petrolera; luego, se adquiere la electricidad, los transportes férreos, la industria del acero, minas, transporte aéreo, teléfonos, etc. Insistimos en que en esta forma de economía la apropiación de la plusvalía es social, en tanto que en el capitalismo de libre empresa –el clásico- la apropiación es netamente privada. Y a cada una corresponde una forma de hacer política, pues ésta no es sino la forma en que se manifiestan los intereses económicos de clase en cuanto asunto de poder.

En el norte del país empiezan a consolidarse poderíos económicos privados (agrícolas, ganaderos e industriales) que entran en franca contradicción con el carácter monopolista del Estado mexicano. El presidente de la República es Gustavo Díaz Ordaz, un anti comunista furibundo, muy católico, a quien hoy se tiene identificado como agente de la CIA desde su encargo como Secretario de Gobernación (Ministro del Interior) en el sexenio anterior y que –sin embargo- se sujetaba al tipo de economía practicada por el gobierno (extraño contrasentido), se encontraba a poco más de la mitad de su mandato; como se dice en México, “el gallinero comenzaba a alborotarse” con la sucesión presidencial y los grupos emergentes mencionados al principio del párrafo buscaban un ariete que los condujera al poder político. Sin embargo, el partido de Estado (el PRI) se debatía entre la continuidad y la reforma, puesto que el edificio del “milagro mexicano” en lo social mostraba desde años atrás fuertes grietas: huelgas de trabajadores legítimas declaradas ilegales, movimientos sociales reprimidos, restricción de libertades; perseguidos y presos de conciencia. El gobierno de la continuidad justificaba tales acciones amparándose en una legislación de coyuntura aprobada en tiempos de la Segunda Guerra Mundial para impedir la infiltración fascista y que nunca se derogó. Se tipificaba como “delito de disolución social”, ahora se utilizaba como arma para combatir a quienes –según criterios de la CIA y funcionarios mexicanos serviles- eran comunistas, que lo mismo pudiera ser alguien sorprendido haciendo una “pinta” contra la guerra en Viet Nam, un manifestante contra el alza de tarifas de los autobuses urbanos, un militante del Partido Comunista “por habérsele encontrado en posesión de propaganda comunista”, o un huelguista que se resistía a acatar un dictamen inicuo y contrario a sus demandas laborales.

En ese ambiente en que inciden factores internos y externos, el 26 de julio de 1968, durante la conmemoración del movimiento emancipador cubano, los sectores más reaccionarios insertos en el gobierno mexicano y los grupos económicos ansiosos de poder aprovechan la confluencia de una marcha convocada por grupos estudiantiles universitarios y el Partido Comunista Mexicano con otra de menor participación, convocada por una central estudiantil afín al gobierno, que protestaba por la intromisión de la policía –días antes- en una escuela politécnica por un asunto de disputa callejera con alumnos de una escuela particular. Las autoridades policiales inventaron –literalmente, inventaron, pues no sucedió así- que las dos manifestaciones se enfrentaron por lo que se hizo necesaria su intervención para restablecer la calma (que ellos, los granaderos, rompieron a golpes de macana). Se allanó la sede del Partido Comunista y se exclamó con simulada sorpresa que “se encontró propaganda comunista” (lo sorpresivo hubiera sido encontrar ejemplares de la Santa Biblia y de El Sermón de la Montaña, ¿no cree usted apreciable lector?).

Como en esos días no existía en México prensa opositora (el papel periódico era parte del monopolio estatal), salvo honrosas excepciones que se podían contar con los dedos de una sola mano (y sobraban dedos), al día siguiente se comenzó a difundir que México formaba parte del objetivo de una conjura comunista internacional y que la víspera había sido detenida.

En los días siguientes se fue organizando la huelga estudiantil general (Universidad Nacional Autónoma de México y el Instituto Politécnico Nacional) a la que se fueron sumando otras escuelas superiores y uno que otro sindicato menor, independiente, ya fuera con carácter activo o en calidad de solidario.

Se había destapado la caja de Pandora del sistema político mexicano.



BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XX.- Las Profundidades del ‘68)


En el 2008, se cumplieron 40 años del movimiento social que culminó con una masacre estudiantil (el 2 de octubre de 1968, en Tlatelolco, Cd. de México) cuyos responsables, hasta hoy, continúan sin castigo. Y seguramente morirán en su lecho de impunidad porque ni siquiera se clarifica quiénes son los culpables. Es harto simplista fincar la acusación al “régimen autoritario” (refiriéndose al gubernamental priísta de entonces) y aún peor a los personajes que desempeñaban los más altos puestos de la administración pública. Se podrá decir que tales o cuales individuos fueron los brazos ejecutores de la masacre, pero es innegable que fue responsable todo el Estado Mexicano; toda la complejidad de las instituciones y órganos políticos, económicos y sociales que de él emanan. Desde luego, los ideológicos.

Se ha vuelto un lugar común, a fuerza de repetirla a cada conmemoración, la consigna: “¡Dos de octubre no se olvida!”. Me parece que peor que olvidarlo sería no percatarse de que a cuarenta años de los hechos no faltan sectores anacrónicos reinstalados en el gobierno federal a partir del 2000, y en las altas esferas del poder económico privado, que pretenden hacer de la disidencia un delito y que no dudarían en desatar una represión a gran escala contra los sectores autodenominados “democráticos” y la izquierda; así lo demuestran los hechos acaecidos durante las últimas fechas del gobierno foxista en la población de Atenco, Estado de México, y en la ciudad de Oaxaca. Así que, más importante que no olvidar es impedir que vuelva a ocurrir. Y puede suceder porque nuevamente, retomando la frase final del capítulo anterior, se ha destapado la Caja de Pandora del sistema político mexicano.

Veamos.

A cuarentaidós años de distancia, los autores y analistas no se ponen de acuerdo –no saben o no quieren hacerlo- en dilucidar los motivos de la crisis política de aquel 1968.

Para muchos, fue sólo “un movimiento estudiantil motivado por imitación extralógica…”; una “crisis de conciencia juvenil”, pues en diversos lugares del mundo (París, Praga, Los Ángeles, etc.) también la hubo; para otros, “la crisis de un régimen autoritario…”; para el presidente en ese periodo y su séquito, “un movimiento subversivo que pretende impedir que se efectúe la Olimpiada” (aquella bautizada como ‘México 68’), amén de “una conjura internacional del comunismo”.

Hay historiadores que, en busca de la “verdad”, recurren a datos, documentos y testimonios de la época –que aunque sean fidedignos pertenecen al ámbito de la subjetividad- que una vez reunidos sólo sirven para escribir volúmenes y volúmenes que a fin de cuenta no nos hablan sino de la capacidad del autor para recopilar información; pero la información –en sí- no nos conduce a explicarnos el porqué del proceso histórico. Belive or not. Valen, sí, y mucho, como trabajos periodísticos; pero la Historia es otra cosa. Sumirnos en un mar de datos es quedar, al concluir la jornada, completamente desorientado desde la perspectiva de los porqués. Lo que cuenta es el método de análisis: hay que hacer la historia general del momento histórico. Discernir qué es aleatorio y qué es central. Distinguir entre cómo se manifiesta el tópico y lo que lo genera. Diferenciar entre Forma y Contenido; entre Apariencia y Esencia. Develar lo concreto.

De modo que, como hemos vislumbrado a lo largo de estas reflexiones, todos los episodios políticos y sociales que en nuestro país han sido, contienen una serie de implicaciones provenientes de diversas vertientes en tiempo y espacio; pero siempre con un trasfondo económico, unas veces oculto y, otras, evidente. Concretamente: son resultado de la lucha ancestral entre dos concepciones ideológicas que –como ya hemos manifestado- sólo envuelven o enmascaran intereses materiales identificados, uno, con lo estacionario y, otro, con el avance de la historia; y, siendo puntuales en el caso que nos ocupa -la Historia de México como nación-, uno que privilegia los intereses privados y, otro, los sociales. Así, un enfrentamiento, choque, de virtuales modos de producción definidos por la forma en que se verifica la apropiación de la plusvalía.

El México de 1968 no tendría por qué ser diferente, como tampoco en el de hoy. De allí debe partir un análisis de los años 60; y, específicamente, del movimiento social de 1968.

En ese año, en el PRI –partido de Estado- se empiezan a mover los hilos para decidir el relevo presidencial. Los soterrados contendientes son –discriminando personajes- la permanencia del capitalismo monopolista de Estado, inaugurado con la Expropiación Petrolera de 1938, contra el capitalismo privado, sector donde empiezan a surgir nuevos grupos cuya influencia en la economía les permite apoderarse de algunas esferas del poder político y cuyos representantes son industriales, ganaderos y agricultores del norte de la República; una nueva generación de empresarios “modernizadores” que no provenían de las filas revolucionarias; pero que se beneficiaron del modo emanado del movimiento social; se reaviva una vieja pugna que tiene su raigambre en los tiempos anteriores a la Revolución Mexicana y que se fue postergando en aras de la institucionalidad, que más bien se explicaba porque las nuevas fuerzas no contaban con el poder suficiente para vencer al primero. El otro contendiente es el capitalismo que engendrado desde las filas revolucionarias (al que tampoco le correspondió vivir la lucha) el que ha crecido a la sombra del poder político y que se ha servido de él para enriquecerse; aunque no tiene sólo una cabeza. Si la Revolución posibilitó el ascenso de estas dos, el engendro de ésta –el capitalismo monopolista de Estado- las relegó a un segundo plano; las supeditó a éste.


“Entre los individuos como entre las naciones…” herencia es destino:

“Sólo regresaré al pais en caso de que una potencia extranjera ponga en peligro la integridad del pais”.

Se dice que tal vaticinio lanzó el viejo dictador –Díaz- cuando a bordo del Ipiranga se exilió. Quedó en el encargo presidencial Francisco León de la Barra, quien más tarde contendería contra Madero por la renovación del cargo que, como se sabe, ganó éste. Los caros ideales –reitero, ideales- maderistas estaban muy lejos de solucionar los problemas que enfrentaba el país pues sabido que la democracia no da beber ni comer –de tan sabido, se olvida; el año 2000 lo constata-, así que pronto creció la inconformidad entre afines y enemigos. Así que tuvo que enfrentar a los revolucionarios que querían transformaciones sociales que les llevaran a dejar de ser los olvidados de la tierra, la contrarrevolución y la insidia extranjera –aliada socarronamente a la anterior, puesto que sus intereses de fondo no eran los mismos- escondida en la embajada del país del norte en desquite de que el gobierno del Apóstol de la Democracia insistía en cobrarles impuestos a las compañías petroleras.

La Decena Trágica inclinó la balanza de un lado de la contrarrevolución: el de Victoriano Huerta, quien se adueñó de la situación sin hacer partícipes a quienes pretendían retomar el mando: los antiguos porfiristas (Bernardo Reyes, quien murió en el intento) y los nuevos (Félix Díaz, Manuel Mondragón, Rodolfo Reyes). ¿De quién era instrumento Huerta? ¿De qué polo de la contrarrevolución inclinó la balanza. Apelo, estimado lector, a su capacidad deductiva.

Entonces se recrudece la guerra intestina en que todos los grupos revolucionarios –disímbolos entre sí- se alían para derrocar al Chacal Huerta. Disímbolos porque las realidades de sus lugares de origen son distintas; porque los problemas que los empujaban a rebelarse eran diferentes; porque sus visiones del mundo no partían de perspectivas comunes; porque –como expresábamos en las primeras páginas de estas reflexiones respecto de las guerrillas rural e urbana- unos luchaban contra las injusticias y otros contra la “justicia” implantada por el viejo régimen al que el maderismo triunfante no supo, no pudo o no quiso derruir. Y sin embargo, esas visiones distintas confluían, sin proponérselo conscientemente, en un punto: transformar el modo de producción.

Tal que la revolución que partió de los prósperos estados del norte (la convocada por el Plan de Guadalupe), comandada por Carranza y sus generales (Obregón, Calles), no tenía los mismos objetivos, por ejemplo, que la revolución suriana (el Plan de Ayala) de Emiliano Zapata (ésta, más afín con otra del norte, la de Francisco Villa). La primera partía de la cabeza y la segunda del estómago; una, del pensar y, otra del ser.

Las fuerzas revolucionarias (el Ejército Constitucionalista y la División del Norte), coligadas infligieron grandes derrotas al ejército federal en el norte del país –bajo la mirada expectante de los marines norteamericanos que habían invadido Veracruz para “proteger a sus ciudadanos” (léase: sus intereses petroleros)- mientras que el Ejército Liberador del Sur hacía lo propio en las proximidades de la capital, hasta que cercaron la Ciudad de México, obligando a Huerta a huir del país.
Ante las distintas perspectivas y la desconfianza que reinaba entre las fuerzas revolucionarias, se decide en octubre de 1914, llevar a cabo una convención en Aguascalientes con miras a elegir un Presidente de la República que deje satisfechos a todos los grupos. Se insta a renunciar a sus jefaturas militares a Carranza y a Villa. Resulta electo Eulalio Gutiérrez, un antiguo trabajador minero, experto en explosivos por lo que se hizo de prestigio militar volando ferrocarriles federales, y viejo correligionario del magonismo (de filiación anarco sindicalista) al igual que Antonio Díaz Soto y Gama (delegado de Zapata, quien no asistió a la Convención).

[N.B.: A la Convención llegaron Carranza y Obregón y estamparon su firma en la enseña patria a modo de compromiso de que respetarían los acuerdos que encaminaran a la comunión entre las distintas fuerzas e intereses e instaron a los demás delegados a hacer lo propio. Antonio Díaz Soto y Gama se negó a firmar arguyendo que “…creo que la palabra de honor vale más que la firma estampada en ese estandarte, ese estandarte que al fin de cuentas no es más que el triunfo de la reacción clerical encabezada por Iturbide... Señores, jamás firmaré sobre esta bandera. Estamos aquí haciendo una gran revolución que va expresamente contra la mentira histórica, y hay que exponer la mentira histórica que está en esta bandera”. Hay distintas versiones sobre el incidente –que por poco le cuesta la vida a Soto y Gama- pero es pertinente la nota para mostrar hasta dónde llegaban los desacuerdos entre los delegados a la convención, los que, a la postre, eran las fuerzas que iban a construir un nuevo México].

Todos parecen quedar de acuerdo con el nombramiento de Gutiérrez; sin embargo, al poco tiempo, Carranza desconoce a la Convención y al presidente electo por ella. Marcha a Veracruz y ahí instaura su gobierno. En tanto Villa y Zapata llegan a la Ciudad de México. El primero desconoce a Eulalio Gutiérrez y la Convención nombra a Roque González Garza, quien da la jefatura del Ejército Convencionista a Villa. Obregón marcha sobre la Ciudad de México, por lo que la Convención se instala en Cuernavaca.

La guerra entre las facciones se recrudece. Obregón derrota en célebres batallas a Villa (por ejemplo la cruenta y devastadora de Celaya) y la victoria total es de los constitucionalistas. Villa se refugia en el norte del país e invade Columbus, a lo que los Estados Unidos responden con otra invasión del suelo mexicano. Carranza envía a Isidro Favela a negociar con el gobierno norteamericano asegurándoles que el gobierno mexicano se encargará de contener al llamado Centauro del Norte. Zapata, ya sin el apoyo material –armamento- que Villa le proporcionaba, tuvo que cambiar de táctica de lucha: de combate abierto a táctica de guerrilla, con lo que no pudo derrotar a quien fue enviado para combatirlo, el general Pablo González.

Instalado otra vez Carranza -gracias al genio militar de Álvaro Obregón- como jefe máximo de la revolución, instaura al constituyente a fin de promulgar una nueva constitución, lo que ocurre el 5 de febrero de 1917. Ese mismo año, el Rey Viejo es electo Presidente de la República.

En los siguientes años, Zapata siempre insurrecto y Villa pacificado, fueron asesinados en emboscadas preparadas desde los despachos de gobierno de Carranza y Obregón, respectivamente; el primero, en 1919 y en 1923 el otro.

Villa saltó a la escena combatiendo el poder de la familia que mantenía el control político y económico en Chihuahua en tiempos de Porfirio Díaz: los Creel Terrazas (familia a la que pertenece el panista Santiago Creel Miranda). Por su empírico ingenio guerrillero fue atraído al maderismo por Abraham González y posteriormente al constitucionalismo, aunque nunca tuvo la simpatía de Carranza ni, mucho menos, de Obregón.

Los motivos de Zapata son de índole más profunda. Por artimañas de terratenientes acaparadores del Siglo XIX, las tierras comunales de Anenecuilco –otorgadas al pueblo indígena desde la Colonia- les fueron arrebatadas a sus legítimos dueños mediante un manejo convenenciero de la Ley Lerdo que expropiaba las tierras no productivas o en “manos muertas” a favor del Estado para su posterior asignación a particulares (recuérdese que el objetivo de esas leyes juaristas estaba dirigido a las tierras en manos del clero, no a las comunales), lo que propició el despojo de los pobladores y dueños originales. Los beneficiarios resultaron ser, al paso del tiempo, aliados del porfiriato, latifundistas como el Jefe del Estado Mayor y el yerno del dictador Díaz; precisamente la gente para la que trabajaba Zapata como caballerango. Habiendo sido electo como responsable de la junta que defendía los derechos indígenas sobre las tierras de Anenecuilco, la dictadura lo consideró fuera de la ley y ahí empezó su lucha.

Lo anterior serviría de base para mostrar los intereses diversos de los grupos revolucionarios en función de los orígenes de clase de las distintas fuerzas. Mientras que el zapatismo y el villismo representaban a los desposeídos y explotados desde tiempos remotos, los constitucionalistas y los maderistas pugnaban por otras consignas que tienen que ver más con lo político. Los primeros partieron de ámbitos regionales, los segundos lo hicieron desde una visión del ámbito nacional.

Una reflexión: al igual que en la Independencia -donde la hueste de Guerrero es desplazada por los iturbidistas- en la Revolución vuelve a ser relegada a segundo plano la guerra de los pobres.

Ahora bien, ¿cómo repercute todo lo anterior en la correlación de fuerzas en el periodo post revolucionario? ¿Qué es de las diversas fuerzas al término de la lucha armada?

Al amparo de Carranza muchos de sus generales y soldadesca abusan de su nueva situación y se amasan grandes poderes y fortunas mal habidas. No obstante, hay diferencias que crecen cuando el de Cuatro Ciénagas trata de imponer al ingeniero Bonillas para sucederle. Adolfo de la Huerta apoyado por Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Joaquín Amaro lanza el Plan de Agua Prieta dirigido contra don Venustiano. Logran que salga de la Ciudad de México rumbo a Veracruz, pero en el camino le sorprende una asonada y muere asesinado. Ha empezado la pugna entre los miembros de la revolución emanada en los estados norteños. José Vasconcelos decía: “La civilización termina donde empieza el gusto por la carne asada”, aludiendo a aquellos líderes. De la Huerta suple a Carranza y crea un gabinete diverso; se reconcilia con villistas (Villa aún vivía, se le pacificó con el otorgamiento de la hacienda de Canutillo) y zapatistas (Zapata ya había sido asesinado) y licencia y exilia a los generales afectos a Carranza (entre ellos a Pablo González Garza, quien planeó el engaño que culminó con la muerte del caudillo suriano). Luego convocó a elecciones en las que salió triunfante Álvaro Obregón. Formó parte del gabinete de éste, y en tal tarea, reestructuró la deuda externa; luego, entró en conflicto con el presidente por la firma de los Tratados de Bucareli (ya nos referimos al particular: México se comprometía a diferir, a no hacer efectivo, el mandato constitucional sobre la soberanía del subsuelo –específicamente, el petróleo-) y porque aquél pretendía imponer a Plutarco Elías Calles como su sucesor, y llamó a otra rebelión, la cual no prosperó y tuvo que exiliarse.

Llega Calles a la presidencia. La clerecía se inconforma con la aplicación del Artículo Tercero de la Constitución y el episcopado –con el apoyo del Papa Pío XI- decida cerrar los templos, situación que hace que los feligreses se opongan al gobierno. La situación se agrava y se desata la Guerra Cristera (1926-1929). Obregón lanza su candidatura para reelegirse, cosa que logra, pero antes de tomar posesión es asesinado por un fanático religioso. Calles se instaura en ese momento como jefe máximo y único de la Revolución. De 1928 a 1934 pasan por la presidencia tres personajes (Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez) que sirven de parapeto para que el “Jefe Máximo” siga gobernando indirectamente.
En 1929, crea el instituto político que hoy ostenta el acrónimo de PRI con el fin de unificar a toda la “familia revolucionaria” (tarea en la que ya se había aplicado, como dijimos arriba, Adolfo de la Huerta, y que hubo fracasado) y aplacar las disputas intestinas en forma definitiva. El fin es institucionalizar la revolución.

[N.B.: Adolfo de la Huerta, en 1911, había combatido en Agua Prieta, Son., un levantamiento magonista].

Con los anteriores referentes veremos, en delante, como se institucionaliza la revolución.

Como con los tres anteriores, Calles pretendía continuar gobernando tras bambalinas y para ello expresa su incontrovertible decisión de que el candidato a la presidencia sea Lázaro Cárdenas, quien había sido gobernador de Michoacán, Secretario de Gobernación en el trunco mandato de Pascual Ortiz Rubio y dirigente del Partido Nacional Revolucionario (hoy PRI). Muy joven se había incorporado a las filas revolucionarias bajo las órdenes de Martín Castrejón, quien había sido miembro del Partido Liberal Mexicano, fundado por los Flores Magón, y diputado del Congreso Constituyente de 1917. Luego se unió al Plan de Agua Prieta y desde entonces Calles se convirtió en su mentor político. Ya como presidente, Cárdenas empezó a realizar tareas que aún estaban pendientes y que habían sido planteadas en el Plan de Sexenal (plan de gobierno para su periodo de gestión) y tema principal de la Revolución: la Reforma Agraria. Luego, nacionalizó los ferrocarriles, creo un banco de fomento al campo, concilió con la Iglesia dentro del marco constitucional, amén de otras relacionadas con el movimiento obrero, que fueron las que más molestaron a Calles, pues tenía compromisos con los patrones, principalmente los de las compañías extranjeras, entre ellas las petroleras. Entró en conflicto con gente muy allegada al Jefe Máximo por asuntos que nada tenían que ver con la política (excepto que los sitios que clausuró, por ejemplo El Casino de la Selva, eran de políticos), así que éste comenzó a presionar al presidente de palabra y de hecho a lo que obtuvo como respuesta que se presentaran en su casa militares y civiles incondicionales de Cárdenas “invitándolo” a que dejara el país junto con el dirigente de la central obrera callista. El Ejecutivo se deshace de los callistas en todas las instancias de poder político: en el gabinete, en el partido, en las centrales obreras y campesinas y echa a andar su proyecto económico a partir de la rectoría del Estado. Lo subsecuente, ya lo hemos referido en páginas precedentes.

Llega el momento de la sucesión. Había que escoger entre el general Francisco J. Mujica (quien había sido magonista, inclusive, colaborador de Regeneración, el periódico vocero del Partido Liberal Mexicano) y Ávila Camacho. Políticamente, el primero más afín a Cárdenas; fue lugarteniente en distintas épocas, de Carranza y de Obregón; uno de los ideólogos más destacados de la Revolución lo que dejó plasmado en su tarea como constituyente en 1917; llevó a cabo la primer reforma agraria (en Michoacán, cuando don Lázaro era gobernador); fue, además y en última instancia, quien forjó el pensamiento político de Cárdenas. De otro lado un próspero empresario que había hecho fortuna a base de contratos de obra pública en gobiernos precedentes, en uno de los cuales –extraña y curiosamente- fue Secretario de Obras Públicas, Juan Andreu Almazán, lanzado por el Partido Revolucionario de Unificación Nacional y apoyado por el naciente PAN.

Dentro del PRI, así se definió la candidatura:

”El señor general Múgica, mi muy querido amigo, era un radical ampliamente conocido. Habíamos sorteado una guerra civil y soportábamos, a consecuencia de la expropiación petrolera, una presión internacional terrible. ¿Para qué un radical?”
Lázaro Cárdenas
Y bajo esta consideración, y la derrota del último intento de golpe de Estado militar, el comandado por el General Saturnino Cedillo auspiciado por las empresas petroleras extranjeras, la Revolución se ablanda y, peor, cambia de rumbo: pasa la estafeta presidencial a Manuel Ávila Camacho, un militar poblano que creció a la sombra de su jefe, el general Lázaro Cárdenas; fungió como Jefe del Estado Mayor cuando éste gobernó Michoacán. Contendió en ese álgido periodo electoral de pre guerra con Juan Andreu Almazán quien fue jefe de operaciones militares en Nuevo León y había combatido desde frentes disímbolos: desde el zapatismo a posiciones pro nazis (sin embargo tachaba de nazicomunista a Cárdenas). El hermano mayor del nuevo presidente, Maximino (quien fungió como Secretario de Obras Públicas, donde se sirvió de su puesto para enriquecerse y enriquecer a sus esbirros mediante contratos de obra), era un cacique con ansia de suceder a su carnal que se valía de cualquier medio para sus fines, furibundo anticomunista que cobijó a sus ahijados políticos (como Gustavo Díaz Ordaz) y mandaba asesinar a sus oponentes: los ligados al cardenismo y a quienes veía como posibles enemigos en su carrera personal hacia la presidencia (se cuenta que amenazó de muerte a quien sería el próximo: Miguel Alemán, motivo por el cual éste intentó renunciar a la cartera de Gobernación, lo cual no fue aceptado por el Ejecutivo).

El siguiente designio sexenal recayó sobre el veracruzano Miguel Alemán, fue el prototipo del político “cachorro de la Revolución” (léase: de la contrarrevolución), “modernizador”, primer empresario –de bienes raíces: Polanco, Cuernavaca, Ciudad Satélite y las Lomas de Chapultepec- fungiendo como político; leal al partido de Estado –el PRI, ya con esas siglas y con otro cariz muy alejado de los principios de la Revolución-. Alemán promovió, con efímero éxito, regresar a las compañías extranjeras y al interés privado el aval para su participación en la industria petrolera, en ese entonces recién nacionalizada. Un hombre así, era el que requerían los líderes de la libre empresa –de la que él mismo era miembro- como relevo presidencial para poder crecer y, en última instancia, para hacerse del poder político y así minar la competencia estatal. Todo en ara del gran dios del capitalismo: La Tasa de la Ganancia; y de su sacerdote: La Apropiación Privada de la Plusvalía. Su régimen estuvo plagado por la corrupción y el favoritismo a sus cercanos. De modestos orígenes, según sus biógrafos, pasó a ser uno de los mexicanos más ricos.

El también veracruzano Adolfo Ruiz Cortines, quien creció a la sombra de sus paisanos. Miguel Alemán y Fernando Casas Alemán; había trabajado con Ávila Camacho. Se inició en la vida pública trabajando con viejos revolucionarios: ayudante de Robles Domínguez y luego de Heriberto Jara (Aliado de Cárdenas, quien lo nombró inspector general del ejército para frenar a los militares callistas; también gobernador de Tabasco y luego Veracruz, antes diputado al constituyente y con Cárdenas como presidente, dirigente del PRI). Ruiz Cortínes, en su juventud, había sido secretario particular de Jacinto B, Treviño, un carrancista bajo el mando de Pablo González que combatió a los villistas, participó luego en la rebelión escobarista (contra la imposición de Ortiz Rubio por Calles) por lo que fue exiliado; vuelto al país, asesinó a José Alessio Robles –hermano de Vito, también de filiación villista, enemigo de Calles y Obregón-, finalmente fundó el PARM, un partido creado para remedo de democracia electoral. Ruiz Cortines, tuvo contener los escandalosos abusos de quienes se enriquecían al amparo de los puestos políticos. Los devolvió a los cauces “normales”.

Adolfo López Mateos, oriundo del Estado de México. De joven fue un vasconcelista comprometido que se vio en peligro de muerte cuando la hueste de Gonzalo N. Santos (el cacique potosino más temido de la historia reciente, tanto como Maximino Ávila Camacho; más, porque vivió más tiempo), asesinó a partidarios del autor del Ulises Criollo durante las elecciones en que contendió contra Pascual Ortiz Rubio, favorito de Calles. Más tarde lo apadrinó e impulsó Isidro Favela (carrancista puro, fue Secretario de Relaciones Exteriores de don Venustiano), [N. B.: Isidro Favela fue la cabeza de lo que hoy es el Grupo Atlacomulco, propiamente una dinastía, puesto que se trata de una familia que lleva gobernando el Estado de México desde los años 40 –que se fortalece política y económicamente bajo el auspicio de Maximino Ávila Camacho y, luego, de Fernando Casas Alemán- y a cuyo benjamín están dirigiendo hacia la carrera por la presidencia en el 2012: Enrique Peña Nieto, sobrino del anterior gobernador: Arturo Montiel Rojas, (que no pudo ser candidato a la presidencia contra Calderón y contra López Obrador porque le amenazó Carlos Madrazo -a la sazón, quien resultó candidato del PRI- con “sacarle sus trapitos, de corrupción, al Sol”). ¿Estirpe de “carranclanes”?]. Durante el mandato de López Mateos se contiene, mediante la represión y cárcel, los movimientos magisterial, obrero (ferrocarrileros) y campesino; muere asesinado el líder campesino -seguidor de Zapata- Rubén Jaramillo. ¿Dónde está el Tata?

Aquí, se podrá ver cómo la frágil, a la vez violenta y pletórica de virajes, convivencia de la “Familia Revolucionaria” contenida en –o por- el PRI se reparte el poder a regañadientes entre los grupos herederos de la Revolución. Llega al PRI un político se que había forjado en las filas de los “Camisas Rojas” del cardenista Tomás Garrido Canabal: Carlos Madrazo (padre del homónimo mencionado en el párrafo anterior), quien intenta reformar al partido; pero su afán es cegado. (Pocos años después fallece en un accidente aéreo que tiene todos los visos –sin confirmarse- de crimen político). Un PRI que no acepta renovación (“¡Muerte a todo lo que huela a Cárdenas!”, parece ser la consigna) es ahora comandado por el general Alfonso Corona del Rosal (según un autor, miembro de una sociedad secreta llamada “El Círculo Negro” que tenía como fin preservar a cualquier precio el principio de no reelección) regresa el poder a la vieja guardia: al discípulo más avanzado de Maximino Ávila Camacho: Gustavo Díaz Ordaz. Crece la discordia. La fuerza del pasado cierra las puertas, ya no al futuro, sino al presente.
Hoy, en el juego político, participan varios partidos; pero, insistimos, antes las disputas se dirimían en el seno del PRI, el cual –hasta la fecha- no es un ente homologado sino un instituto en el que confluyen intereses varios y hasta contrarios (ya lo definimos con una cita del escritor Sergio Pitol) que sólo un sistema presidencialista –erigido en la tradición de un reino donde nunca se ponía el Sol y, de otra parte, en el de un huey tlatoani- podía contener; pero que en 1968 es sacudido por la presión social, el choque de los grupos políticos y el imperialismo de post guerra (que se debatía en la Guerra Fría), y herido de gravedad por los enfrentamientos internos de las tres instancias económicas antagónicas ya descritas, lo que provoca que unos cuantos años después se dé la desbandada de ciertos personajes inconformes con las cuotas de poder recibidas y algunos grupos empresariales insatisfechos, principalmente norteños, que prefieren enrolarse en el PAN (la llamada “invasión de los bárbaros del norte”), partido donde se aglutinaba gran parte de las capas medias identificadas con una aristocracia venida a menos, tradicionalista, conservadora, muy católica, de buenas costumbres, afectas a los patronatos y a la beneficencia como medio de expurgar sus culpas y pecados terrenales, y con una historia de enfrentamientos contra los gobiernos emanados de la Revolución (en sus filas se encontraban personajes que promovieron y participaron en la Guerra Cristera, así como algunos sinarquistas; surgidos de éstos, posteriormente, grupos estudiantiles de choque, como los denominados MURO y TECOS, y en la actualidad el grupo llamado el YUNQUE, una especie de sociedad secreta afecta al fanatismo católico). Al lector de estas líneas no le costará esfuerzo alguno identificar el paralelismo de los aludidos con aquellos personajes criollos acomodados que vivieron durante la Colonia, con aquellos que erigieron un emperador de pacotilla con su ridícula corte, y con aquellos que luego trajeron a un heredero de la nobleza europea para nombrarlo emperador y oponerlo al gobierno republicano de Benito Juárez. A fin de cuentas, el PAN se convierte en instituto en el que –al igual que el PRI- confluyen vertientes distintas y hasta contrarias donde la ideología original se ve desplazada por los intereses de los señores del dinero disconformes con las canonjías económicas y el poder político que el PRI y el mismo Estado –en tanto capitalismo monopolista- les negó o no les dio como lo querían.

Permítaseme dar paso a una serie de digresiones. ¿Cuál fue el escenario en el que los industriales norteños forjaron su fortuna y poder político? Fue en el “teatro” de los últimos tiempos del porfiriato con la “obra” a la que, con virulento sarcasmo, pudiera yo bautizar como La Guerra Del Pulque vs. La Cerveza.

Tendremos que tomar un referente remontándonos a tiempos de la Colonia. Hemos afirmado que existieron las maneras de dominio o –sutilmente llamadas- de control social aplicadas a los indios y las castas. Formas superestructurales como serían los poderes jurídico, militar y religioso. Otras que tendrían que ver con cuestiones de tipo práctico entre las que contaríamos las deportaciones regionales, la violencia y el maltrato físico. Pero hubo otra que perduró por siglos y que se revirtió contra la sociedad mexicana en su conjunto y que consistió en propiciar el alcoholismo como forma de control. El ser humano alcoholizado cotidianamente no es capaz de rebelarse material ni ideológicamente y a la larga se convierte en un ser que se abandona a sí. Podía ser explotado hasta el punto de morir. Sí, no era muy productivo pero para continuar con el esquema de explotación se contaba con su prole, misma que repetía el ciclo de reptar entre la explotación, el abuso, la borrachera y la muerte. Podría decir, sin exagerar, que en México se hizo de la embriaguez una institución de dominio, de arraigo forzoso del trabajador a su patrón explotador. No ha mucho tiempo, en algunas partes del campo mexicano, a los indígenas se les continuaba pagando el jornal con aguardiente o pulque. Imagine el lector la situación que prevaleció desde la Colonia hasta tiempos anteriores a la Revolución de 1910 en que esa práctica era tan normal como cotidiana.

He ahí la proverbial (aunque sea un estereotipo) afición del mexicano al alcohol. Se dice que los mexicanos se emborrachan por gusto, por disgusto; por alegría, por tristeza; por devoción, por decepción. Se aduce que los rusos se emborrachan para contrarrestar el frío; lo mexicanos, por cualquier motivo o sin él.

De ello se desprende que una de las industrias más boyantes en tiempos de Don Porfirio fuera la del pulque, bebida que ya los mexicas –hay estudios al respecto- degustaban y a la que le endilgaban –también está documentado- carácter religioso, ritual sagrado. Fray Bernardino de Sahagún relata que para los antepasados indígenas era una bebida que se consumía en festividades y ritos dedicados a los dioses; sin embargo, ya bien entrado el periodo colonial se destinó al consumo de las castas del mestizaje y a los indígenas; entre la población española y criolla era restringido.

Como quiera que fuere, la industria –con procedimientos casi artesanales- creció y se levantaron grandes haciendas pulqueras principalmente en lo que hoy es el centro de la República (en los estados de Hidalgo y Tlaxcala, zona donde se asentaban los enemigos de los mexicas, los aliados de los españoles) y prosperaron gracias a impulsos que recibieron del gobierno porfirista, por lo que alcanzaron un auge sin precedentes (aunque la llamada “época de oro” del pulque fue en el Siglo XVIII), ya que durante ese mandato los empresarios pulqueros pudieron contar con avances en las vías de comunicación que les permitieron llevar su producto con mayor celeridad a la Ciudad de México y puntos cercanos sin riesgo de que la bebida se descompusiera; sí, pudieron contar con el ferrocarril (antes de eso, el traslado se hacía en caravanas de carros tirados por mulas). La vía férrea de Veracruz a México pasaba por los Llanos de Apan, donde se encontraban las haciendas pulqueras más productivas que eran propiedad de personajes muy cercanos a Porfirio Díaz entre quienes se encontraba Manuel Fernández del Castillo y Mier, (que encargó construir en Europa la reja de hierro forjado que brindaba entrada a su rancho -San Bartolomé del Monte-, la que fue fabricada a imagen y semejanza de la del Castillo de Miramar, donde habitó Maximiliano de Habsburgo); muy aficionado a la charrería y a la tauromaquia y a la crianza de toros de lidia, tanto que fue quien mandó erigir con recursos propios la plaza de toros de La Condesa en la Ciudad de México. Otro de los grandes hacendados pulqueros fue Ignacio Torres Adalid, quien era uno de los empresarios más poderosos del país; poseedor de varias haciendas. Construyó el ferrocarril Decauville impulsado, ya, por una locomotora de vapor.

Empresarios de viejo cuño, aristócratas muy a tono con la época y el modo de producción que estaban por fenecer -al igual que la gerontocracia porfiriana que los arropaba- merced a la Revolución de 1910.

En la lógica de lo expresado líneas arriba, no vamos a llenar hojas y hojas con datos de la producción de pulque, información que se puede encontrar en diversos textos y en internet. Nos basta con acotar los lujos y caprichos de los pocos empresarios pulqueros señalados –aliados y beneficiarios del poder político de entonces- dueños absolutos de la tierra y la riqueza que de ella producía, porque la incipiente industria, que correspondía a otro estadio económico, estaba en manos de extranjeros; formaba parte del desarrollo económico de las potencias externas. Como en la Colonia.

Y sin embargo (…) se mueve…

En el norte del país, precisamente en Monterrey, capital del Estado de Nuevo León, un nuevo modo de producción, dentro del marco de la nación -propio- se manifiesta en ciernes; en ciernes, porque -como se ha dicho en páginas anteriores- el 80% de la población del país se ocupaba en tareas relacionadas con el campo. Esto es: las relaciones de producción o, como afirma Marx, lo que las expresa (las formas de propiedad) impedían el desarrollo de formas nuevas. Por añadidura, un porcentaje similar al arriba indicado se encontraba como mano de obra cautiva en las haciendas en calidad de peones acasillados; el modo de producción capitalista, que es el que comienza a mostrarse en ciernes en el norte de nuestro país, requiere de fuerza de trabajo libre capaz de comprarse –literalmente- mediante un salario.

Esta situación –ya lo hemos mencionado y reiterado- viene a resolverla la Revolución Mexicana de 1910 que libera la mano de obra de las haciendas, cumpliendo con lo que –volviendo a Marx- se conoce como “acumulación originaria del capital”. ¿Por qué “originaria”?, porque es el momento específico de la génesis del capital variable del modo de producción capitalista: la mano de obra asalariada; libre, no cautiva como ocurre en el esclavismo o el feudalismo (o el hacendismo, como lo llama Jesús Silva Herzog). Sin esta particularidad, el capitalismo no es factible.

Decíamos, cuando hicimos recuento de los intereses de cada grupo revolucionario según su procedencia y la posición de clase de sus promotores, que hubo varias revoluciones; así, también entre los caballeros del dinero, había diferencias abismales derivadas de las formas en que se creaba la riqueza en las distintas zonas del país. En el norte no existían las grandes haciendas que concentraran y sujetaran la mano de obra tal y como estaba instituido en el centro y sureste de México. También tiene su razón histórica: mientras que en Mesoamérica se concentraba, al momento de la conquista, la población indígena –hija de las grandes culturas precolombinas- que sirvió de alimento –en tanto fuerza de trabajo- para las labores agrícolas propias de un sistema económico basado en la tenencia de la tierra, en el norte no existieron grandes culturas que pudieran ser sojuzgadas para los mismos fines. Ello propició que el desarrollo económico buscara otros caminos.

Aquellas tierras fueron conquistadas por españoles, sus aliados tlaxcaltecas (enemigos acérrimos de los mexicas) e hildalgos criollos y sumadas a la Corona Española bajo el nombre de Nuevo Reino de León (que abarcaba la Provincia de Tejas; hoy, la mayor parte de Texas), Nueva Extremadura (hoy: parte de Texas, Nuevo León y Coahuila) y Nuevo Santander (hoy: Tamaulipas, otra parte de N. L. y Sur de Texas). Eran vastos territorios que requerían de mano de obra que los explotara; por tanto, primero la Corona y luego los gobiernos del México independiente permitieron la internación de colonos anglosajones –sobre todo en Tejas, que posee amplias planicies cultivables- que ya practicaban la agricultura como parte de procesos industriales a la manera de sus ascendientes (los ingleses); a saber, la industria textil desde perspectivas económicas ya insertas en el capitalismo. Posteriormente vino la anexión, por parte de los Estados Unidos, de territorios que pertenecían a México; allí ya se verificaba un modo de producción capitalista cojo, pues –como hemos referido- la mano de obra (la población negra) se hallaba cautiva, esclavizada, situación que vino a ser resuelta por la Guerra de Secesión, con el triunfo del norte industrializado.

[N.B.: Es menester mencionar que antes, durante y después de la Guerra de Secesión los campos sureños eran pródigos en el cultivo algodonero (cuyo producto fue bautizado con el nombre de oro blanco), idéntica actividad se desarrollaba ya en algunas partes del norte mexicano].

Así que, al sur de las nuevas fronteras, los señores del dinero –un nuevo tipo de empresarios- ya no veían su futuro en la renta o la explotación de la tierra, per se, para obtener productos para el consumo final -como sus camaradas del centro y del sureste de la República- sino como un eslabón en la cadena de la industria ya en franca identificación con el modo capitalista de producción. Para ellos, la forma de producir riqueza –aun la basada en la tierra-, ya sea por imitación, por asimilación o por ser subsidiaria, se encontraba más cercana a la de Estados Unidos. Y, en ciertas etapas de la historia, hubo un cierto sentimiento de separación política del resto del país: el gobernador de Nuevo León, Santiago Vidaurri, gran promotor de la economía en su estado, fue hostil al gobierno juarista; al grado que fraguó un complot en el cual don Benito estuvo en peligro de ser asesinado. Más tarde, Vidaurri, reconoció al Imperio de Maximiliano, lo que a la postre le costaría morir fusilado –de espaldas al pelotón- al no cumplir un ultimátum de rendición expedido por Porfirio Díaz a la caída del de Habsburgo.

Prosigamos con el episodio al que llamé “La Guerra entre el Pulque y la Cerveza”


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XXI.- Propiedad Estatal vs. Privada)


En los años cercanos a la última década del siglo IX, Joseph M. Schnaider, empresario cervecero de San Luis Missouri, arriba a Monterrey para conocer el centro de distribución que su padre tenía en esa ciudad. Allí se entrevista con los empresarios Isaac Garza, José A. Muguerza, Francisco Sada y José Calderón (quien, a la postre, ya era su socio en uno de los negocios comerciales más exitosos del norte del país). Pronto se asocian para fundar una fábrica de hielo y cerveza; poco después nace la Cervecería Cuauhtémoc.

No tendría nada de particular este tópico, puesto que en otros lugares del panorama nacional también se elaboraba cerveza; sin embargo -y por ello tuvimos que preceder el párrafo anterior con un largo preámbulo- lo definitorio en la diferencia de estos empresarios neoleoneses con los del resto de la República era el modo de producirla. Y al decir “modo” no me refiero solamente a cuestiones relacionadas con la técnica, sino a una serie de implicaciones de tipo social, económico, político y hasta de concepciones ideológicas, que se identificarían, propiamente, con lo que se enmarca dentro de lo que hemos mucho insistido en llamar –siguiendo a Marx- “Modo de Producción”.

Mientras que en otros lados de la geografía nacional esta bebida se elaboraba en forma más o menos artesanal, los empresarios norteños –por su cercanía con los procesos industriales norteamericanos y su sociedad con el mencionado Schnaider- se alejaron de los viejos procedimientos; más aún, comenzaron a generar industrias que giraban en torno a la producción del elíxir. Así, en un periodo que comprende dos, o tres, generaciones del Clan Garza (principalmente quien se convirtió en el nuevo patriarca, uno de los hijos de Isaac Garza: Eugenio Garza Sada) y sus socios, crean un verdadero trust capitalista, varios holdings: fábrica de vidrio (botellas para envasarla), fábrica de cartón (para empacarla y trasladarla), fábrica de hojalata (para tapar la boca de las botellas), un banco para financiarse y hasta un instituto tecnológico para preparar a sus técnicos. Y otro pilar de la industria neoleonesa: La fundidora de hierro y acero. Como algunas materias primas utilizadas para los procesos industriales regiomontanos se obtenían fuera de la geografía estatal, otros sitios cercanos –y aun lejanos- resultaron ser beneficiados. Así, el desarrollo económico de Monterrey fincado en la industria cervecera, se convirtió en disparador de la economía norteña en su conjunto.

La diferencia la hizo la concepción acerca de la forma de la creación y apropiación de la riqueza. Mientras que los favoritos del viejo dictador, Porfirio Díaz, se corresponden con los vetustos regímenes sostenidos por la aristocracia terrateniente, los nuevos empresarios (cuyo hombre fuerte, políticamente, fue un militar fiel a la persona del dictador: Bernardo Reyes, quien gobernó con mano dura –a la usanza de su jefe- Nuevo León desde 1885 a 1909, con tan sólo una interrupción de dos años) se identifican con la burguesía ascendente por los motivos y referencias que dimos al final del capítulo anterior.

Hemos visto a lo largo de este escrito que las disputas en el terreno económico –aquí, la guerra entre el pulque y la cerveza- se dirimen en el terreno político.

Cuando Porfirio declara que está listo para dejar que México acceda a la democracia y ceder su sitio a nuevas caras y estilos de gobernar, Reyes forma su propio club (no existían los partidos políticos propiamente dichos) para postularse como sucesor del dictador. Pronto descubre que éste, en realidad, no está dispuesto a dejar el poder y tiene que autoexiliarse. Cuando el primero es depuesto por la revolución maderista, y con ello se propicia la derrota de los aristócratas terratenientes (sector donde se encuentran los empresarios pulqueros), Reyes regresa al país sólo para ser apresado. La contrarrevolución huertista auspiciada por la embajada de los Estados Unidos lo libera, durante la “Decena Trágica”, tan sólo para que ensoberbecido por su prestigio se sitúe, montado en su corcel, frente a Palacio Nacional creyendo que su sola presencia bastaría para que los defensores entregasen sus armas; pero de una de ellas sale el disparo o la ráfaga que le siega la vida.

Así que el hombre que apadrinaba a los nuevos empresarios cerveceros norteños, o al menos quien daba cobijo a sus aspiraciones no pudo cumplirles. Pero la revolución triunfante, sin proponérselo, sí. Sí, porque le quitó a sus oponentes (los empresarios de viejo cuño y una forma de producción que representaba un freno para fomentar el desarrollo moderno de la economía) y forjó una nueva realidad económica que permitiría el desarrollo de la industria, la creación de mano de obra asalariada y también de un mercado interno. De esta manera se resolvió la Guerra entre el Pulque y la Cerveza.

Guerras de este tipo, que no hacían más que mostrarse no más allá que pugnas entre dos regímenes económicos y políticos –uno agotado y otro en ciernes- hubo varias, como la de comerciantes y empresarios textiles forjados en la más pura escuela fourierista –socialistas utópicos, como los llamó Marx- que formaron parte del maderismo, (como Leopoldo Hurtado Espinosa, quien como diputado se opuso a aceptar la “renuncia” de Madero cuando Victoriano Huerta lo había apresado) porque el viejo régimen no permitía el desarrollo de formas nuevas.

Sin embargo, para nuestro estudio, la guerra en que la industria cervecera surgió como vencedora es la definitoria; la que en la segunda mitad del siglo pasado, con todo su poderío económico y sus aliados, vuelve a entrar en conflicto ya no con los resabios del pasado sino con el capitalismo monopolista de Estado y otro tanto con la burguesía parasitaria emanada de la misma Revolución. Es el enfrentamiento entre dos maneras distintas y antagónicas de apropiación -y distribución- de la plusvalía. Es cuando, dijimos, “…se había destapado la Caja de Pandora del sistema político mexicano”.

Emprendamos el sinuoso camino de regreso a ese punto.

No basta pues con responsabilizar solamente al gobierno mexicano en turno de su respuesta a los conflictos sociales de los años 60 y próximos siguientes, entre ellos el movimiento social –no sólo estudiantil- de 1968. Sería una visión simplista y reduccionista. Hemos dicho que se empezaban a mover los hilos de los que pendían los personajes del guiñol de la sucesión presidencial. Ello no se circunscribía a un mero acto político, sino económico en dos vertientes: interna y externa.

Se agudizaban las contradicciones, pero no se mostraban evidentes.

EN LO POLÍTICO.

En el terreno de lo político (dentro del mismo gobierno de un solo partido: el PRI) había un enfrentamiento entre dos concepciones: una que pretendía perpetuar el Estado monolítico, detentador de la violencia, que ejercía la represión como contenedor de una ya frágil “paz social” que se empeñaba en negar los brotes de inconformidad que provenían de diversos ámbitos de la sociedad mexicana; otro que empezaba a dar visos de querer dar paso a cambios que hicieran posible un tránsito a una sociedad más abierta, más tolerante, más –como hoy se dice- “democrática”, un gobierno menos autoritario que permitiera hacer efectivas las garantías individuales consignadas en la Carta Magna y que –inclusive- diera paso a la participación política de la oposición.

La posición primera –porque se sentía obligada, por convicción, por conveniencia o por las circunstancias geopolíticas, a permanecer dócil a las políticas de Washington por pertenecer al área de influencia del mundo occidental-, se inscribía en la situación que prevalecía en toda la América Latina (controlada por el imperialismo norteamericano mediante la disimulada aprehensión y coacción por medio del capital, los empréstitos, el envío de divisas); desde luego, con la notable diferencia de que aquí no había dictadura militar (gracias a una revolución que sujetó al poder militar al Poder Ejecutivo); diferencia derivada de una economía sui géneris que le permitía a México cierto margen de independencia.

La otra posición, que consciente de esas diferencias, consideraba que podía aprovecharlas para efectuar los cambios que consideraba necesarios para mantener el país en calma. Creía que se podría hacer porque, después de todo, las voces que desde el senado, la embajada y el Departamento de Estado estadounidenses resonaron (desde el periodo Callista hasta el de José López Portillo) en el sentido de que México era un país pro comunista nunca lograron hacer que se vislumbrara la amenaza de una nueva invasión o de que se implantara una dictadura militar obediente al país del norte. Fueron pura verborrea paranoide; aunque no así la intervención soterrada a través de la CIA, que sujetaba a los secretarios de gobernación (hay evidencia de, por lo menos, dos que posteriormente llegaron a ocupar la presidencia: Díaz Ordaz y Luis Echeverría) por ser los responsables de la política interna y de detectar “grupos subversivos” que representaran una amenaza contra el llamado “Mundo Libre”. No sólo era posible sino obligado llevar a cabo cambios puesto que existía inconformidad sindical (largamente contenida y controlada por líderes corruptos enquistados en la CTM) en diversos gremios –traducida ya en resentimiento social- cuyas acciones anteriores habían sido cortadas a sangre y fuego (médicos, maestros y ferrocarrileros); se tenía noticia de actividad guerrillera ya no sólo campesina (llevada a cabo desde siempre por los eternos olvidados), sino que había surgido de sectores medios de la población (los estudiantes universitarios) que fueron lanzados a la lucha armada clandestina ante la cerrazón del Estado que se negaba a abrir espacios mínimos de inconformidad dentro del marco de la institucionalidad. Estallar una huelga, realizar una “pinta” en contra del gobierno constituían de facto un delito que, a la luz de la ley, podía considerarse una transgresión de la misma al tipificarse como “disolución social” (una ley de emergencia dictada durante el gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho so pretexto de detener la intromisión del nazismo en México durante la Segunda Guerra Mundial –recuérdese lo que dijimos en relación al “telegrama Zimmermann”- que nunca se derogó y sirvió después como arma política para penalizar cualquier tipo de disidencia y condenarla a la ignominia en los pabellones del Penal de Lecumberri, en las prisiones improvisadas y clandestinas de las procuradurías de justicia (o quizá deba decir: “de ajusticiamiento” ) y, en extremo, a la desaparición forzada o la muerte). Protestar contra el alza del costo del transporte público o en contra de la participación norteamericana en la guerra de Vietnam eran considerados delitos menores que sólo merecían la aplicación de la ley del garrote, aunque el asunto se complicaba si a alguno de los manifestantes se le ocurría incurrir en el terrible desacato que constituía militar en el Partido Comunista Mexicano, partido proscrito por el simple hecho de contener esa segunda palabra y la imagen de la hoz y el martillo en su membrete, no por sus acciones políticas. Ante esa clausura de espacios de disidencia surgieron múltiples grupos armados: porque no había otro camino. Para la segunda postura dentro del gobierno, la mencionada al principio de este largo párrafo, sí lo había: generar espacios institucionales para la disidencia como mecanismo de defensa para contener el resentimiento social largamente reprimido con la violencia del Estado.

La mayoría de los analistas o comentaristas del ’68 quieren ver, o no ven más allá, un Estado monolítico que practica la represión. Ello sólo responde a esquematismos. Los cambios sociales habidos en los recientes tiempos no podrían explicarse –así- mas que por artificio de la voluntad; pero los cambios sólo se explican como la síntesis de un proceso de lucha entre dos o más fuerzas contrarias (no sólo los sociales, sino los de toda índole) que habitan en el mismo seno y que responden, una al viejo orden caduco y otra a lo nuevo emergente.

Concluyendo: estos dos grupos entrarían en conflicto ante la sucesión presidencial y, específicamente, en 1968. Pero, insistimos, las posiciones políticas derivan de lo trataremos enseguida:

EN LO ECONÓMICO.

Los detractores de la propiedad estatal argumentarán que el capitalismo nació y creció en los países desarrollados gracias a la libre empresa; pues así sea, pero en México –y en el tiempo en que apareció, ya hemos dicho: a resultas de la Revolución Mexicana de 1910- devino como monopolista de Estado por NECESIDAD, porque no había más que unos cuantos capitalistas (volvemos al asunto poblacional: sólo el 20% era citadino; era un mundo estrictamente agrario en que la fuerza de trabajo, capital variable, se encontraba cautiva). Tal que el Estado resolvió, a favor de las nuevas generaciones de empresarios, La Guerra entre el Pulque y la Cerveza. Así mismo, tuvo que asumir la tarea de llevar al país a otra etapa del desarrollo humano, que así es como debemos de entender el tránsito hacia el capitalismo y no como lo consideran ciertos grupos de “izquierda” echando mano de esquemas pseudo marxistas. De tal forma, la libre empresa creció -y obtuvo poder político- a expensas del Estado.

En vísperas de la renovación de la Presidencia de la República, cuando estaba por fenecer el periodo de Gustavo Díaz Ordaz, los grupos empresariales norteños y, su punta de lanza, el grupo Monterrey, habían adquirido una fuerza inmensa que no se conformaba con recibir favores del Estado para su crecimiento: había que posesionarse de él; hacer –como diría Vicente Fox 38 años después- un gobierno de empresarios y para empresarios. Había que disminuir y desarticular al oponente: la propiedad estatal. Y para ello contaban con sus muchos bernardoreyes redivivos, tanto entre los hombres de la política como entre los militares (con el ánimo golpista que pululaba en el resto de América Latina) e intelectuales (lucasalamanes de bolsillo). Además, los abad y queipo y la CIA que veía con simpatía y ponía en práctica sus buenos oficios para desestabilizar a un gobierno que veía como procomunista (ante la coyuntura forjada por la Revolución Cubana, ciertos sectores republicanos creían que el abasto de petróleo a Norteamérica era más seguro si el energético estaba en manos de particulares y habría más oportunidades de rehacerse de él, tal como lo vislumbran en el presente con el gobierno calderonista).

El pasado contra el presente. Con la palabra “presente” no aludo a quienes detentaban el poder político en ese momento –identificados con el grupo que propugnaba por continuar personificando un Estado represor que, al fin y al cabo, también representaba al viejo orden- sino al capitalismo monopolista de Estado y a las fuerzas políticamente progresistas o, al menos, aperturistas.

Partiendo de una perspectiva económica, también se enfrentarían el pasado contra el presente; porque el reparto social de la plusvalía va un paso delante de la apropiación privada de la misma en un país que no ha logrado abatir las inicuas diferencias tan abismales en casi 500 años.

El panorama pintaba a otros sectores a quienes lo mismo daba que la economía la manejara el Estado o los sultanes de iniciativa privada; su vida dependía del parasitismo: crecer a expensas del gobierno. Desde luego, nos referimos a la burguesía emanada del seno mismo de “La Familia Revolucionaria” que creció a la sombra del poder político y que formaron “grupos” regionales (como el que hoy responde al apelativo de “Grupo Atlacomulco”, grupo que forjó su poder sirviendo a la causa de avilacamachismo y luego el alemanismo a fin de liquidar políticamente al cardenismo y enriquecerse a partir de la obra pública). También, entre estos sectores, se encontraban los sindicatos afiliados a la CTM y el llamado “Cuarto Poder”: la prensa, la cual se encargaba de informar o callar lo que a aquél convenía para que el país siguiera en calma; una calma ya ficticia.

Así, los 14 centavos que regresaba la federación (de cada peso que mandaba la próspera ciudad neoleonesa) trataron de detener la fuerza de la NECESIDAD. Se inconformaban –argumento fútil, si consideramos que vivimos, en teoría, bajo un sistema federalista- porque una buena parte de los 86 centavos restantes se enviaban a entidades como Guerrero o Oaxaca (donde la miseria y el poco desarrollo han prevalecido desde antes de que México se forjara como Nación).

Había que adueñarse de “La Máquina del Estado”.

Así que la “conspiración comunista” surgida el 26 de julio de 1968, a raíz de una marcha para conmemorar el asalto al Cuartel de Moncada batistiano por el grupo guerrillero castrista, sólo fue la punta del iceberg, deformada, de un enfrentamiento entre –dijimos- el presente, el pasado que se debatía dentro del partido de gobierno por la sucesión presidencial y por ende el rumbo de la economía del país. Había que dejar claro que el, en aquel entonces, grupo gobernante no era capaz de contener una inconformidad social, que era inepto (en verdad lo era); pero el grupo gobernante quiso demostrar que sí podía hacerlo amparado en la ley (apeló al cumplimiento de sus acciones de gobierno para combatir el delito de “disolución social”, ya referido) y lanzó una pronta y muy desmedida represión –inicialmente con la policía antimotines (granaderos) y después con el ejército- contra los jóvenes (estudiantes o no), el Partido Comunista Mexicano, maestros universitarios y politécnicos, periodistas no alineados con “el embute”.

No vamos aquí a describir una relación de hechos del 26 de julio al 2 de octubre de 1968. No es el objeto de esta serie de reflexiones; al fin y al cabo ya el periodismo histórico reciente se ha afanado, con éxito, en descubrir y relatar lo que en aquellos tiempos sólo podía conocerse por medio del rumor, de los volantes mimeografiados y por unos pocos medios informativos impresos, a los que se les retiraba la posibilidad de continuar mediante la suspensión de entrega de papel y persecución de los editores responsables de las publicaciones. Importa, aquí, hacer notar que si antes las violentas luchas por el poder, que llegaron a expresarse como crimen político, se dirimían en el seno del grupo de la revolución triunfante (poder vs. poder) y luego dentro del partido y las cúpulas económicas y militares (desde el poder en ascenso al poder en declive); mas en ‘68 se extrapolan a una parte de la sociedad sacrificando al estudiantado, en el ara de los intereses políticos y económicos en pugna y en frágil equilibrio dentro de la institucionalidad, con el hacha expiatoria de la legalidad: del Delito de Disolución Social. Al primer estilo se deben las muertes de Zapata, Villa, Carranza; al segundo, la de Obregón y otras menos conocidas imputables a Maximino Ávila Camacho y Gonzalo N. Santos; son directos al oponente. El tercero es indirecto pero devastador para la sociedad porque se aplica a un sector de la población inerme que ni siquiera forma parte de alguno de los polos de la disputa principal; pero se le encaja –a fuerza de la mentira- bajo el garlito de “conjura del comunismo internacional”, cuando que el único elemento internacional interesado es nada más y nada menos que la CIA, en su perenne intento –como hemos visto y reiterado- de desestabilizar el país para sacar el mejor provecho; y, según la coyuntura global del momento, aislar por completo a Cuba.

Oscura lucha entre el presente y el pasado, representados en el ‘68 –como en otras épocas- por los virtuales nuevos criollos ilustrados y los nuevos mestizos contra el nuevo criollaje retardatario deseoso de asirse al poder. Como en la lucha por la Independencia, como en la Revolución de Ayutla y la Reforma, como en la Guerra de Tres Años, como en la Revolución de 1910. Como hoy, que con absurdo entusiasmo se preparan los festejos del Bicentenario. Obsesivos siglos circulares.

Tres formas económicas contradictorias: el Capitalismo Monopolista de Estado, un capitalismo privado surgido de la forma clásica y otro, también privado, crecido a expensas del Estado.

Así fue, sólo que en el mismo cuerpo del grupo gobernante también la lucha se agravaba. Consciente o inconscientemente se defendía el capitalismo monopolista de Estado por ser herencia de la Revolución y patrimonio del país; pero se hacía con visiones bien distintas. El titular del Poder Ejecutivo, furibundo anticomunista, fue (ya dijimos) el más brillante discípulo político del hermano mayor del “presidente caballero”, cuya ansia de poder sin límite lo llevó a cometer excesos (por decirlo de manera sutil) como mandar asesinar a quienes representaban un obstáculo para sus aspiraciones sucesorias y para el presidente, como se afirma en algunos textos, ordenó victimar a Alfredo Zárate Albarrán, gobernador del Estado de México de filiación cardenista, para escarmiento del grupo de gobernadores que él encabezaba. Esa, la de los Ávila Camacho, era la escuela de Díaz Ordaz y su séquito –la del combate al agrarismo, la de la protección a caciques, la de la enemistad con sindicatos independientes, la del combate a la izquierda, la de la intolerancia, la de la violencia ejercida desde el Estado y la de la cercanía con el Episcopado y ordenes religiosas poderosísimas (no sólo desde el punto de vista religioso, sino económico) que empezaban a instalarse en México-. La otra cara de la moneda dentro del gobierno era la herencia y resabios cardenistas, la devenida del liberalismo magonista, del agrarismo, de la Convención; literalmente, la otra cara.

Al país del norte le interesaba, como siempre, que las cosas siguieran igual o mejor: que no se afectaran sus intereses y continuar haciendo de México un bastión suyo en el escenario de la Guerra Fría. Por ello puso sus oficios para sostener al grupo que acompañaba al Poder Ejecutivo. Y por esa lucha que prevalecía en el entorno mundial (el enfrentamiento entre el “Mundo Libre” y el mundo tras “La Cortina de Hierro”) y que quería creer que México, por su Revolución, era un país procomunista, actuó en veces a favor de la permanencia del statu quo y en veces para acelerar la confrontación y así facilitar el ascenso de los grupos económicamente poderosos, con los que presumiblemente se fomentaría, desde un nuevo gobierno emanado de las más altas cúpulas empresariales, la caída del capitalismo monopolista de Estado. A veces a favor y a veces en contra porque era el reflejo de la disputa en aquel país entre republicanos y demócratas.

El ’68 mexicano, a diferencia de los europeos y el norteamericano, fue la arena en que se enfrentaron los intereses sucesorios aprovechando la coyuntura del movimiento estudiantil que, al fin y al cabo, sólo pugnaba por avances en el sentido democrático; no, como afirmaba Díaz Ordaz y la paranoia de algunos congresistas norteamericanos, por la instauración del socialismo. En vez de conjura del comunismo internacional resultó ser una conjura diseñada dentro del mismo seno del Estado, por los poderes económicos en pugna, y con la intromisión interesada del Departamento de Estado y la CIA. El presidente -tan sorprendido como aquellos soldados que asombrados se preguntaban quién les disparaba ese 2 de octubre en Tlatelolco (el “Batallón Olimpia”, y, presumo, las fuerzas policiales de Gobernación) y que respondieron disparando a todo lo que se movía-, sólo atinó a asumir la responsabilidad de los hechos, pues su ineptitud le hizo concebirse como actor principal cuando fue empujado a ser uno más de los del reparto. Y se llevó a la tumba la creencia de que había sido quien había salvado a México de la conjura comunista. Supuso que había ganado la batalla. En realidad, perdió; igual que los grupos económicos privados emergentes. México, en el aspecto social, empezó a cambiar.

Desde un punto de vista histórico, el movimiento del ’68 triunfó en el mediano plazo, pues una de las demandas en el pliego petitorio estudiantil (a mi juicio, la más importante pues rebasaba el ámbito estudiantil para incidir en lo social) planteaba la derogación de los artículos 145 y 145 Bis del Código Penal de la Federación que justificaba la permanencia de un Estado represor (amparándose en el delito de disolución social) e influyó (sin que se lo propusiera) para que dentro del PRI se cerrara el paso a quienes querían hacerse del gobierno para desarticularlo como ente que dirigiera la economía y lo utilizaran para hacer crecer la influencia del poder empresarial que haría posible privilegiar el capital privado: un Estado alejado del ideario de la Revolución; un Estado distante del Constituyente de 1917.

Por otra parte, sin embargo, fue el detonador para que la actividad guerrillera urbana –ante el desencanto y frustración por la respuesta del Estado- proliferara.

En el siguiente sexenio presidencial se puso a buen resguardo –en lo económico- la propiedad estatal; pero en lo político persistió la contradicción entre quienes perseveraban en seguir ejerciendo la violencia institucional para contener las inconformidades y quienes querían abrir espacios a la disidencia.

Luis Echeverría Álvarez saltó a la política gracias al impulso que le dieran sus dos mentores: Rodolfo Sánchez Taboada, un general obregonista que llegó a ser Gobernador de Baja California, Secretario de Marina y dirigente del PRI de quien Echeverría fue secretario particular durante la gestión del general; el otro, su suegro, José Guadalupe Zuno, quien fue gobernador del estado de Jalisco; era un liberal que entró en conflicto con Calles puesto que era de filiación obregonista y que más tarde fue consejero del presidente Lázaro Cárdenas; gente cercana a la intelectualidad mexicana y fundador de la Universidad de Guadalajara. Tras la Revolución, Echeverría es de los primeros hombres que llega a la presidencia por una carrera burocrática más que, como los anteriores, fincada en los poderes económicos o militares emergidos al amparo de la guerra civil.

[N.B: Es de señalar que la sucesión se define, en cierto sentido, atajando la continuidad de los resabios avilacamachistas y detiene el ariete del poder económico de los grupos norteños; vuelve, también en cierto sentido, el espectro del obregonismo: un Estado fuerte; pero afincado en el legado de la Revolución].

La participación del Estado en la economía durante el periodo de Luis Echeverría no sufrió menoscabo; más aun: se incrementó, lo que le acarreó muchas antipatías con los grupos norteños que vieron en él a un enemigo potencial que, como luego veremos, resultó ser el presidente más odiado por aquéllos. Descontento por muchos otros lados, porque en lo político fue un hombre que vacilaba entre la apertura y la represión o fue lanzado a actuar así porque las luchas dentro de los polos contenidos en el partido se exacerbaron al punto de agudísimas rupturas en su seno y de provocar el choque frontal ya irreconciliable entre las dos formas de economía a las que hemos hecho alusión sin que, a la fecha, se haya resuelto del todo.

Así, por un lado, fueron liberados los líderes estudiantiles y magisteriales del ’68 (unos prefirieron, o fueron condicionados a exiliarse temporalmente; otros, los menos, encontraron acomodo en puestos del gobierno echeverrista). Se sentaron las bases para la no aplicación y posterior derogación del referido artículo que avalaba la violencia de Estado, justificada desde el punto de vista de la legislación pero en contra el de los derechos civiles elementales, contra la disidencia política. Dio asilo a exiliados y perseguidos políticos que venían huyendo de las dictaduras perversas que dominaban en el cono sur de nuestra América, muchos de los cuales, al igual que aquellos españoles republicanos en tiempo de Lázaro Cárdenas, fueron acogidos –en calidad de maestros- por nuestra máxima casa de estudios: la UNAM.

Por otro lado, sin embargo, su sexenio se caracterizó por llevar a cabo la persecución más sangrienta contra la guerrilla, lo que se ha dado en llamar “La Guerra Sucia”. El gobierno, fracturado en sus cimientos por el conflicto del 68, desató una brutal respuesta. La guerra misma, no fue sino una expresión de esa fractura.

¿Represor, desde lo que pudieran ser las convicciones personales de Echeverría? ¿Obligado por las oscuras circunstancias? Lo mismo da. Hemos dicho a lo largo de estas notas que lo que nos interesa en este estudio, en esta pequeña contribución a la interpretación del hoy en la historia de México, no son los personajes sino las fuerzas motoras que se ocultan tras el hecho histórico y que terminan por forjar a aquéllos. Y esas fuerzas contrarias a las que ya aludimos estaban lejos de contentarse con el resultado de la elección presidencial; más aun, se había agravado la discordia. Y la guerra soterrada se potenció: difusión, desde el norte, de rumores altamente peligrosos que buscaban el descontento de los militares. Jugar con fuego.

El 10 de octubre de 1971 ocurrió una manifestación estudiantil que, al igual que en Tlatelolco tres años atrás, se reprimió de forma sangrienta con una fuerza represiva no institucional y oscura (como aquel Batallón Olimpia en ’68) llamada “Los Halcones”. El gobierno echeverrista dijo que castigaría a los culpables. Los culpables materiales nunca fueron capturados; sin embargo, y ello da fuerza a las aseveraciones anteriores en que se describe la contradicción entre el gobierno –como personificación del capitalismo monopolista de Estado- y los industriales neoleoneses –en tanto representantes del capitalismo privado-, el regente de la Ciudad de México, Alfonso Martínez Domínguez, ¿acaso un virtual bernadoreyes?, es removido de su cargo y condenado al ostracismo político que sólo halla acomodo, años después, como gobernador de Nuevo León.

El 17 de septiembre de 1973, miembros del grupo guerrillero Liga Comunista 23 de Septiembre, planean secuestrar al empresario Eugenio Garza Sada, patriarca del Grupo Monterrey. En el intento se desata una balacera en la que el líder de la industria regiomontana resulta muerto. Voces del empresariado de esa localidad le achacan al propio presidente la conjura que ellos aseguran se instrumentó desde el gobierno. Durante el funeral, al que asiste el presidente, el orador hace imputaciones al gobierno, las que Echeverría –dijo en una entrevista con el periodista Luis Suárez años después- afirmó no haber escuchado. A ello sigue una implacable guerra contra los grupos guerrilleros en la que los grupos policiacos se ensañan con los capturados al punto de efectuar detenciones, desapariciones y asesinatos impunes hasta la fecha; entre ellos el hijo de la legisladora y luchadora social Rosario Ibarra, el cual pertenecía a la liga y cuyo cadáver nunca apareció.

El gobierno de Echeverría expropia tierras a uno de los barones del empresariado norteño Manuel Clouthier. La guerra abierta entre el capitalismo monopolista de Estado y el capitalismo privado se hace evidente, excepto para quien no lo quiere ver.

Sigue, antes lo dijimos, una campaña de rumores generados desde los estamentos medios y los altos mandos gerenciales de Monterrey en los que se asegura que los militares han llevado a cabo un golpe de Estado con el ánimo de producir inquietudes; pero el ejército no se mueve. Fuga de capitales a los Estados Unidos y, finalmente, ya para finalizar el periodo presidencial, una devaluación.

Manuel Clouthier encabeza una invasión masiva hacia un partido político desde el cual podrían lanzar una nueva ofensiva para apoderarse –sin violencia, mediante un remedo de democracia- del Estado mexicano: el PAN. Si el PRI ya no les puede ayudar en esa tarea hay que emigrar. Y en poco tiempo se adueñan del partido, a desdoro de los fundadores, cuyo ideario (más afín con resabios de las devotas clases medias y la aristocracia terrateniente venidas a menos) no comulgaba con el de los prósperos e industriosos bárbaros del norte, como fueron motejados dentro del propio partido; después de todo, para algo sirve el poder económico.

Para entonces, la estafeta presidencial le es entregada a un personaje cuya trayectoria se había desenvuelto más en el terreno de la administración que en el trabajo propiamente político: José López Portillo, quien además es un hombre de letras, al igual que sus dos ascendientes del mismo nombre. Lo destacable de este periodo es que con él llegan y se instalan en el poder personajes que se identifican con el aperturismo y con la continuidad en el cariz económico del Estado mexicano; personajes como Jesús Reyes Heroles, también hombre de letras y académico, quien tiene la convicción de que la sociedad debe tener espacios para la disidencia por lo que, en ese entendido, pronto se plantea una primera reforma política que de cabida, inclusive, a la izquierda para sacarla de la proscripción y del carácter clandestino a que se encontraba sujeta.

Si bien, hemos insistido en que los cambios sociales no se generan en la cabeza de los personajes, éstos tuvieron la claridad para captar lo que la realidad imponía; claridad que sólo pudieron haber tenido gracias al conocimiento concienzudo de la historia de México. Los hombres, dice Marx, no pueden proponerse más allá de lo que las condiciones materiales permiten. Era el momento en que las condiciones materiales propiciaban –y obligaban, merced a la situación de inconformidad y resentimiento social que prevalecía- el cambio. El Estado mexicano estaba en posibilidad de vencer los resabios que se resistían a la apertura social. Su carácter y su poderío económico le daban margen de maniobra tanto en política interna como en la externa. Más aún cuando se descubrieron reservas petroleras tan grandes que aún hoy siguen produciendo a pesar del abandono y la falta de reinversión –amañada, para justificar y propiciar la inversión privada nacional y extranjera- a que los dos últimos gobiernos, dirigidos por una elite de desnacionalizados, han condenado a la empresa que le ha dado viabilidad de país a México: PEMEX.

El capitalismo monopolista de Estado se alzó imponente como forma económica dominante. Y determinante.

Hagamos un paréntesis. ¿Por qué hemos insistido tanto en privilegiar al capitalismo de Estado sobre el capitalismo en su forma clásica, privada? Hemos citado a Lenin cuando afirmó que aquél es la preparación más completa hacia el socialismo, el último peldaño de la escalera histórica antes de llegar al socialismo. El hecho de que lo haya externado Lenin no le concedería ni un ápice de validez si es que no fuera resultado de la observación acuciosa de la historia de las sociedades humanas. Y es ahí donde se certifica el dicho de Ulianov. Instancias de carácter distinto son el creer y el saber; el supuesto y la certeza. Se dice que el socialismo –y, por ende, su etapa ulterior, el comunismo- resultó ser una gran utopía y se trata de argumentar el dicho con el desmembramiento de la URSS y la caída del Muro de Berlín. Para refutar tal argumento no tenemos más armas que las que la Historia (aquí con mayúscula) nos pueda brindar a título de préstamo. La Historia no cree, sabe; no sospecha, tiene certezas. Todas las sociedades que ella tiene registradas en sus archivos han nacido, crecido y fenecido ante el empuje de la socialización de los medios con que cada una cuenta para producir riqueza y de lo que estos medios crean: los bienes que satisfacen necesidades o bienes para el consumo y, desde luego, el modo de apropiación y reparto de la ganancia generada. Tal empuje modifica, inexorablemente, la forma en que se han organizado las sociedades para producir, las formas de propiedad y, más allá, el Modo de Producción en su conjunto (además de las cuestiones de carácter económico, las formas jurídicas, ideológicas y políticas). Pero todo ello, también está registrado en la Historia, no ocurre por mera voluntad de los buenos samaritanos que apelan al convencimiento. Es un tránsito violento porque siempre ha habido resistencias al cambio, no por falta de un buen terapeuta histórico sino por cuestiones que tienen que ver con la pérdida de poder y privilegios. Así que el cambio social siempre está envuelto de ires y venires –vaivenes-; de avances parciales y retrocesos. Una sociedad no desaparece por completo hasta que en su seno se acumulan todas las fuerzas que determinan el cambio definitivo a otro estadio superior (esto lo dijo Marx, pero tampoco fue una mera ocurrencia, sino resultado del estudio detallado de la Historia de las sociedades).

Así, por la socialización, no sin ires y venires -vaivenes-, no sin violencia, se diluyeron las comunidades primitivas para dar paso a otro estadio superior. Transcurrieron siglos; quizá milenios.

Así, por la socialización, no sin ires y venires -vaivenes-, no sin violencia, no sin resistencia cayeron los grandes imperios asiáticos esclavistas de la antigüedad. Igual los de occidente (Grecia, el modelo de “democracia”, y Roma). Su nacimiento, crecimiento esplendor y necesaria caída ocupó largo tiempo, muchos siglos.

Así, por la socialización, no sin ires y venires -vaivenes-, no sin violencia, no sin resistencia cayeron los grandes imperios que dieron soporte al feudalismo y sus formas derivadas a lo largo y ancho del planeta. Su nacimiento, crecimiento, esplendor y necesaria caída ocupó largo tiempo. Muchos siglos.

No hay, entonces, por qué suponer que nuestro tiempo será eterno. Por lo tanto, así, por la socialización, no sin ires y venires -vaivenes-, no sin violencia, no sin resistencia, indefectiblemente, caerán los grandes imperios modernos del capitalismo; a menos que resistencias demenciales lleguen al punto de utilizar los arsenales nucleares y que a consecuencia de ellos desaparezca la especie humana –y prácticamente todas- de la faz de la Tierra. Su nacimiento, crecimiento –aquí la diferencia- ocupa, si acaso, apenas dos siglos. Y en ese sentido hay que entender que los 60 años de la URSS significaron apenas uno de esos ires y venires -vaivenes-, en el largo tránsito de una sociedad a otra.

Y, también, en tal calidad –la inevitabilidad de perecer y que de las cenizas propias surja el germen de lo nuevo- es donde hay que situar al capitalismo monopolista de Estado como una fase superior al capitalismo privado: porque posibilita la socialización. Es un pequeño avance histórico dentro del capitalismo. (Capítulo aparte es lo concerniente a la justicia social, que –siendo argumento muy válido- por ser un ente de carácter conceptual, en este tramo no trataremos).

Empero, en la conciencia de que ineludiblemente nada es eterno, no hay razón para sentarse a esperar a que las grandes transformaciones sucedan per se. Cada generación debe y tiene que hacer las tareas que le corresponden -en el escalón de la Historia durante el cual transcurre su existencia- en función de lo que las condiciones materiales que la realidad impone lo permitan. Vencer las resistencias que pueden ser vencidas. Ese es el carácter de la revolución. Un carácter que no puede prescindir de lo que y de quienes le preceden a uno en los escalones inmediatos inferiores de la Historia. Bien entendido: un hombre de las cavernas no pudo siquiera pensar en desarrollar una bomba atómica; en ciencias naturales: un Darwin no pudo surgir sin que antes hubiera existido Lamark; en astronomía: un Kepler sin un Copérnico; en filosofía antigua: un Aristóteles no existió sino después de un Sócrates y un Platón; en política: un Benito Juárez no hubiera sido posible sin un previo José Ma. Luis Mora; en economía: un Marx sin un David Ricardo; en los hechos históricos: una Revolución Francesa sin –inclusive, su contrario- una Monarquía Absoluta, ni una Reforma sin una Revolución de Ayutla; en el terreno de las ideas puras sería inconcebible un Jesucristo sin un Helios (Apolo), y éste sin Amón-Ra. De la nada, nada surge; todo y todos resultamos, indefectiblemente, ser producto, derivación, de entes, circunstancias y determinaciones, anteriores; aun si fueren antagónicas, como ha sido el caso en las grandes revoluciones. Magnas revoluciones -como la del surgimiento del Sol, nuestro sistema planetario y la Tierra, que tienen un antecedente, un desarrollo y que necesariamente habrán de morir (lo que se infiere por observación y estudio del Cosmos, gracias al estadio en que se encuentra hoy la ciencia)- contradicen la idea de perpetuidad. ¿Bajo qué instancias y circunstancias se sostendría que el modo de producción capitalista perdurará por siempre? Sólo por intercesión divina, lo que contravendría todo el orden de Universo. (Discúlpeseme por la socarronería).

Todos esos mamotretos, muy en boga hoy en día, de superación personal que recomiendan “…sueña lo imposible y lo harás posible” sólo pintan de color rosa lo que la terca realidad, con toda su concreción, señala como absurdo. Ocurre lo que obedece a la NECESIDAD, no lo que se cree o desea. Acontece lo que surge por causalidad, no por casualidad. Sucede, lo posible.

Cerramos el paréntesis.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XXII.- Soberanía en Demolición)


Antes del paréntesis anoté: “El capitalismo monopolista de Estado se alzó imponente como forma económica dominante..”. A ojos del ciudadano común, esto representaría una de las 918,749 cosas que le importarían menos que un cacahuate. Pero tratándose de cuestiones de poder económico y de carácter eminentemente político, dentro de los marcos de nuestra nación, interesan a quienes se mueven en medio de esas instancias. A entidades y personas. A quienes tienen, precisamente, intereses económicos propios o a quienes están comprometidos con quienes los poseen.

Así, hablar de una lucha abierta contra el capitalismo monopolista de Estado -¿Quién es ese señor?- parecería una abstracción; ya que éste se nos representa como algo fantasmagórico pues estamos acostumbrados a ver la Historia desde la perspectiva de los personajes. Deja de parecerlo cuando adquiere carácter corpóreo, cuando la propiedad estatal es blanco de ataques de economistas comprometidos con el empresariado privado y con el partido que hoy gobierna; cuando comienzan a referirse a al periodo en que más auge cobró con epítetos como “La Docena Trágica” remitiéndose a los dos sexenios en que el fantasma creció más vigorosamente. Hoy, los políticos y presidentes de los tiempos recientes más denostados son Echeverría y López Portillo a quienes se tacha de corruptos y enfermos de poder: ¿acaso fueron los únicos?, ¿qué decir de Mr. Amigo y del Presidente Caballero, de la pléyade que va desde Salinas al actual?; pero en el fondo, lo que los corifeos del poder económico privado critican no es tanto sus personas (que. como tal, hubo mucho qué criticarles; al fin y al cabo fueron personajes que el sistema político mexicano cobijó, allá que los defiendan sus hijos y sus beneficiarios) como que ambos regímenes hayan llevado a su máxima expresión la rectoría del Estado (que a fin de cuentas resulta de las leyes emanadas del constituyente de 1917, de la Revolución, pues) lo cual restringe, en teoría y muy poco en la práctica en el caso de México merced al espectro de la corrupción (que sería lo que habría que combatir), el campo de acción y, en última instancia, la posibilidad de incrementar tasa de la ganancia a niveles execrables de las empresas particulares más voraces. El Estado, según la concepción del capitalismo clásico, sólo debe ser un facilitador para que los particulares –cierto tipo de particulares, desde luego los que tienen los grandes capitales- hagan negocios. En México, como ya hemos dicho, la concepción clásica no fue posible. Por lo tanto, la iniciativa privada se sintió, y en los hechos lo fue, desplazada a un segundo término; veían –y ven- en el Estado un competidor, “un competidor desleal”. Palabrería pura, pues no hay paralelo entre la contribución al producto interno bruto de, por ejemplo, una sola empresa del Estado (PEMEX) y la de alguna de las empresas privadas más exitosas. No hay posibilidad de competencia “leal” ni “desleal”. En realidad, la “amenaza” era, como frágilmente sigue siendo, la imposibilidad de la empresa privada de intervenir en grandes negocios como sería adueñarse de la industria petrolera, la eléctrica (tareas que los dos últimos gobiernos de extracción panista les han prometido) y, como ya se ha hecho desde tiempo ha, de las comunicaciones (¡vaya que si es negocio!, Slim es el hombre más rico del mundo; ¡vaya que si es negocio!, que se liquida a la Compañía de Luz y Fuerza para venderle –con un remedo de licitación- a Azcárraga y socios la banda ancha que pertenecía a la Nación y que utilizaba esa compañía). Y no podemos soslayar el asunto de la Banca, que ha demostrado el verdadero carácter de ese empresariado que tanto ha buscado la reconversión del Estado con el vano pretexto de forjar empresas eficientes y libres de corrupción que ha fin de cuentas –después de enriquecerse vía corrupción: el FOBAPRA- han ido a parar a manos de extranjeros. Y aquí volvemos a la imagen del criollo que busca congraciarse con el imperio para obtener reconocimiento; para fabricarse una identidad nacional que, de origen, carece. Como dice la canción: “No soy de aquí ni soy de allá…”. Desnacionalizados. ¿Qué Bicentenario van a celebrar? Bicentenario de entrega del país al capital extranjero, de reconvertir la Independencia.

Hoy, el petróleo sigue siendo un factor determinante en la geopolítica. De manera que el energético manejado desde instancias estatales y no privadas sigue dando un estatus de fortaleza interna ante los imperios capitalistas. Recuerde el lector lo que significó por aquellos años se descubrieran grandes yacimientos en el sureste mexicano: México y Venezuela acordaron un tratado mediante el cual se comprometían a surtir petróleo –como dicen en los anuncios comerciales- “con facilidades de pago y cómodas mensualidades” a países de Centroamérica cuyo desarrollo era prácticamente imposible, pues una buena parte del valor de su producto interno bruto la destinaban a la compra de petróleo, un círculo vicioso que fue roto con el Tratado de San José, en el que los Estados Unidos quedaban al margen. México dio estatus de fuerza beligerante a guerrillas de Centroamérica en donde los gobiernos eran sostenidos desde Washington. Fidel Castro fue declarado como “un hombre de nuestro siglo” y Cuba tan cercana como “…quien haga daño a Cuba es como si se lo hiciera a México”, cuando aún la Guerra Fría estaba viva. Fue como darle una bofetada a los Estados Unidos. Ese es el poder del petróleo en manos de un Estado. Esa es la independencia que puede dar el petróleo en manos del Estado. Esa es la soberanía, y autodeterminación, de la que los actuales gobiernos mexicanos no podrán presumir en la conmemoración del Bicentenario.

López Portillo quiso limar las asperezas que se generaron con el grupo Monterrey en el sexenio de su predecesor y, momentáneamente, lo consiguió. Ningún país es susceptible de vivir en la autarquía; si en otras etapas de la historia la correlación de fuerzas a nivel internacional favoreció ciertas medidas determinantes para la economía nacional y, en sí, la viabilidad del país como nación independiente (la Constitución del 17 en medio de la 1ª Guerra Mundial y la expropiación petrolera en el preámbulo de la 2ª), esta vez no fue así. La agudización de la crisis política en Medio Oriente (que no fue sino la expresión del enfrentamiento entre la URSS y Estados Unidos en la arena de “La Guerra Fría”), específicamente el incremento de las hostilidades entre el mundo árabe (principal proveedor de petróleo al mundo industrializado) e Israel en un principio favoreció a México; sin embargo, a fin de cuentas trajo consigo una oferta desmedida del energético, lo que fue motivo de la caída de los precios. México, que había petrolizado su economía, se vio inmerso en una debacle económica. Ahí acabó la “luna de miel” con el empresariado neoleonés que había llegado a la ridícula zalamería de erigir una estatua ecuestre del presidente.

Hubo salida masiva de capitales y divisas, lo que aceleró la crisis. [Una anécdota: se rebautizó, con sorna, a cierta isla estadounidense como “Del Padre Island, N.L.” pues gran parte de las propiedades inmobiliarias ahí situadas fueron adquiridas, a partir de entonces, por ciudadanos mexicanos oriundos de Nuevo León y Tamaulipas]. Al gobierno mexicano –a punto de finalizar el sexenio- no le quedó otro camino que decretar la expropiación de la Banca e implantar el control de cambios. Y ese fue otro motivo para que los detractores de la propiedad estatal la continuaran satanizando y haciendo blanco de burlas a quien tomó tal medida; medida que ni la izquierda como fuerza política ya legalizada merced a una primera reforma política pudo entender. ¿Es que había otro camino? Como siempre, esa gran maestra –señora tan ignorada por los sectores supuestamente progresistas- que responde al nombre de Historia se encargó de demostrar a quién le asistía la razón. A partir del siguiente sexenio, dirigido por tecnócratas forjados en universidades extranjeras en donde la enseñanza de moda era desincorporar la propiedad estatal (el neoliberalismo), la izquierda dejó hacer, dejó pasar, sin chistar, la reprivatización de la Banca con los resultados que hoy conocemos: la capacidad de financiamiento interno del país depende de la voluntad de extranjeros. ¿Eso es independencia? ¿Qué clase de Bicentenario celebraremos?
¡Ah!, la respuesta nos la da el Gobierno Federal en sus spots: ocupamos lugares de privilegio en la exportación de camiones, refrigeradores y televisores hacia los Estados Unidos. Y se ufana: “¡Esto es el Bicentenario!”. Así que el próximo 15 de septiembre, en la Ceremonia del Grito, habrá que canjear la consabida frase de “¡Vivan los héroes que nos dieron patria” por la novísima: “¡Vivan los camiones, televisores y refrigeradores exportados a Estados Unidos que nos dan patria!”. Sólo que si a los norteamericanos, cuyo país atraviesa por una crisis severa, se les antoja no comprar esas mercancías –desde ese punto de invidencia- nos quedamos sin patria. Para cretino no se estudia; o sí: parece que esa carrera se imparte en universidades extranjeras, en la Libre de Derecho, en el ITAM y se hace el servicio social en BANXICO.

Aquí, a partir del comentario sarcástico, habrá que reincidir en el meollo del asunto:

La apropiación de la plusvalía (esto es, la ganancia ya reproducida) derivada de la producción de televisores, refrigeradores y camiones –en tanto resultado de procesos industriales pertenecientes a inversionistas o propietarios privados- es así: privada, va a parar al bolsillo de sus dueños; la derrama hacia otros sectores sólo se traduce en salarios e impuestos (que, por cierto, muchos evaden). Mientras, en las de carácter estatal, la apropiación de la plusvalía adquiere un cariz social, pues la derrama no sólo se traduce en salarios sino en beneficios para la población en su conjunto al reinvertirse esa plusvalía en escuelas, ciencia y tecnología, producción de bienes de consumo, casa habitación, créditos, seguridad social en todos sus rubros (salud, capacitación, esparcimiento, deporte, cultura, etc.). A todo esto, los enemigos de la propiedad estatal dieron en llamarle “paternalismo”. [Curiosos que son, para ellos el “paternalismo” sólo debe beneficiar a la iniciativa privada (pero cambiándole el nombre por el de “incentivos a la producción”) y ser negado al resto de la población].

Esta es la gran diferencia entre el capitalismo privado y el capitalismo monopolista de Estado. Sólo que para que este último funcione adecuadamente es necesario que exista un Estado participativo, democrático, para abatir la lacra común a los dos tipos de capitalismo: la corrupción. Para ello fue creada la primera reforma política, años después el IFE (que retiró la injerencia de instancias gubernamentales y privilegió las civiles en una primera instancia pero que se corrompió durante las campañas previas al 2006). Aparte, la participación ciudadana espontánea que surgió a raíz de un hecho dolorosísimo para la sociedad mexicana sin distingo de clases sociales: el terremoto de 1985. Ante la incapacidad de un gobierno oscuro, la sociedad civil (el pueblo llano) tuvo que verse obligada a organizarse espontáneamente para suplir las deficiencias de los dirigentes políticos, afrontar situaciones de emergencia, rescatar a los caídos y, pasada la tormenta, la reconstrucción.

La izquierda, en proceso de la unificación fomentada por Arnoldo Martínez Verdugo y Heberto Castillo, participó activamente en esta última tarea. Jóvenes muy activos desde la perspectiva organizativa, duchos en la praxis pero mal preparados en cuestiones teóricas, se dieron a la tarea de conseguir ayudas del exterior, de la Cruz Roja y otras muchas instancias internacionales, para fomentar la autoconstrucción de viviendas. Así forjaron su capital político y su cuota de membresía con que obtuvieron no sólo voz sino voto en el partido de izquierda unificada, aunque muchos de ellos provenían de grupúsculos menores, casi membretes, y no del partido beneficiado por la primera reforma política: el PCM (hoy, una de esas corrientes, la pandilla bautizada como “Los Chuchos” domina el partido). Así, casi de origen, el sectarismo se acomodó en el nuevo partido. Más tarde, una corriente –autodenominada “democrática”- dentro del PRI, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, se separó del partido porque el dedo sexenal parecía no tener intenciones de señalar al primero sino a su secretario de Programación y Presupuesto. El hijo del Tata, con su grupo, se adhirió al nuevo frente de izquierda que vio, con ello, la posibilidad de acceder a la Presidencia de la República postulando a tan fuerte carta como candidato.

Ya habíamos dicho que habiendo visto cerrado el camino hacia el poder político de la mano del PRI, los industriales norteños se marcharon al PAN y se adueñaron del partido. De tal manera que los bárbaros del norte vieron en Clouthier el ariete en una nueva lucha por la Presidencia de la República.

Es de sobra conocido que en las siguientes elecciones para renovar el Ejecutivo ocurrió un fraude mayúsculo. Pero lo que cabe mencionar es que a partir de entonces el PRI se paniza y el PAN se priíza. El PRD, mientras, se debate en pugnas sectarias internas.

La correlación de fuerzas a nivel mundial cambia: cae el Muro de Berlín como preludio al desmembramiento de la URSS. Se augura un mundo unipolar en el cual todos serán felices, por los siglos de los siglos, libres de la “amenaza comunista”. Sólo quedaba una pregunta en el aire: ¿cuál será ahora el pretexto para que los Estados Unidos desestabilicen países, los invadan y los sojuzguen? Los militarotes del Pentágono, los petroleros y financieros se agrupan en torno a la idea de un American Century. La felicidad no les duró sino unos pocos años, pues la unipolaridad cedió su paso a in mundo multipolar y una economía globalizada que hoy es testigo de la crisis económica más grave en los Estados Unidos desde aquel 1929. Sin embargo, engolosinados con la idea y sin que nadie –ni la ONU- pudiera detenerlos, invadieron Panamá, Iraq (una primera vez) e hicieron más álgida la situación en Medio Oriente.

Así que el PRD, al que habíamos dejado pendiente, encuerado de ideología (así lo juzgaron muchas de sus sectas porque jamás supieron qué quería decir eso de “capitalismo monopolista de Estado” o nunca se dieron cuenta de su existencia en México porque su análisis de la realidad se circunscribía a consignas revolucionarias: “Estado burgués”), creyéndose sin rumbo, engañándose a sí mismo en la creencia de que Marx se había equivocado (se equivocaron ellos porque, como dijimos estaban mal preparados en cuestiones teóricas; y… en general) no les quedó más ruta que el debate de las pugnas sectarias per se, por el poder mismo. Aunque habría que aclarar que dentro del partido también hay gente progresista, estudiosa de la situación social y política de México; pero, hoy vemos, la apoya el pueblo, no el partido. Más adelante nos referiremos a ella, aunque, en esencia, ya lo hemos hecho a lo largo de este escrito.

Si el capitalismo monopolista de Estado es un estorbo para el PAN, partido donde se encuentran sus detractores, Salinas de Gortari –aún siendo secretario en la administración de Miguel de la Madrid- les hace la tarea de destruirlo: empieza la desincorporación de empresas paraestatales. Ya como presidente promueve la privatización del campo mexicano tumbando de una patada uno de los pilares, el paradigma de la Revolución Mexicana, aquella que se forjó al grito de “Tierra y libertad; la tierra es de quien la trabaja”. Y crece la insidia dentro del partido. Mientras que, ufano, se apresta a festejar con los señores del dinero la firma del TLC, estalla la rebelión zapatista que muestra al mundo –internamente siempre se ha sabido- que el país no se ha subido al tren de la modernidad, no es próspero, sino que hay millones de desarrapados que no han visto, en casi 500 años, las virtudes que pregona el presidente con su espantajo llamado “Liberalismo Social” que se convierte en lápida mortuoria para un buen número de perredistas y periodistas que no comulgan con sus “logros”.

Notoria insidia dentro del partido, decíamos, cuando se conoce que el “dedazo” no es para Camacho Solís, una suposición dada por el conocimiento de la cercanía de ambos personajes desde la escuela, sino para un personaje en ascenso que es abandonado a su suerte por el partido en plena campaña y que después es asesinado; más tarde la gracia recae sobre el único personaje posibilitado para suplir la candidatura del occiso, uno que había sido previamente sacado del tablero de juego de la sucesión, al igual que Camacho, y del que hoy se hace evidente la enconada distancia con Salinas: Zedillo. En algún lugar en páginas anteriores señalamos: “…un virtual golpe de Estado”. Están de regreso los métodos violentos para adueñarse del poder.

Hay quien achaca la desaparición de Colosio a Salinas en función de un discurso (“Yo veo un México…”) que interpretaron como rompimiento entre ambos. Me parece una inocentada, o un franco afán de desvirtuar la realidad, a la luz de los siguientes acontecimientos (la muerte violenta de Ruiz Massieu, el encarcelamiento -y el irregular juicio con presentación de ridículas “pruebas”- de Raúl Salinas y el exilio disimulado del ex presidente); pero no abundaremos en lo que ya hemos consignado en capítulos anteriores.

El Liberalismo es -aunque la referencia resulte un tanto esquemática es ilustrativa- una escuela de pensamiento surgida como necesidad ideológica que después toma cuerpo como escuela económica en el periodo de ascenso de la burguesía comercial y pre industrial en su lucha contra la aristocracia terrateniente. En lo político, toma la forma de república contra la monarquía absoluta. Pregona la libertad de tránsito de los individuos, así como la igualdad de los seres humanos ante la ley. Sin duda fue una forma progresista en cierta etapa del desarrollo de las sociedades hacia mejores estadios. Surgió aleatoria al llamado Siglo de las Luces y fue el motor de transformaciones profundas e inspiró a –hablando de México- toda la generación de la Reforma.

Sin embargo, lo que hubo sido en un tiempo revolucionario, en ciertas condiciones históricas, cuando han sido destruidas las trabas que le impedían cimentarse y desarrollarse, se convierten en un nuevo freno. Lo que constituyó un estímulo para iniciativa de los particulares (la burguesía ascendente) para fomento de la economía sin un Estado autoritario (en esos entonces, por lo general, monárquicos) que obstruyera esa iniciativa, hoy consiste en poner al Estado al servicio no de la iniciativa de los particulares sino de los grandes monopolios. Así, el Neoliberalismo económico no es sino una forma de perpetuar contra corriente el desarrollo de las economías, en el sentido que ya hemos dicho: la socialización, con la consiguiente conservación de privilegios para ciertos grupos poderosos a costo del deterioro del bienestar para las mayorías. Y, bien, aquí insistiremos en afirmar que no es lo mismo poner al Estado al servicio de los monopolios privados que poner a un monopolio, el de Estado al servicio de la sociedad. Sin más: el Neoliberalismo persevera en sostener un capitalismo salvaje. Salinas bien que lo sabe, por ello quiso disfrazar a su eunuco agregándole el “social”, contradicho absurdo.

Enemigos entre sí pero con la misma escuela, Zedillo -con la complicidad de los legisladores del PRI y PAN en contubernio, y BANXICO- condenó al pueblo de México a pagar las corruptelas e ineficiencias de los beneficiarios de la reprivatización de la Banca con el FOBAPROA.

En otra vertiente, adelgazó la línea divisoria entre el PRI y el PAN. La hizo tan delgada que –por ideario económico- ya no hubo distinción. Unos por conservadores y otros por retardatarios –moderados y conservadores, en época de Juárez-, tienen como finalidad acabar con el capitalismo monopolista de Estado y su bastión más fuerte: la industria petrolera como patrimonio de la nación.

De tal manera que en año 2000 se cumple el sueño frustrado durante la lucha del ’68: por fin, el empresariado hizo posible el largo sueño acariciado: subirse a la silla presidencial. Esta vez sin violencia de por medio, sino por un proceso electoral sin mácula vigilado por una instancia surgida de la sociedad, sin intervención del Estado; recién nacida y –aún- ejemplar (que dejaría de serlo antes de las siguientes elecciones): el IFE.

Por fin, como presumió el beneficiado por el voto popular (y –ante todo- las disputas dentro del PRI): “Este es un gobierno de empresarios…” y, desde luego, para empresarios. En el gozo de haber presenciado un proceso electoral limpio y de haber sacado al PRI de Los Pinos (en lo personal, nunca le vi como beneficio social, por los motivos expuestos dos párrafos arriba) hizo que ni cierta parte de la izquierda tomara consciencia de que no había motivo de algarabía: la situación económica, política y social empeoraría. El tiempo nos ha dado la razón.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XXIII.- México, Rehén del Imperio)

Volvamos al asunto de la unipolaridad y la multipolaridad mencionadas párrafos arriba.

Hemos afirmado que así como la historia de un individuo no se explica por sí misma, sino por la de multiplicidad de determinaciones que le acompañan dentro y fuera de sí, tampoco la de los pueblos. Así pudimos verlo cuando explicamos el nacimiento de nuestro país a partir del movimiento independentista; así cuando nos referimos a la Reforma, a la Revolución, a la expropiación petrolera, al mismo Movimiento del ’68, etc. Y así lo haremos para explicarnos el hoy.

Para los detractores del comunismo, la desintegración de la URSS significó el triunfo de la “democracia” sobre un régimen “totalitario” que negaba la “libertad” y que destruía la individualidad. Lo anterior no deja de ser sino una visión forjada desde el ámbito ideológico y desde dos perspectivas: la que tiene intereses en contra y la del desconocimiento. Así que, desde esas perspectivas, vino un corolario: “Marx ha muerto”, “El socialismo (y el comunismo) fueron utopías”; criterios que parten de la pretensión de borrar la historia, del querer ignorarla; pues bajo un criterio objetivo –ya lo dijimos- se vería que la Historia no muestra otra cosa diferente a que la humanidad ha luchado desde tiempos inmemoriales por la socialización de todo lo que hace posible la vida (la Economía, que vista así no trata de “negocios” sino de cuestiones que atañen al ser, al uno mismo y al existir como conglomerado: la raíz etimológica de “economía”, traducida del griego significa “casa”). Negar lo anterior no es matar a Marx, es asesinar todo el pensamiento filosófico y científico que ha surgido desde la antigüedad hasta nuestros días y quedarse con la creencia, con la especulación, con la resistencia ante la necesidad (obligatoriedad dada por el desarrollo universal) del cambio. Y si hay resistencia por parte de los individuos, se entenderá que la hay por parte de conglomerados sociales, por sistemas políticos, sociales, económicos y de gobierno. Concretemos: el que la rebelión de Espartaco no haya triunfado no impidió que el esclavismo, a fin de cuentas, dejara de existir como modo de producción prevaleciente para dar paso a otro nuevo; que 60 años de implantación del socialismo en una nación –atrasada, por cierto (Rusia)- se haya derrumbado, no obsta para creer (sí, subrayo “creer”, no “saber”) que el socialismo ha sido enterrado. Surgirá, como dice Engels en su Dialéctica de la Naturaleza respecto de la mente pensante, “…en otro tiempo y espacio”.

Decía que para el enemigo gratuito, al neófito (lo que no es peyorativo, sino que califica a quien no sabe) y para quien tiene intereses, constituyó una suerte de alivio la desaparición del bloque socialista; sin embargo, habría que aclarar que la existencia de dos bloques contrarios cuyos arsenales nucleares –que en caso de ser utilizados podrían hacer desaparecer de la faz de la Tierra la especie humana- mantenía un frágil equilibrio de fuerzas mediante el cual se podía sostener una correlación de fuerzas que se traducía en paz mundial mediante un reparto de zonas de influencia con cierta estabilidad; si se quiere, endeble. Berlín, y más tarde Cuba, eran los laboratorios donde se creaba esa paz. “De aquí para acá es mío y me lo respetas, y de aquí para allá es tuyo y te lo respeto”. El Tercer Mundo era tierra de nadie y ahí podemos echar mano de elementos para vaciar en los matraces, pipetas y tubos de ensaye de nuestros laboratorios. Ahí dirimimos nuestras diferencias, ahí descargamos nuestra violencia contenida.

A la caída de “La Cortina de Hierro”, ese equilibrio se rompió. ¿Había que alegrarse? Sólo siendo un tanto sadomasoquista.

La unipolaridad hizo concebir a los Estados Unidos la idea de crear un imperio, como el de Carlos V, donde nunca se pusiera el Sol cimentado en su poderío militar. Entonces, amparándose en falacias y provocaciones diseñadas en el Departamento de Estado, la CIA y en el Pentágono, comenzaron a instalarse y a invadir países árabes y a desquiciar la correlación de fuerzas en Medio Oriente con una doble finalidad: acercarse y cercar a Rusia y adueñarse del petróleo de aquellos países; para ello cuentan con un aliado cuyos hombres más poderosos, casualmente, alimentan y dirigen el sistema financiero y bancario de los Estados Unidos: Israel. Por ello entraron en Kuwait, dos veces en Iraq en pos de acabar con un arsenal de armas bacteriológicas que no existían, en Afganistán pretextando la persecución de terroristas que ellos mismos entrenaron: la gente de Bin Laden (quien inexplicablemente no ha sido capturado y cuya familia estaba asociada con los grandes empresarios petroleros de los Estados Unidos, entre ellos la familia Bush), durante la Guerra Fría para combatir a los soviéticos. [N.B.: respecto al mismo 11 de septiembre, hay más de una opinión de analistas norteamericanos –sí norteamericanos- que dejan escapar la teoría de que fue fraguado en el Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado para pretextar la ocupación de Iraq y Afganistán; si son capaces de matar a sus propios ciudadanos para asegurar su dominio mundial –seguridad nacional- ¿de qué no serán capaces fuera de sus fronteras?]. La misma mentira de las armas bacteriológicas en Iraq, solo que con armamento atómico, pretenden pretextar para invadir Irán, lo que hasta ahora no ha prosperado. Geopolítica de la mentira.

En la actualidad, sólo cinco Estados juntos podrían equiparar el poderío militar de los norteamericanos; éstos, ante el espectro de la unipolaridad, transformaron su esquema económico para alimentar y desarrollar su industria militar. Cuentan con innumerables bases militares en todo el orbe; flotas navales de guerra en todos los mares; aviones que sobrevuelan y vigilan todos los cielos.

Más temprano que pronto, se viene abajo el sueño de la unipolaridad -que fue diseñada bajo las prerrogativas del American Century, una instancia informal forjada al auspicio de militares, financieros industriales petroleros y políticos- porque se crean nuevos polos continentales y de naciones altamente desarrolladas para defenderse del embate económico y militar norteamericano: China, Japón, Alemania, Rusia. Europa da el gran paso: se unifica desde varias perspectivas que la hacen concebir en la práctica como una sola nación: una sola moneda, un parlamento supranacional, libre tránsito de las fronteras. Un banco central. [N.B.: Al respecto: se especula que otro de los motivos que tuvo Estados Unidos para invadir Iraq fue que Saddam Hussein pretendía cobrar en Euros la venta del petróleo que esa nación produce].

La Guerra Fría otrora sostenida contra el bloque socialista, cede su paso a una guerra “tibia” con Europa y las potencias asiáticas.

Recién sale Estados Unidos de la peor crisis recesiva, después de la de 1929 (de la que uno de los países más afectados fue México por la dependencia económica en que se ha acelerado desde hace 25 años), cuando Grecia, la cuna de la civilización occidental, la cuna de la democracia, se hunde en una debacle deudora. Lo anterior podría enmarcarse como un paso ulterior a lo que los teóricos del Pentágono conceptúan como “Guerra de Cuarta Generación”: una guerra instrumentada desde los centros financieros para desestabilizar monedas –y, en sí las economías en conjunto- de los bloques continentales. De estas guerras, los países europeos asociados más débiles –en el caso Grecia, con una deuda exorbitante, y le seguirán Portugal y España- son los más afectados; igual en el caso de los países americanos asociados –vía TLC- México se ve arrastrado a esa misma condición a pesar del falso optimismo de las cifras del gobierno calderoniano.

Veamos este lado del mundo.

Solamente, dentro de su territorio, Estados Unidos cuenta con algo más de 4, 700 bases militares; las leyes norteamericanas prohíben la actuación militar dentro de su territorio –por cierto, también las mexicanas, por lo que el gobierno de Calderón estaría violando la Constitución- pero nada les impide hacerlo en el extranjero, así que lo hacen.

Geopolítica. Seguridad nacional (de los Estados Unidos, desde luego). Estrategias globales para la América no sajona, tal como las han diseñado para Medio Oriente y el mundo árabe, como arriba mencionamos: instalando sus ejércitos; en función del Plan Colombia, en ese país –que cumple las funciones que en aquellos lares desempeña, no Israel, sino Paquistán (no de aliado, sino de empleado)- se encuentran siete bases militares norteamericanas.

Y lo mismo se está preparando con la Iniciativa Mérida. Estados Unidos plantaría su ejército aquí para “defender” el suelo de una patria que no es la suya pero sí una zona importantísima, ya que nuestro petróleo forma parte de “sus” reservas estratégicas –desde luego, por decisión de Washington- dejando al ejército mexicano las tareas de carácter policial –en lo que Calderón, como jefe máximo de las fuerzas armadas, está más que dispuesto a aceptar, lo que queda demostrado al permitir la injerencia de instancias militares y de inteligencia norteamericanas (lo que de suyo constituye un acto contemplado en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos como TRAICIÓN A LA PATRIA) en “su” combate a los capos de la droga- en conjunto con la formación de grupos paramilitares, guardias blancas, mercenarios, para contener los brotes de inconformidad y disidencia. (Recuérdese Acteal –antes, durante Zedillo-, Atenco, y Oaxaca).

El plan de lucha contra la delincuencia organizada de Calderón, no es de Calderón; él, su gobierno y su corte de políticos corruptos y magnates que lo entronaron en el poder sólo son un instrumento. La táctica es de Estados Unidos. ¿Por qué? Porque, como comentamos en el párrafo anterior, México forma parte de las reservas estratégicas de petróleo para Estados Unidos. Se trata de la seguridad nacional de Estados Unidos, no de México.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XXIV.- Otro Rostro de la Droga)

Vamos a otro tema.
La capacidad de oponer el dedo pulgar a los demás, aunado al trabajo (que resulta algo tan vago a nuestro conocimiento como el enigma de la gallina y el huevo: ¿qué fue primero?) hizo que el ser humano se separara de los demás monos. Pero la habilidad de hacer de este apéndice el más activo se debe a otra actividad, no tan loable, como es el oprimir teclas en aparatos modernos de comunicación o de entretenimiento, ¡Ah palabra mágica!

A partir de los años ’80, con el desarrollo de la tecnología aplicada a los sistemas computarizados diseñados para uso personal, surgieron –paralelamente- aparatos que respondían a los nuevos paradigmas: “Don’t worry, be happy” y “Girls just wanna get fun”. Paradigmas emanados del marketing y –me temo- de los sabios encargados de la seguridad nacional de los Estados Unidos.

Poco más de veinte años antes se había logrado ampliar el mercado interno (y, desde luego, externo, merced a la invasión de productos norteamericanos a todo el Mundo Libre) induciendo a la juventud al consumismo con mercancías destinadas única o prioritariamente a ellos: el rock y todo lo que tuviera que ver con él; antes, los jóvenes sólo consumían lo que papá y mamá decidían que era bueno para el bebé. Pero el rock, en cierta parte del camino (los años ’60 y parte de los ’70) se volvió un tanto subversivo, aunque no todo, crítico pertinaz del sistema; aquel que provenía, principalmente, de Europa. Sin embargo, debido a la coyuntura (los jóvenes gringos eran enviados una guerra en Indochina que los devolvía mutilados, desquiciados o muertos a su hogar), también se convirtieron en enemigos potenciales del sistema aunque desde posiciones pacifistas (v. gr., el movimiento Hippie). Pero existían otros inconformes no tan pacíficos, dentro del movimiento antisegregacionista, que distaban mucho de los métodos de Martin Luther King. En tal ambiente es que nace la nueva filosofía de la estabilidad que rige hasta hoy para la juventud. Hasta la Biblia lo valida: el padre que obedece con resignación la orden de matar al hijo para demostrar su fe en Dios; en nuestro caso, el Dios del Mercado. Finalmente, este dios decide permutar el castigo y manda a uno de sus arcángeles para que informe al padre que no mate al hijo, sino que sólo lo atarugue, lo tranquilice, lo mediatice. ¿Cómo? Ya no escuches ese rock pernicioso ni escuches a sus profetas de la destrucción que sólo te hacen pensar: te vamos a fabricar una nueva música y formas de vida para que sólo te preocupes por divertirte. Diversión, diversión, diversión.

¿El mundo se cae a pedazos? No te preocupes, sólo diviértete. Te ofrecemos una gama extensa de actividades divertidas:
Sólo tienes que sentarte frente a la tele y conectar tu Atari (hoy, XBOX).

Cultiva el cuerpo, no la mente. Vete al gym.

Comunicarte a toda hora con tus amigos más divertidos con tu celular; saca fotos divertidas con él; conéctate a internet de volada y chatea divertidamente. Sólo necesitas usar el dedo más divertido.

Si te sientes aburrido, diviértete practicando deportes extremos para que veas qué divertido es sentir correr la adrenalina en tu cuerpo, ¡es divertido sentir que te mueres!

Y también simular que matas o te matan en el gotcha. ¡Es divertidísimo!

O conduce tu auto a gran velocidad, si lo haces después de haber tomado una buena cantidad de alcohol es mucho más divertido. Y todavía más: escapar desaforadamente, a 200 kph, de la persecución policiaca por haber derribado un semáforo y por haber atropellado a un peatón que salió volando divertidamente por los aires.

Si persiste el aburrimiento aunque estés en la disco, sólo tienes que beber hasta ponerte hasta el gorro; es divertidísimo decir estupideces cuando estás borracho. Al fin y al cabo ya no hay prohibición (en los años en que estuvo vigente sí que se aburrían). Es muy cool.

También te proporcionamos toda la diversión posible con pornografía ligth & hard impresa o por internet. (Yes, yes!, cumm, cumm!, muy divertidos).
Y mejor aún: practica relaciones sexuales riesgosas, que es bien divertido jugar a la ruleta rusa del SIDA.

Si, de plano, sigues siendo víctima del fastidio, atibórrate de antidepresivos; así verás que seguro te diviertes de lo lindo.

¿No funcionó? Suspende los antidepresivos y sustitúyelos con cocaína (la mariguana es de niños) o con drogas de diseño. Son divertidísimas.

En último caso: si no te divierte nada de lo anterior, enrólate en el ejército o dedícate a contratista –de paso le haces un divertido servicio a tu patria- para que te envíen a un país lejano y te diviertas disparando contra gente inerme y mates de verdad, no como en el XBOX. Verás qué divertido es verlos huir despavoridos de ti antes de que mueran entre divertidos estertores.

Si no consigues enrolarte ni puedes comprar armamento inteligente en el mol de la esquina para poder convertirte en un divertido contratista, ve a la frontera y diviértete jugando tiro al blanco con inmigrantes ilegales o, en su defecto, dirígete a tu escuela y hazlo con tus compañeros. Verás qué divertido es verlos caer muertos uno a uno, o en grupo, mientras les tiras.

En el colmo del aburrimiento, métete un balazo en la sien, seguro que es divertido (y si no lo es, bueno, ya dejaste de estar aburrido; mejor: ya dejaste de estar; simplemente, de estar). Sin duda será divertido para los demás ver cómo luces con la cabeza divertidamente reventada.

Fun, fun, fun!

A todo este tipo de “diversiones” condenó el imperio norteamericano a sus hijos. Tenemos conocimiento de ello a cada día. ¿Acaso es mejor eso que tener una juventud crítica? Quizá para la CIA y el Pentágono sí. Lo malo del asunto es que las “diversiones” –el paradigma de la estupidez- se exporta a todo el mundo.

Ironías macabras aparte, la diversión es una de las mercancías modernas más rentables en dos sentidos: la riqueza que produce para la economía de un país y, de otra parte, el enajenamiento de las masas como forma de control.

Preludio fue lo anterior para enfocarnos en una de esas modernas “diversiones”: las drogas y la guerra inútil que el gobierno mexicano ha decidido entablar con los capos. Si, como dijimos, las diversiones son harto rentables, sin duda esta es la que más. Según algunos expertos en el tema, aseguran que los recursos financieros que salvaron al país del norte de la crisis en que se vieron envueltos y que arrastró a todo el mundo (sobre todo a México, puesto que el 80% de las exportaciones tienen como destino EU) fueron los del narco, motivo por el que Obama intervino los bancos, mismos que tenían a buen resguardo (y buen lavado) el dinero producto del tráfico de estupefacientes. Otros especialistas afirman que la presencia militar de Estados Unidos en Afganistán se debe, además de mantener el control en una faja petrolera estratégica, no es tanto el combate al terrorismo ni limpiarle de abrojos el terreno a –su aliado en la zona- Israel, sino acotar (o apropiarse, uno nunca sabe) el centro de producción y distribución de opio (el más grande del mundo; Colombia es, en comparación, apenas un tendajón) y, obviamente, incautar –de buena o mala manera- los millones de dólares derivados de la actividad para sumarlos a su deteriorado sistema financiero. Siga los tres movimientos de Fab… y los desparrama por el mundo.

Se explicaría así por qué Osama Bin Laden –y aquí, el Chapo Guzmán- son buscados por cielo, mar y tierra; pero, extrañamente, pareciera que se ocultan en otro planeta o se fueron a turistear a la Luna: nadie los encuentra.

Uno de los bancos intervenidos por el gobierno de Obama fue el Citibank (en donde chambea ahora Ernesto Zedillo), en el que el 30% de las acciones ya pertenecen al gobierno norteamericano. Es sabido que BANAMEX, -otrora propiedad de uno de los personajes que encumbraron a Calderón: Roberto Hernández Ramírez- depende de aquella institución financiera. Las leyes mexicanas que rigen el otorgamiento de permisos para la Banca son claras al respecto: no pueden operar en el país instancias que representen intereses de gobiernos extranjeros. Sin embargo, don Felipe de Jesús ni BANXICO ni la Comisión Bancaria y de Valores hicieron nada al respecto (en otras circunstancias, sería el motivo para, con la Ley en la mano, expropiar la institución bancaria a favor del Estado). Y queda prohibido terminantemente que usted, incrédulo lector, albergue en su mente suspicacias siquiera que –en función de lo anotado en el párrafo anterior- dinero del narco, depositado en bancos norteamericanos intervenidos por su gobierno, haya sido enjuagado en BANAMEX vía Citibank.
De tal manera que en el tema, Estados Unidos se comporta como el buen pastor: deposita una mano sobre la Biblia y extiende la otra para recibir las limosnas. Clérigo perverso que se queda con las limosnas, deja hacer, deja pasar, y endilga a los feligreses (los gobiernos locales) la guerra contra el maléfico (narcotráfico). Igual como hace con los países que se encuentran al sur de su frontera: uno que se llama Colombia y otro que se llama México. Más perverso porque, con el pretexto de ayudar desinteresadamente, se infiltra en tu casa –con el permiso, indebido, del portero, uno que se apellida Calderón- para ir abriendo brecha con otras intenciones: empezar a cuidar algo que va a pasar a sus manos -según le prometió el portero- y que le fue expropiado en 1938.

Sin embargo, ocurre a la fiesta de disfraces con su mejor atuendo: la piel de oveja. Sólo desea ayudar, cooperar en la lucha contra el narcotráfico; para ello ofrece sus servicios de inteligencia y a sus ejércitos para que luchen contra ese cáncer dentro de nuestro país. ¿Y cuándo empiezan por su territorio?, porque allá les venden armas, les permiten –con y sin disimulo- apuntalar el sistema financiero con el dinero producto de la distribución y venta, allá está el mayor número de consumidores y hasta algunos estados están promoviendo la legalización; tienen identificados a los capos que operan acá, pero… ¿Quiénes son los capos norteamericanos? Seguramente “gente decente” que se codea con el poder financiero, el industrial, el petrolero y el militar (que son quienes realmente gobiernan ese país), lo que les da inmunidad.
Para nadie es un secreto que los magnates de la Mafia, después de que se levantó la prohibición, entraron a formar parte de un círculo selecto de empresarios cercanos a lo que hoy se llama la industria del entretenimiento, al del Show Business, al hotelero (ámbitos propicios para el lavado de dinero) y al poder político, principalmente al Partido Republicano. Se sabe que Sam Momo Giancana, padrino del cantante Frank Sinatra (personaje cercanísimo a varios presidentes, sobre todo de Reagan, norteamericanos), tuvo prósperos negocios, en EU’s y en Cuernavaca, donde se lavaba dinero; Lucky Luciano, otro miembro de la Mafia, quien había tenido un papel determinante en Sicilia (tierra de Luciano) para la invasión de Europa por los norteamericanos, fue recompensado dejándolo hacer fortuna a partir de negocios ilícitos. Uno de sus generales, Meyer Lansky, judío-polaco encargado de las finanzas de la Mafia, financió la campaña presidencial en la que Richard Nixon resultó electo presidente. Otros mafiosos, capos de la droga y del lavado de dinero, fueron Frank Costello, Albert Andone, Tony Acardo. ¿Cómo pudieron evadir a la justicia estadounidense? Por sus servicios a la economía estadounidense y a la causa Republicana (y tal vez también la Demócrata, no lo sabemos, nadie metería las manos al fuego por los Kennedy después de las oscuras circunstancias que rodearon a sus muertes). El FBI de Edgar Hoover se preocupaba por buscar y acabar a enemigos potenciales del sistema y a los “comunistas” más que a los mafiosos. Aquéllos no redituaban al sistema: ¡duro con ellos! Durante la 2ª Guerra Mundial, cuando los japoneses invadieron Indochina, quedó cerrado el flujo de amapola hacia los Estados Unidos que la requería para producir substancias que aliviaran el sufrimiento a los soldados heridos en el frente. Para ello, el gobierno de Roosevelt solicitó al gobierno mexicano que se cultivara la flor de la que se produce la goma de opio, la morfina y la heroína en nuestro territorio, lo que el avilacamachismo aceptó. (Cfr. Bibliografía, Abraham García Ibarra…)

Desde los años 70 actuaban encubiertos agentes antinarcóticos de la DEA. Tan encubiertos que jugaban un doble papel: por un lado combatían a ciertos capos y por otro, como contratistas, trasladaban -en barcos pesqueros, con bandera mexicana- armas hacia Centroamérica y droga hacia la base naval de San Diego. Con el asesinato del agente Enrique Camarena, atribuido al capo más poderoso de la época, Rafael Caro Quintero, Estados Unidos inaugura un hipócrita nuevo frente de batalla contra México.

El paso de cocaína de Colombia a Estados Unidos era Panamá, lugar donde además era aseado el dinero del tráfico de estupefacientes. En parte por ello y en parte por detener los efectos del tratado Torrijos/ Carter, mediante el cual el canal pasaría, en el año 2000, a ser soberanía de Panamá, los marines invaden el país centroamericano y apresan al general Noriega, por estar presuntamente ligado a los carteles de la droga y al lavado de dinero. Se dice que a partir de entonces, la nueva vía de acceso de cocaína y otras drogas duras, así como el lavado de dinero, tienen una nueva patria: México. ¡Cuánta sutil coincidencia..!, …si no pareciera un entrampado diseño: como en Colombia, donde han quedado instaladas bases militares norteamericanas, un gobierno a modo, un ejército y fuerzas paramilitares haciendo las tareas de policía, y un enclave cercano a países que han hecho patente su deseo de ser dueños de su destino: Bolivia, Brasil, Perú y… un país que tiene –como México- petróleo: Venezuela. Colombia, pues, ha quedado como un bastión de las fuerzas militares y los intereses norteamericanos para cuando el destino los alcance: cuando quieran hacer efectivo su “destino manifiesto” y pretendan adueñarse del petróleo venezolano. Geopolítica. Por ello, Chávez no les pasa ni con lubricante.

En cambio en México, Calderón está dispuesto a hacer el triste papel de Uribe (y, como parece, de su sucesor) en Colombia. A tres años de su administración (literalmente de su administración (administración de su persona, de su imagen, de su gobierno sin rumbo), su sino es la derrota: de su cercanísimo círculo, dos murieron (uno, Mouriño, físicamente; otro, Germán Martínez, políticamente). Otros panistas, los cercanos a Fox, lo detestan y mofan de él (Manuel Espino). Cuando hace declaraciones rimbombantes acerca de cómo a ha crecido el empleo, el INEGI (¡el INEGI!) se encarga de desmentirlo.

Quienes decididamente están de su parte, por el momento (porque su riqueza proviene del gobierno como ente social, no como persona o partido), son los empresarios televisivos porque han hecho su inmensa fortuna gracias a la publicidad de los “logros”, que el Gobierno Federal se inventa, y que se trasmiten día y noche, y que se cotizan como si fuera oro puro. Y a la “democracia” fabricada en el año 2000, vía IFE.

Quizá, también, Industrias Chapo, S. A. de C. V.

Parece que el triste papel que ha podido representar es el de diligente servidor, no público, sino privado. Se dejó llevar a la presidencia mediante el impulso tramposo y amañado de empresarios, políticos del PRI y el PAN, jueces, ensotanados y el -entonces- propio presidente, quienes hoy le vuelven la espalda para impulsar al nuevo prospecto de servidor privado: Peña Nieto, delfín de “carranclanes” (en el peor sentido del epíteto) enriquecidos por su incondicionalidad al maximato avilacamachista y docilidad a Fernando Casas Alemán; expertos en el aprovechamiento, a título personal o de grupo –Atlacomulco, desde luego- a partir de los contratos de obra pública; eso sí, devotos cristianos cercanos, muy, al Opus Dei y a ese negociante de la fe cuyo nombre suena como “décimo” y a otro que tiene apellido de cadena de supermercados -lo cual se puede constatar en cualquier revista de socialités de país subdesarrollado; aunque lo socialité no borra las raíces de abigeo pueblerino, robavacas, pues-. El benjamín de la dinastía pueblerina parece peinarse con Glostora -o con vaselina en cajita de madera balsa- y peine Pirámide, los tres en desuso, lo cual nos da idea de su “cangrejil” ideario político).

Resultó que la “amenaza para México” no era López Obrador sino Calderón, que incumple con todos, menos con ciertos grupos empresariales y con los Estados Unidos que le exigen más celeridad en desarticular el Estado y lo instan (u obligan) a otorgar concesiones petroleras, eléctricas y de comunicaciones, concesiones que contravienen las actuales legislaciones al respecto.

Triste papel de servidor de los intereses geopolíticos de Estados Unidos en torno del petróleo, que le aplauden su perorata ante congresistas de ese país y en los días siguientes le propinan una bofetada con guante blanco (de militar, de guardia nacional).
Cualquiera se preguntaría si acaso los recientes atentados contra los consulados de ese país en nuestro territorio no serían perpetrados por los eficientes agentes de la CIA (expertos en tales menesteres) para incrementar el clima de animadversión hacia México con el fin de propiciar y, aun, forzar al presidente designado en tribunales y al Congreso a aceptar la “ayuda” del gobierno de los “amigos” norteamericanos; gobierno que da muestras de su amistad dictando leyes segregacionistas y neofascistas –que buena tradición tienen en ello- en contra de la inmigración ilegal mexicana y levantando un muro a lo largo de la frontera con nuestro país. ¡Ah, qué bueno que cayó el Muro de Berlín!, “…el muro de la ignominia comunista”; pero este representa –seguramente se justificarán- ¡la libertad! ¡Oh, yeah! Y Calderón se muestra dispuesto a aceptar que Estados Unidos acuda a salvarnos. Nótese la similitud con otro periodo histórico en el cual otro gobierno (el conservador) y otros intelectuales (como Lucas Alamán) claman por tal solución: entonces se apelaba a Napoleón III como hoy a Obama y Hillary Clinton. Y aún más lejos en el tiempo: como Ixtlixóchitl apeló a los tlaxcaltecas y a Cortés. Se repite la historia. Obsesivos siglos circulares. Recurrentes.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.

(Parte XXV, Saltar a la espiral)

Se cierra el círculo de 200 años. Los blasones de plástico del hijo legítimo y la gana de atragantarse con lo ajeno (mal habido, desde luego) del bastardo desheredado, se vuelven a unir a la vista de ese gran espectador inmanente que se viste de sotana y espera su parte del botín; extraen del guardarropa su mejor outfit para verse “monos” cuando se presente la oportunidad de rendir pleitesía al imperio y congraciarse con él ofreciéndole, en outlet, las riquezas del país y -¿por qué no?- hasta el territorio para poder dejar de sentirse huérfanos. ¡Ah!, ¡ser paisanos aunque sea de segunda o tercera clase de los poderosos rubios ojoazul! Obsesivos siglos circulares.

¿Para qué luchar cada uno por su lado –el poder empresarial privado inserto en el PAN y el poder empresarial parasitario surgido al amparo del Estado dentro del partido “revolucionario”- como en el ’68? Como PRIAN –como los ha bautizado Andrés Manuel López Obrador- pueden llevar a cabo más fácilmente la tarea de la contrarrevolución. Criollos y mestizos aliados, yorquinos y escoceses aliados, conservadores y moderados aliados; cómplices en la tarea de apropiarse de las migajas del tesoro que el imperio –sea España, Francia o Estados Unidos, según la época- buenamente les comparta para darse sentido de identidad, para sentirse alguien a los ojos de otro. Obsesivos siglos circulares.

Después de la conquista: virreyes que a la vez fueron obispos se confabularon contra los jesuitas y el bajo clero. Hoy, la alta jerarquía católica y sus grupos radicales (Opus Dei y Legionarios de Cristo) están enquistados en el PRIAN e infiltrados en los grupos empresariales, como el Grupo Monterrey (Cfr. Bibliografía: Sanjuana Martínez, Capitales regiomontanos…), con fines más cercanos al interés económico que al de la fe. Leo Huberman (Cfr. Bibligrafía: Los Bienes Terrenales…) hacía referencia a una canción de trovadores del Siglo XIV:

Veo al Papa su sagrado ministerio traicionar,
Pues mientras el rico su gracia siempre gana,
Sus favores al pobre son negados.
Él hace lo posible para reunir riquezas como mejor puede,
Obligando al pueblo de Cristo a obedecer ciegamente,
Para que él pueda reposar con atavíos de oro…

La Teología de la Liberación, derrotada y denostada desde Roma: ésta, pedirá perdón (¡!) por los curas rebeldes (¿Quiénes serán entonces los héroes de nuestra Independencia?). Los abadyqueipo excomulgan y lanzan al patíbulo, de nuevo, a los hidalgo, a los morelos, a los matamoros. Como Jerónimo Prigione quiso hacer con Don Sergio Méndez Arceo y Gregorio Lemercier. Ratziger, si pudiera, bailaría una tarantela sobre la tumba de Juan XXIII. VTP (Viaje todo pagado) del Concilio Ecuménico Segundo al Concilio de Trento. Obsesivos siglos circulares.

La población mayoritaria de la Nueva España estaba constituida por “…léperos y pelados sin educación, oficio ni beneficio”: pobres, de acuerdo al léxico usado por la “gente decente y de razón” de entonces. Hoy vamos hacia ese camino a paso acelerado (Cfr. Bibliografía. Gilberto López…) y hay una deuda por saldar que lleva un rezago de 500 años con los pobladores originales de nuestra tierra. Obsesivos siglos circulares.

Un aparato procurador de justicia que condena a prisión a quien no cuenta con recursos y otorga impunidad a quien los tiene; lo que nos remite al Martín Garatuza, de Vicente Riva Palacio, donde los ofendidos se sienten obligados a hacerse justicia por propia mano, porque los culpables son protegidos por el poder político y el procurador de justicia, de los que son cercanísimos. Como quizá se sientan tentados a hacer los dolidos padres de los niños fallecidos en el incendio de la guardería ABC. Obsesivos siglos circulares.

Como en la vieja Europa feudal: señores (caciques, en la versión vernácula) que mantienen ejércitos irregulares (guardias blancas, paramilitares) que cometen impunemente atrocidades contra la población civil con el propósito de mantener su poder económico y político en sus dominios: Acteal, Oaxaca, San Juan Copala. Obsesivos siglos circulares.

Como en tiempo de la Colonia: una milicia destinada a proteger los intereses extraterritoriales, entonces, de la Corona Española; hoy, de los Estados Unidos en su guerra contra el “terrorismo” y contra la droga. En ambas épocas sin importarles los “daños colaterales” entre la población civil. Como en Cananea y Río Blanco, para proteger las industrias de los norteamericanos. Como en ’68, para “impedir la infiltración comunista” en el continente que los anglosajones creen suyo. Obsesivos siglos circulares.

Y cerramos nuestro propio círculo, para brincar a la espiral:

Habría que admirarle a López Obrador el valor que tuvo para enfrentarse a los tres Poderes de la Unión (Legislativo, Judicial y Ejecutivo) y a los poderes fácticos en los capítulos del desafuero y la posterior guerra para cerrarle el paso a la Presidencia de la República en un país donde la lisonja hacia el poder alcanza la categoría, cínica por cierto, de valor fundamental e incontrovertible. Apreciarle su resistencia pacífica construida a partir de la organización de la Convención Nacional que arranca desde abajo, desde los múltiples comités populares.

Sin embargo, no habría que esperar que un personaje –él u otro- nos salve. El Che Guevara, desde su perspectiva teórica denominada foquismo, planteaba: crear uno, dos, tres, mil viet nam (focos de insurrección). La tarea acá sería forjar uno, dos, tres, miles de focos de resistencia, organización y lucha: un frente popular con miles de símiles de lopezobrador. Y entonces, volvemos a donde iniciamos, unir todos los frentes opositores –dentro y aun fuera de la institucionalidad- para rescatar la herencia política, social y económica de la Revolución (combatiendo, desde luego, la corrupción y a los saboteadores). Después de todo, la CEPAL está recomendando la participación del Estado en las economías del área para solucionar los problemas de desarrollo. El neoliberalismo ha fomentado el crecimiento, sí; pero no el desarrollo: ha hecho inmensamente ricos a quienes más tienen y condenado a la miseria más atroz a los que poco o nada tienen. Sonaría a consigna panfletaria desgastada de no ser porque es la realidad; una realidad de centurias a la que aquí, a lo largo de este escrito, nos hemos referido: la realidad de un México que se manifiesta en obsesivos siglos circulares porque los señores del dinero persisten en conservar una superestructura (religión, milicia, judicatura y política) en el estatus de poder en que se encontraba durante la Colonia; además, inclinándose –como entonces- obedientemente ante los designios de los imperios y soñando con cortes de pacotilla en un país donde reina la pobreza, la que creen que remedian creando piadosos patronatos con los que exorcizan su conciencia. Igual que el criollaje de la Colonia. Obsesivos siglos circulares.

Hay, pues, que cerrar el obsesivo círculo de siglos y dar el salto dialéctico hacia delante, hacia la espiral. Aún a riesgo de no complacer al Imperio y provocar su ira: Después de todo, tal vez –llegado el momento- se encuentre ocupado en atender lo que yo llamaría su guerra de quinta generación (una hipotética –quizá no tanto- guerra cibernética que, mediante complejos algoritmos, manipule el capital financiero internacional, el comercio especulativo de divisas, de bonos y de los “derivados financieros”, que le permita desestabilizar las economías “enemigas”). Contra y desde Europa, contra y desde el bloque asiático encabezado por Japón, contra y desde China e India, contra y desde Rusia. La crisis helénica que está haciendo tambalear a la divisa europea y amenaza con debilitar las economías de todo el bloque pareciera ser el preámbulo de tal guerra.

Nosotros a lo nuestro.

Hoy, si Hidalgo resucitara y volviera a rebelarse, cambiaría su consigna –aquella de: “¡Vamos a coger gachupines!”- sustituyendo el “gachupines” por “criollos retardatarios y mestizos acomodaticios”; émulos, respectivamente, de Iturbide y Santa Anna.

Junio, 2010.


BICENTENARIO:
OBSESIVOS SIGLOS CIRCULARES
Contribución
al estudio del hoy en la
Historia de México.
© Gabriel Castillo Herrera, 2010.


BIBLIOGRAFÍA.

En el entendido de que este volumen no fue desarrollado bajo el criterio o carácter de relatoría, crónica, narración ni de dar a luz datos nuevos a partir de minuciosas investigaciones documentales, sino de reflexión, análisis y conclusiones a partir de hechos, en su mayoría, del conocimiento público merced a publicaciones –libros, revistas y periódicos impresos, así como en medios electrónicos (internet)- de alcance general, no abonaremos a favor de una engorrosa lista de autores y textos que, muchas veces, sólo sirven a modo de presunción de que el autor consultó infinidad de fuentes. Acá, no es el caso. No efectué una exhaustiva consulta de fuentes con el propósito específico de tener elementos que me posibilitaran el escribir el presente texto; al revés: partiendo de una metodología específica (que aprendí y aprehendí leyendo, discutiendo, confrontando mi pensar con la realidad, corrigiendo y desechando esquemas) escribí un entretejido de conclusiones que derivan de la experiencia histórica mexicana, digamos: ajena, contenida en lo que he leído, aprendido, escrito, y de mi propia experiencia histórica a través de mis años; de manera que muchas de las fuentes documentales que alimentaron mi conocimiento se perdieron en el tiempo; sin embargo, el lector tendrá siempre a mano una poderosa herramienta de la modernidad para consultar el hecho histórico: internet.
Así que la mínima lista de textos y autores abajo escrita responde más a la intención de dar crédito a plumas de quienes tomé algo –o mucho- prestado para los espacios de relatoría, vislumbrar entornos de una época específica o, bien, para alguna referencia.
Libros:

-Daniel Cosío Villegas et al, Historia Mínima de México. El Colegio de México, México, 1983.
-Daniel Cosío Villegas et al, Historia General de México. El Colegio de México, México, 2006.
-Francisco Cruz/ J. Toribio Montiel, Negocios de Familia. Ed. Temas de Hoy, México, 2009.
-Federico Engels, Dialéctica de la Naturaleza. Obras escogidas, en 3 tomos, Ed. Progreso, Moscú, 1974. (Y, también en el sitio de internet, “Archivo Marx y Engels”: http://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/75dianatu.htm ).
-Manuel García Morente, Lecciones Preliminares de Filosofía. Ed. Época, México, 2006.
-Leo Huberman, Los Bienes Terrenales del Hombre. Ed. Nuestro Tiempo, México, 1976.
-Wigberto Jiménez Moreno et al, Historia de México. Editorial Porrúa, México, 1963.
-V. I. Lenin, La Catástrofe que nos Amenaza y Cómo Combatirla. Ed. Progreso, Moscú, 1975.
-Karl Marx, Contribución a la Crítica de la Economía Política. Ediciones de Cultura Popular, México, 1974. (También en internet: http://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/criteconpol.htm )
-Carlos Montemayor, Guerra en el Paraíso. Ed. Diana, México, 1991.
-Carlos Montemayor, Chiapas, La rebelión Indígena en México. (Fotocopia, S/ datos).
-Rafael F. Muñoz, Santa Anna, El Dictador Resplandeciente. Fondo de Cultura Económica, México, 1992.
-Héctor Pérez Martínez, Juárez, el Impasible. Colección Concordia, Campeche, 1988.
-Sergio Pitol, Trilogía de la Memoria. Compactos Anagrama, Barcelona, 2007.
-Vicente Riva Palacio, Martín Garatuza, Planeta DeAgostini, México, 2008.
-Jesús Silva Herzog, Breve Historia de la Revolución Mexicana. Fondo de Cultura Económica, México, 1973.
-Jesús Silva Herzog, Una Vida en la Vida de México. Siglo XXI Editores, México, 1986.
-Anne Staples, La Iglesia en la Primera República Federal Mexicana 1824-1835). Sep-Setentas, Méx., 1976.
-John Kenneth Turner, México Bárbaro. Editores Mexicanos Unidos, México, 2002.
-Henry George Ward, México en 1827 (Selección). Fondo de Cultura Económica, México, 1985.



Artículos periodísticos destacados:

-Abraham García Ibarra, Ronda sobre las aspiraciones… “Voces del Periodista” n° 234, México, 2010
http://www.vocesdelperiodista.com.mx/index.php/component/content/article/849.html
-Gilberto López y Rivas, La Contrarrevolución en el Poder. La Jornada (Opinión), México, 28 de Mayo, 2010.
http://www.jornada.unam.mx/2010/05/28/index.php?section=opinion&article=022a2pol
-Sanjuana Martínez, Capitales Regiomontanos, claves del auge de Maciel y los “Millonarios” de Cristo. La Jornada, 29 de mayo, p.15, 2010.
http://www.jornada.unam.mx/2010/05/29/index.php?section=politica&article=015n1pol
y otros tantos de los que infortunadamente no tomé datos.


Enciclopedias Consultadas

Enciclopedia de México, Libro del año 1977. Director: José Rogelio Álvarez. México, 1978.
Enciclopedia Encarta 2000, (CD-ROM, Digital)
Wikipedia, Enciclopedia libre (Internet)