Friday, March 09, 2007

De Cibernarrativa (Tomo 1) "Estación Paraiso"



********************************************

Estación Paraíso.

Cuento de Gabriel Castillo-Herrera.


¿Cómo dice la canción de Rockdrigo? ¿ ”... perdí a mi amor en el metro Balderas...” ? Algo así. Yo podría agregar que un amor muy especial.

Hoy me cuesta mucho trabajo reconstruir su rostro en la memoria. Sólo logro inventar su risa franca en una faz vacía -con una espinilla cuasi permanente, aparecía cada mes- enmarcada por un largo y hermoso cabello castaño. Añado un cuerpo esbelto (flaca, decían mis amigos) y un andar elegante, sensual, pausado; más bien, lento. Lo demás, se lo llevó el tiempo en complicidad con el metro.

Nos conocimos casi niños. Ella no reparó en mí; pero -pisciano que soy- me “movió el piso”, paredes y techo. I feel in love like an ox at first Sight. Mi yo “racional” le prometió al otro que sería nuestra.
Cuando logré que notara mi existencia, se quedó en mi vida siete años. Sin embargo, después aprendí que las personas no se poseen. Nadie pertenece a nadie. Cada quién es dueño de sí. Libre. Jugamos a que alguien nos pertenece y a pertenecer a alguien y creemos (o pretendemos creer y hacer creer) que eso es el amor. En realidad estamos “condenados a la libertad”; pero la rehuímos; no asumimos nuestra condición de seres libres, nos asusta. Evadimos la responsabilidad de nuestra libertad. Simulamos el contacto con el mundo buscando dependencias en vez de experimentar la libertad y convertirnos en seres de amor. John Lennon cantaba: “Love is free, free is love...”. Lo aprendí con ella y con Adriana lo reafirmé.


En los siete años -en los cuales la relación se interrumpió varias veces, una por disgusto y otras porque se marchaba a visitar a su familia- hubo de todo. Disfrutamos de la ternura, compartimos el silencio y la algarabía, gozamos y sufrimos la vida; conocimos el dolor y la pasión. Y la ira.

He aquí algo que extraje del archivo de mi memoria, clasificado como PAU/ 64-71:

-¡Hola, amor! ¿Sabes quién habla?- Voz en el teléfono.
-¡Paula! ¿Qué onda, no sabes lo que cuesta una llamada de Obregón a México?
-No seas güey, cariño; te estoy foneando de la casa de la abue. Llegué anoche.
-Me hubieras avisado. Pudiste haber llegado aquí.
-¿Sabes lo que hubiera pasado si no llego, primero, con la abue? El gran irigote. Además, ¿qué tal si te hubiera caído por sorpresa y te encontraba con una de esas arañas con que acostumbras reemplazarme?
-Tú sabes que cuando te vas de mí practico la abstinencia.
-Eso que te lo crean las mensas con las que andas. Para ser totalmente franca, tú sabes que amor de lejos es de pen... sarse. Cuando estamos separados yo no uso cinturón de castidad; así que tú no tienes por qué hacerlo. Y si lo haces, es muuuy tu bronca; pero no me pidas reciprocidad. Lo sabes, ¿no?
- Güi, güi. Eres... brutalmente franca.
- Y, tú, absurdamente mentiroso. ¿Qué te cuesta decir la verdad? Ya sabes que conmigo no existen chantajes ni escenas de niña pequeño burguesita. Cuando estamos juntos, en plan de pareja, me dedico con toda mi alma a ti. Lo sabes, ¿no? Y te doy tanto que, te aseguro, no me queda nada para nadie más. En esa medida, se puede decir que te soy (¡chin!) fiel. El “chin”es de broma; me cae que no me duele ni me molesta serlo, porque te doy todo. ¿Sabes por qué? Te amo, gañán. Así que no le hagas al machito posesivo. Me gustaría que fueras fiel en esa forma, pues quiero sentirme amada a lo bestia; que agotes tu amor en mí. Pero, sé que, para ustedes los hombres, es muy difícil; porque tienen que demostrarle a sus amigos que son los grandes conquistadores. Es la presión social. Es como con nosotras: se pretende que seamos sumisas y abnegadas; pero ni ustedes tienen que acatar lo que dicen otros hombres y las mismas mujeres ni, nosotras, lo que dicen los hombres y otras mujeres. ¿Entiendes méndez?; o te lo explico, federico.

-Lo entiendo, pero me cuesta trabajo asumirlo.
-Pues asúmelo, maricón.
-Pues deja que te lo a... suma. Deja me so... meto.
-¿Ves?, te evades. No es que te cueste trabajo asumirlo, le sacas; crees que se te va a caer en pedacitos.
-¡Ya!
- Ya, pues, castradito en potencia. Te hablo, porque quiero verte.
-¡Hum..!
- ¡Aaaay!, ‘tá ‘nojadito el nene.
-Está bien. A la una en la esquina de Arcos y Balderas, en la salida del metro. ¿Sale?
-Ya vas. Ahí estaré puntual. ¿Por qué no vienes a saludar a la abue?
-Después. Me muero por verte, besarte y apapacharte.
-Me too.
-¿Qué?
-Yo tambor.
-A la una, ¿eh? Chao.
-CLICK-

Como un sinnúmero de veces, ese iba a ser, nuevamente, nuestro punto de reunión. Durante los cuatro primeros años de nuestra relación adolescente, de “manita sudada”, el metro no estuvo presente; no existía. Lo empezaron a construir en el lapso de nuestra primera separación (una noche se fugó, junto con uno de sus hermanos menores, de la casa de la abue; se fue a ver a su mamá a Obregón; yo me convertí en su cómplice, pero nadie lo supo). Con todo mi bagaje existencialista teórico, no fui capaz de entender que estaba ejerciendo su libertad y traté de convencerla -sin conseguirlo- de que no se fuera. Lloré... aullé. Me sentí abandonado. Cuando la depresión se apoderaba de mí, me refugiaba en las obras del metro y me perdía de borracho. Gritaba de dolor. Muchas veces intenté lanzarme al fondo de las zanjas destinadas a las armazones de las paredes y el túnel. La imaginaba llorando y culpándose por mi muerte; mientras, yo -exangüe- la contemplaba desde lo más profundo de la excavación. Después me sentía ruin por tener esa clase de pensamientos y se iba el deseo de terminar con mi existencia.
Tuve que aprender a vivir sin ella.

Regresó a México cuando ya habían concluido un tramo de la Línea 1. Si bien recuerdo, sólo funcionaba de Pino Suárez a Chapultepec. Apenas me enteré de su retorno, le hice llegar el mensaje -con uno de sus hermanos más enanos- de que la vería en la salida de Arcos de Belén y Balderas.

Al concretarse el reencuentro, mi corazón latía como si se tratara de los dos bombos de Ginger Baker, el loquísimo bataquero de Cream. No pude articular palabra y las piernas me temblaban. Ella sonrió y, abriendo los brazos, me dijo:

- ¿No vas a abrazarme y a darme el beso más cachondo de la Historia?
Se desbordó el deseo, con tanta vehemencia y torpeza, que la tumbé. Rodamos dos o tres escalones -abrazados- y nos comimos a besos. Sentí que algo se quemaba dentro de mí; y el contacto con el cuerpo de Paula me incineraba. Las manos recorrieron los cuerpos. Nos mordíamos los labios como... No sé.

- ¡Órale, mi Eric!- resonó la voz del policía que se encontraba encargado del orden y de romper el encanto de ese momento.- ya deje a la güerita o me los voy a tener que llevar a la delegación por faltas a la moral.

Fue como si nos hubieran metido -de repente- en un iglú. Nos sacudimos la ropa. Ni lo miramos.

-¿Te lastimaste, Pau?
- Nada, nada; me duelen los labios, pero fuera de eso...

Esa noche empezó la locura. Le pregunté que si quería conocer el metro. Compré unos boletos en la tienda de Revillagigedo y de allí partimos al inframundo. Era el subway más moderno del orbe. Tan exageradamente limpio, que contrastaba con el mundo exterior.

Paula miraba -maravillada- todo el entorno. Brillante; lleno de colorido, como si se tratara de una escena impresionista. Vagones color naranja, letreros rosa. Vida. Los usuarios respetuosos de los señalamientos, sintiéndose habitantes de una ciudad que -en lo referente al metropolitano- igualaba a las del primer mundo. Personas que no atinaban a posar ambos pies en un mismo escalón de las escaleras eléctricas.

Y ahí estábamos Pau y yo haciendo “sesudos” planeamientos: que esto marcaba el fin de una forma de vida todavía apegada al concepto de barrio colonial y el inicio de un México cosmopolita.

Ya en el andén, abordamos el tercer convoy. (Dejamos pasar dos, mientras observábamos cómo era el movimiento de entrada y salida, pues el tiempo destinado a ello ocasionaba que se suscitaran situaciones chuscas, las cuales disfrutamos como enanos.). Nos sentamos. La abracé y ella apoyó su cabeza en mi hombro. “Se hizo un silencio a dos voces”. Nos dedicamos a besarnos. En ese tiempo, la moralidad era otra y mucha gente nos miraba alarmada; más aún, cuando cruzó sus piernas sobre las mías y acurrucó su nariz y la mejilla derecha entre mi cuello y mi pecho. Toda amor y ternura.

En ese momento, el tren salió de las vías y del mismo túnel. Los viajeros desaparecieron; no quedó uno. El vagón voló. Voló. Cerré los párpados y me dejé llevar. Antes, pensé:

“... Tanto sufrir por esta cuatita cuando se fue. Intenté quitarme la vida y ahora está aquí, conmigo, queriéndome, sintiéndome... “.

Mientras tanto, el tren volaba llevándonos a la luna y las estrellas. Me visualicé uno con ella. Solos en el universo entero. Y, en efecto, miré en derredor y no había nadie. Habíamos llegado a la última estación. Vi el reloj.
-¡PIIIII!-
La tomé en mis brazos y traté de salir apresuradamente, pero las puertas se cerraron ante nosotros. Reímos. ¿Y ahora qué? Bueno, tendría que cambiar de vía y regresar. Espera. Se apagaron las luces del vagón. Entonces el convoy continuó su marcha por un túnel muy oscuro. Interminable.

- ¿Qué está pasando, amor?
- Ni idea. Ven, acércate aquí; pegadita a mí.

El tren siguió por el túnel. Nos atemorizamos un poco. Como el mejor remedio para el temor, el tedio y la tristeza es el amor, decidimos (sin proponérnoslo explícitamente) continuar con el asunto pendiente, el de las escaleras. Principiamos a acariciarnos dulcemente; pero ya habíamos conocido -apenas hacía una hora- la atracción bipolar, agua-aire/aire-agua, de nuestros seres. Ambos regidos por el amor y la sensualidad. Desnudos, nos amamos durante largo tiempo. No sé cuánto.

Finalmente, salimos del túnel. Llegamos a un lugar con abundante vegetación y el tren, por fin, se detuvo. Se abrieron las puertas. Buscamos, sin resultado, nuestras ropas. Nos apeamos con cautela.

Sin zapatos, temí que pudiera lastimarme con una piedra o algún otro objeto. Me sorprendió descubrir que, aunque me sentía firmemente apoyado sobre las plantas de los pies, apenas rozaba el suelo. Paula, con esa capacidad de asombro muy suya, lo comentaba; reía y danzaba desplazándose, de aquí para allá, ligerísima, feliz. Encontramos un monolito con una leyenda -formada por flores multicolores- que rezaba:

“ESTACIÓN PARAÍSO”.


“Aquí no hay religiones, sólo una: el AMOR”.

“Dios es CADA UNO de nosotros”.

“Eres LIBRE, sólo RESPONSABILÍZATE de ello”.

“Vives AQUÍ Y AHORA. El pasado está muerto y el futuro es nonato”.

“Convierte tus DESEOS en conductas motrices”.

“EXPERIMENTA el mundo”.


-¡PIIIII!-

El tren cerró sus puertas y regresó al túnel.

Paula y yo nos miramos sin que nos preocupara nuestro aparente desamparo. Adán y Eva de la modernidad. O de la pre-modernidad.

Danzamos, no obstante que -aún hoy- lo hago burdamente, con ligereza y elegancia durante horas al compás de una dulce música que salía de algún lugar del cielo. (Por estos años he tratado de reconstruirla con sintetizadores, sin conseguir aproximarme ni un ápice a su belleza).
Llegó la noche. Una noche más que hermosa. Bajo un cielo en el que se miraban tantas estrellas como nunca habíamos visto. En toda la bóveda celeste no pudimos identificar ninguna constelación, no obstante que Paula sabía de Astronomía y Astrología.

Agua, agua por todos lados; si no la veíamos, la escuchábamos correr por algún sitio cercano. Pequeños manantiales en los que se podían ver profundidades hasta de unos veinte metros -calculo- y, en ellos, miríadas de peces multicolores desplazándose en vaivenes de vistosa esteticidad.

Trinos esporádicos, en diversas tesituras, se mezclaban con el suave roce del viento en las ramas de los innumerables árboles y frondosa vegetación.

La música celestial ya no se escuchaba.


Estábamos tan impresionados ante tal magnificencia, que sólo nos dedicamos a la contemplación. Extrañamente, no tratamos de explicarnos dónde estábamos, ni cómo íbamos a regresar. únicamente lo experimentábamos. Durante todo el día, sin preocuparnos por comer y beber, (nadamás teníamos que tomarlo del medio ambiente), estuvimos jugando, mirando el entorno, haciéndonos el amor. Finalmente, sin muchas ganas, nos dormimos.

Apenas amaneció, los trinos se multiplicaron y no cesaban. Parvadas y parvadas cruzaban el cielo. Y surgió, sublime, la música del cielo. Azorados, vimos -suspendidos en el aire- seres semejantes a nosotros instalados a diversas alturas, en tres niveles. La música provenía de sus alas. ¡Alas! Los del nivel más alto tenían tres pares de ellas. Más o menos, a la misma altura, se vislumbraban unos círculos brillantes.

- ¿Quiénes son?- Pregunté a Paula.
- Nuestros hermanos. Ellos son nuestros hermanos.

Caímos en un éxtasis indescriptible. Vino un adormecimiento. Me sentí diminuto y abracé a Paula, sintiendo caer en un vórtice sin fin, oscuro y profundo.
Instantes después recuperé la conciencia y me vi -desde una perspectiva superior- junto a Paula, en el túnel del metro, dentro de un vagón, ya vestidos. Cuando arribamos nuevamente a la estación Chapultepec, el reloj marcaba, escasamente, unos minutos más de la hora en que habíamos llegado a la misma. Me sentí tan confuso que no dije ni palabra a mi compañera, ni ella a mí. Deduje que había sido una fantasía. De regreso, bajamos en Insurgentes y nos encaminamos, circunspectos, a la Zona Rosa. Nos metimos en un café de Génova. Hablamos de nosotros; de nuestra juventud, de nuestro amor, y decidimos vivir juntos.

- Cásate conmigo, Pau.

Fue inflexible:
- Nada de eso, amor. Te quiero como loquita, pero también me quiero yo y pretendo disponer de mi libertad para mandarte al cuerno cuando sienta que mis alitas revoloteen.
- ¡Por favor! ¡Te amo, Pau! ¿No basta?
- No me digas eso; por favor, también. Quiero vivir contigo y amarte todo lo que se merece un ser tan hermoso y sensible como tú. Y si me fuera de tu lado no sería por falta de amor, te lo juro; te voy a seguir queriendo, pero a mi manera. No me imagino como amita de casa con hijitos cagados y vomitados. Ni a ti de señor trajeadito, encorbatadito y panzoncito, compitiendo como animal salvaje contra una bola de güeyes en terrenos que no son los tuyos, para que tu esposita y tus nenitos tengan casa, coche y comodidades banales. Cosas materiales.

-Qué... ¿no es válido?
-A costa de nuestro ser auténtico, no. No y no. Mil veces no. No como fin. Ni tú ni yo tenemos eso como meta en la vida. Y no mientas por tenerme junto a ti. Tú tampoco eres de este mundo.
-Pero...
-¡Amor, amor! ¿Por qué ves todo de cabeza? Ese pinche sentimiento posesivo no te deja disfrutar el momento. Ahorita lo único que quiero es estar contigo, que me ames y yo a ti.
-¿Pero no ves que me mata el pensar que un día te vayas nuevamente?
-¿Y si ese día no llega porque... te mueres antes, me muero yo, o me dejas de querer?
-Eso es una suposición.
-Lo que crees, también. ¿Sabes?, lo único que realmente tenemos es el presente.
-Para todo tienes respuesta...
-¡Yaaa, chillón! Quita esa cara. Mejor sonríe y vamos con la abuela a decirle que desde esta noche me voy a vivir contigo. Va a poner el grito en el cielo. Quita esa cara, ¿sí?


Abandonamos el café y nos dirigimos al metro. Durante el camino no mencioné nada acerca de la Estación Paraíso. Temí que, de hacerlo, no sólo se negaría a casarse conmigo, sino que pensaría: “... a éste ya se le botó la canica” y no accedería a que viviéramos juntos. Ella tampoco dijo nada. Con la abue, fue todo un drama: lloró, chantajeó y amenazó. Finalmente, lo aceptó. Le dio la bendición; me pidió quererla mucho y que la convenciera de casarnos.


Fueron seis meses en que repartimos nuestro tiempo en la escuela, el trabajo y la cama. Ella estudiaba Periodismo; yo, Economía. Se colocó en Excélsior ; yo, rockeaba en cafetuchos. Y nos amábamos como si se fuera a terminar el mundo cada noche.

Finalmente, le salieron alas, voló nuevamente.

- Hazme el amor como nunca-. Suplicó.
- ¿Por qué?
- Porque mañana me voy a Obregón.

Lloramos, pero al día siguiente se fue.

Dos meses después, regresó con la pasión desbordada. Juró que no se volvería a ir, jamás. Venus y Marte se mudaron con nosotros y la luna nos subarrendó. Botamos la escuela. Los trabajos sólo los conservamos para poder comer. Lo demás era amor, amor, amor. Al cabo de cuatro meses de la locura amorosa más grande de mi vida, por primera vez, peleamos: se fue con la abuela unos días y después a Obregón. La hermosa e inasible Paula sólo me dejó, de recuerdo, unos arañazos en los brazos y un ojo morado como producto de nuestra única pelea. Ella se llevó una patada en las nalgas.


Tardó un año en regresar. Sin embargo, una mañana -como relaté al inicio de estas remembranzas- sonó el teléfono y volvió a llenar mi vida. A la una de la tarde nos veríamos -una vez más- “en la salida de Arcos de Belén y Balderas”. Y nos presentamos puntuales. Sedientos. Hambrientos. Nos saciamos de besos y caricias y corrimos a nuestro templo. Nos dimos de comer y beber. Sin tiempo. Cuando concluimos nuestro rito amoroso seguimos abrazados en silencio. Durmió un rato. Cuando despertó -todavía en mis brazos- continuamos callados. Súbitamente disparó:

- ¿Te gustaría volver al sitio donde estuvimos cuando me llevaste a conocer el metro?

Me sorprendí. Ciertamente sabía a qué se refería.


- ¿Cuál sitio? ¿El café?-, fingí para confirmar.
- No te hagas el tonto. A la Estación Paraíso.
- No existe tal estación. Fue un sueño.
- ¿Lo soñamos ambos?-, ironizó.
Me parecía una locura. Una locura dual. Refirió detalles que coincidían con mi versión.

- Pues sí, lo soñamos ambos, -argumenté- no puede ser cierto. Tuvo que ser un sueño o perdimos la razón.

No insistió. Sólo se encogió de hombros. Me dijo que quería ir al periódico para solicitar una nueva contratación. Yo tenía que ir a ver al dueño del sitio donde estaba tocando; me habían robado un fuzz tone y se presentó -por ello- un conflicto de tipo legal en el que se encontraba implicado el grupo que alternaba con nosotros y yo, lo cual tenía que aclarar.
Me pidió que la acompañara al metro. Así lo hice. Estuvimos en la entrada y noté que no estaba muy convencida de irse.


- ¿Entonces crees que fue un sueño lo de la Estación Paraíso?
- Firmemente.
- Tu formación académica te obliga a ser escéptico en cuanto a ese tipo de cosas, ¿verdad?
- Pues... sí.

Cambiamos de tema. Le conté el rollo del robo de mi efecto para la guitarra. Volvió:

- ¿No puedes acompañarme?
- Tengo que ir a ver eso; pero te acompaño hasta el andén.

Ya en el andén, dejamos pasar dos convoyes. Seguí con la impresión de que no quería irse. Dudaba.


Nuevamente:

- ¿No vas conmigo?
- Deveras no puedo. Nos vemos en la noche, en la casa.

Sonrió triste. Llegó el tercer convoy. Me besó y se le salieron las lágrimas. No entendí. Abordó, y desde la entrada:

-Voy a estar siempre a tu lado, Erico. Te voy a cuidar. Te amo.

-¡PIIIIII!-

El sonido que avisa del cierre de puertas ahogó, aunque no del todo, un “adiós” y una música inconfundible se escuchó: la de Estación Paraíso. Alucino, pensé. Cuando salía de la estación Balderas, discerní: “... pero si el metro no la lleva por el rumbo del periódico...
... Está loquita mi flaca.”

Paula... Paula jamás volvió. La buscamos en las delegaciones, en las cruces, en el forense. Nada. Se esfumó. Creí enloquecer. Lo hice. Caí en depresión profunda. Pasé meses de total abandono personal. Yo ya no era yo, quién sabe quién era.

La abue me rescató. Se consolaba consolándome; hasta que la realidad, terca como es, me dio de bofetadas y tuve que aceptarlo. Aunque a mí me rebotara en el cerebro:


“... voy a estar siempre a tu lado,
Erico.
... te voy ... a cuidar.
... Te amo... “.
“... voy a estar
siempre a tu
lado, Eri
co. ... te voy
... a cuidar.
Te amo... “,
... ella no estaba.

Pero -de alguna manera- sentía su presencia. Conmigo.
Tuve, he tenido y tengo otros amores. Pasé un buen tiempo casado, me divorcié. Hoy comparto mi vida con Adriana, una psicóloga argentina bastante más joven que yo; muy parecida, en carácter, a Paula. Creo que también físicamente. Han pasado muchos años. Largos años. Sin embargo, cuando Adriana no está, cuando estoy solo en las noches y me dispongo a dormir, entre sueños escucho:

“Voy a estar siempre a tu lado, Erico. Te voy a cuidar. Te amo”.
Estoy seguro -ahora- de que Paula partió para encontrarse con... “nuestros hermanos”. Es una de ellos.

Paula es un ángel. Adriana lo cree... Y, yo... ... yo sé que así es.


Así es.