Tuesday, July 20, 2010

Desatarse a Tiempo (Reflexión)











PRÓLOGO

"...Sabia virtud, la de conocer el tiempo;
A tiempo amar y desatarse a tiempo..."

Renato Leduc.





Como en todo, en asuntos de amor –o en eso que cada quien conceptúa como amor- el mundo de las ideas se encuentra en contraposición con mundo material. En contraposición, no en oposición antagónica. En contraposición porque son los dos lados del mundo real: lo subjetivo y lo objetivo, que –necesariamente- se inscriben en lo concreto.

La idea que tenga yo de mí mismo no necesariamente es la verdad, lo objetivo. Pero lo que yo piense –acertada o erróneamente- más lo que piensen de mí persona los otros –acertada o erróneamente, también-, además de lo que verdaderamente sea, independientemente de toda subjetividad, conforma -en suma- lo que es, lo que existe, lo concreto.

Cuando alguien conoce a una persona y es atraída por ella o se enamora, crea un mundo de subjetividades que se levantan sobre unos cuantos aspectos objetivos, en el mejor de los casos. A partir de unos pocos atributos materiales, se fabrica, literalmente, una idea que en su cabeza aparece como certeza. Que el señor y la señora estén enamorados y que después entablen una relación de pareja –noviazgo o matrimonio- es lo concreto.

Pero lo concreto se manifiesta, también, a través de dos polaridades: la apariencia y la esencia. La primera se muestra objetivamente: se nota que hay amor, comprensión, comunicación, alegría (así, con cursivas), abrazos, besos, caricias; se percibe sensorialmente. La segunda se va descubriendo en la subjetividad a medida que el conocimiento de la otra persona se va haciendo más profundo -merced a la experiencia, por el trato cotidiano- y va desdibujando la idea que de la relación se habían forjado; van encontrando que no hay amor (hay silencio, tristeza, gritos, ofensas, críticas, peleas, resentimiento) sino necesidad de afecto que la otra persona no está en posibilidades de satisfacer, lo que desemboca en infelicidad o en violencia asumida con pasivo desencanto que termina por hacerse estilo de vida invitado, de piedra, a cohabitar convertido en algo perniciosamente necesario (así, también con cursivas): la co-dependencia.

¿Cómo desatarse a tiempo? ¿Cuándo? ¿Acaso hay que evitar atarse? ¿Se puede evitar el rompimiento y superar las dificultades? ¿Es mejor solo que mal acompañado? Trataremos de dilucidarlo en las siguientes páginas.


El autor.
PREFACIO.

Es conveniente aclarar que este escrito no busca hacer una apología de la separación de las parejas ni del divorcio. Pretende, tan sólo, brindar una serie de elementos para clarificar, en la modesta medida propia de un observador crítico, no de un especialista, la perspectiva de quien se encuentra ante el dilema de terminar una relación sentimental y no halla la salida.

Mucho menos es uno más de los medios existentes, socialmente, para preservar las uniones a toda costa con el desgastado argumento de que la familia es la base de la sociedad y que, por tanto, es menester impedir que los rompimientos se lleven a efecto. Al fin y al cabo, la realidad es más cruda que la ficción: los índices de divorcios se han disparado de los años 60’s del siglo pasado a la fecha. La institución del matrimonio está sufriendo un desplome desde sus propios cimientos y ello responde a que la concepción original -que una parte se someta a otra y que esta ejerza el poder sobre aquélla- se ha socavado. Eso desde un enfoque macro.

Aquí, en las siguientes líneas, se trata desde la esfera de la individualidad: cómo impacta en el ser concreto, en el yo y las instancias que le atañen. Y, partiendo de ese ámbito, plantear una serie de reflexiones en busca de soluciones para desatarse a tiempo, a destiempo o no atarse.


El Autor.


1.- ENAMORAMIENTO.





¿Qué es el enamoramiento?

En el más riguroso sentido, es el resultado de la atracción física entre dos personas originado por, aun sea inconscientemente, el impulso sexual; y, el fin último, circunstancia aún más velada, entablar una relación carnal.

A la vista de tal juicio, se podrá decir que varios de los criterios expresados en el párrafo precedente son muy discutibles. En primer lugar, se argumentaría, mucha gente se enamora de ciertas características ajenas a los rasgos físicos del ser “amado” como pueden ser su honradez, su cultura, su bonhomía, su dulzura, etc. En segundo lugar, se pudiera tratar de rebatir, la atracción física obedece a impulsos de índole estética y no únicamente sexuales (“Zutanita tiene unos ojos hermosos y una naricita respingadita”). En tercer lugar, se diría, los niños –que aún no saben lo que es una relación sexual- también se enamoran de su maestra, del tío, etc.

El lector reflexionará: “¿qué clase de autor es este que da las armas para que se eche por tierra su tesis?”. No hay tal. En el prólogo hablábamos de dos categorías filosóficas: la apariencia y la esencia. Sucede que los argumentos del párrafo anterior son verdades a medias, verdades aparentes. Veamos.

El ser humano es un producto social. Por tanto, su forma de pensar y actuar está determinada por diversos factores educacionales formativos entre los que se cuentan las herencias culturales inmediatas, históricas y del inconsciente colectivo; además, la experiencia existencial, así como las influencias del medio, en el más amplio sentido; y, desde luego, las genéticas. Así se conforma la subjetividad y la forma en que un individuo aprehende la objetividad. Eso es el Yo. Eso es su ser concreto.

Por tanto, si socialmente la sexualidad es un tema que culturalmente –en este lado del mundo, y en muchos otros lados- se identifica con pecados y culpas, merced a las enseñanzas que se desprenden de las religiones occidentales, no podremos conceptuar el enamoramiento sino como un estado cercano a la espiritualidad -que supuestamente no tiene que ver con el goce sensual, con el placer- rodeado de romanticismo, sufrimiento (¿será?) y cursilería; además, confundiéndolo -erróneamente- con el amor. De ahí que en la mente del enamorado (y, en mayor grado, en la de la enamorada, puesto que la mujer se encuentra más reprimida sexualmente en la mayoría de las sociedades) se busquen justificaciones –parcial o completamente inconscientes- de los motivos de enamoramiento, que se expresan, como arriba dijimos, en frases similares a: “es muy noble”, “es muy caballeroso” y mil argumentaciones que encubren el deseo.

En cuanto al segundo grupo de justificaciones, las de presumible orden estético, no podemos olvidar que aunque guardemos una considerable distancia con el resto del reino animal, seguimos perteneciendo a éste. Por tal motivo, seleccionamos al mejor ejemplar –como lo hacen las otras especies- para el apareamiento bajo criterios de compensación (aunque, dicho sea de paso, el narcisista busca una proyección de sí en la persona de quien se enamora). Sin embargo, al igual que en el grupo anterior, los prejuicios sociales inconscientes respecto al sexo hacen que se oculte el deseo tras unos “ojos bonitos” (en realidad lo atrayente es la forma incitante de mirar) o una “naricita respingadita” (que deja al descubierto unos labios que invitan a besar con arrebato como forma de fusión mediante la introducción de la lengua en la boca de otro ser).

En cuanto al tercer argumento... sí, los niños se enamoran; pero, aunque no tengan una conciencia plena del impulso sexual oculto tras su sentimiento -tal como ocurre en la mente de los mayores, no obstante que en éstos el velo es de índole cultural, como ya comentamos-, la pulsión se encuentra en ciernes y deviene enamoramiento como extrapolación del llamado Complejo de Edipo -cuya teoría fue desarrollada por Sigmund Freud- en la fase en que el conflicto va perdiendo fuerza. Aquí, el enamoramiento es una manifestación de la sexualidad, mas no de genitalidad.

A fin de cuentas, a desdoro de los entusiastas apóstoles del romanticismo, los modernos estudios demuestran que el enamoramiento sale de la esfera de lo ideal para afincarse en lo material; en lo físico y no en lo espiritual o en el alma -aunque, por último, allí repercuta- entendiendo estos como lo psíquico.

El enamoramiento surge merced a la secreción de unas substancias denominadas feromonas, expelidas por glándulas localizadas en diversas partes del cuerpo del objeto de nuestro enamoramiento, principalmente en las axilas y las ingles, que son percibidas por un órgano llamado vomeronasal (el hueso vómer, situado entre el hueso esfenoides y los palatinos), independiente del sentido del olfato, aunque no del sistema olfativo. Esta secreción es llevada hacia el cerebro del sujeto de enamoramiento y provoca que el hipotálamo emita una cantidad elevada de endorfinas y encefalinas, que son substancias cuya composición química es parecida al opio y la morfina, por lo que aquellas reciben el nombre de opiáceos endógenos. Es por ello que el enamorado se siente eufórico, ve el mundo “color de rosa”, vive intensamente su estado anímico; propiamente dicho, se encuentra drogado, drogado internamente; pues además el hipotálamo secreta otra sustancia: la FEA, feniletilamida, químicamente similar a las anfetaminas.

Como se puede ver, nuestro cerebro es una especie de fabricante de sofisticadas drogas sintéticas y de diseño, con la salvedad de que ni él ni el traficante –el hipotálamo- pueden ser consignados bajo ningún cargo, pues no existe legislación al respecto. El enamoramiento no está penado; tampoco su acción sobre la libido.

Ahora bien, ¿por qué centramos nuestra atención sobre una persona de entre varias? Existen diversas teorías que, desde un punto de vista estrictamente psicológico, explican el fenómeno. De ellas, enumeraremos sólo cuatro:

1.- Porque buscamos en el objeto de enamoramiento ciertas características que observamos en nuestro progenitor de sexo contrario. Un sustituto de la madre o del padre

2.- Porque queremos subsanar las carencias de nuestra personalidad, mismas que creemos encontrar en la persona de la cual nos enamoramos. Es un móvil compensatorio.

3.- Porque buscamos alguien que se parezca a nosotros, para reafirmar nuestra propia identidad. Es un tanto narcisista.

4.- Porque anhelamos ser admirados; por tanto, escogemos a quien nos brinda esos estímulos. Responde a una necesidad de reconocimiento.

Existen otras motivaciones de índole más compleja, neurótica, que tienen que ver con el afán de autodestrucción y que devienen sadomasoquismo.

Sin embargo, en opinión del autor de estas reflexiones, el enamoramiento también está condicionado por instancias de carácter sociocultural, según se afirma en el prólogo. Está conformado por una serie de supuestos establecidos como verdades; por estereotipos que a fin de cuentas también modelan, o remodelan, nuestra psique.

Así pues, si el origen del enamoramiento está situado en procesos quimicobiológicos que se generan en el cerebro humano, se estimula –o se reprime- mediante factores de orden cultural que necesariamente inciden sobre el pensar. El enamoramiento es, también, resultado de un proceso de aprendizaje, según se verá más adelante.





2.- EL PROCESO DE CONQUISTA





¿Qué es la conquista?

Una vez que la feniletilamida ha hecho su trabajo en el cerebro del enamorado, da paso a la disputa entre el yo consciente y el inconsciente. “¿Le digo que me quiero acostar con ella (él), o le regalo flores y le llevo serenata (o me porto amable y le coqueteo)?”. Por factores culturales, la primera opción, por lo regular, resulta desechada antes de que pueda ser procesada conscientemente; aunque, en última instancia, aquella sea la finalidad; el deseo oculto. Así que se opta por dar un largo rodeo cuyo primer paso está constituido por la conquista. Y conquistamos como lo aprendemos de la experiencia ajena, colectiva: la de nuestros padres, de la escuela formal, de los medios de comunicación y difusión, de la deformada información e ignorante complicidad de los amigos del barrio, de lo que observamos en nuestro medio y clase social, de conceptos emanados de nuestra fe religiosa. (Como se podrá notar, nuestro actuar está condicionado por un extenso número de ataduras con el pasado y con el establishment, no con el cambio y la renovación).

Desde que la humanidad tiene memoria –desde que, en rigor, hay historia, en tiempos ya del patriarcado- el papel de conquistador, por lo general, recae sobre el varón; lo cual no obsta para la excepción.
No hemos podido prescindir -a pesar de la evolución generada a lo largo de la historia de la humanidad, y aún de lo que conocemos de la prehistoria- de nuestra esencia animal. Tenemos que demostrar que somos el mejor ejemplar de macho para el apareamiento (y, ellas, la mejor hembra). Pero animales sofisticados, en función del desarrollo cultural a través de los siglos, tratamos de mostramos como los mejores prospectos para entablar una relación montada sobre un escenario dispuesto para cobijar una gran novela de amor; pero que muchas veces termina siendo una cursi representación melodramática, cuando no tragicomedia, porque el guión fue escrito para actores ideales; personas distintas a nosotros: viles mortales de carne y hueso.

¿Cómo iniciamos la conquista? No mostramos nuestro hermoso plumaje –como el avestruz que exhibe algo que le es intrínseco- sino con “plumajes” que son ajenos a nuestro ser; pero en íntima relación con el tener: vistiéndonos bien, montando sobre muchos caballos... de fuerza, dando regalos costosos (tanto como nuestro presupuesto lo permita; y aunque no lo permita, tal es una costumbre de moda: “¿cuánto debes?: tanto vales”). Y si es menester mostrar el “plumaje” propio, lo que se refiere al ser, enseñamos lo mejor de nuestras virtudes –nunca los defectos-; y, si no las tenemos, las inventamos. Nos inmolamos en el ara de la mentira a fin de apropiarnos (sí, apropiarnos; pues no hay otro camino en una sociedad regida por el tener) de la persona, ni siquiera de su amor.

Sin eufemismos: gastamos mucho dinero y saliva para comprarlas. Eso es conquistar a la mujer, desde tiempos inmemorables, y ellas fenecen de “amor” ante quien presuma los mejores “plumajes”. Y aunque el papel femenino en el proceso es pasivo, ellas se sirven de similares plumíferas estratagemas y de su físico. Es un modo de actuar históricamente aprendido, dada la condición de dependencia de la mujer respecto del hombre, que ha privado durante el patriarcado; modo que, dicho sea de paso, ha venido cambiando a partir de los años 60’s gracias a los movimientos que reivindican los derechos de la mujer y, recientemente, a la conceptuación, desarrollo y práctica, de las políticas de género.

Como contraparte de esto último, existen instancias que promueven perpetuar el pasado en función de intereses económicos. La publicidad es uno de ellos. Invita al consumo de diversos productos con el supuesto fin de destacar sobre las demás mujeres para conseguir conquistar su amor. “Sé más bella: embadúrnate de tal crema”; “¡Quítate los kilitos de más!”. “Sé totalmente Palacio”. “¡Píntate los pelos!”. Y con ellos: “Cómprate un Ford, ¿para qué te quiebras la cabeza?”. “Adquiere, endrógate, obtén...”

Y si la pretendida construcción de una relación afectiva, amorosa y sexual está cimentada sobre la varilla y el concreto de la conquista en los términos arriba planteados, ya es previsible lo endeble del edificio en su conjunto.

Pero ello es materia de los siguientes apartados.






3.- EL NOVIAZGO.





¿Qué es el noviazgo?

Cuando la conquista se lleva a efecto, surge, por lo común, el establecimiento de una relación de noviazgo.

Independientemente del fin que se persiga (como dice la cancioncilla infantil: “para novio, para amigo, para esposo o para puro vacilón”), representa el inicio formal de una relación que se basa en varios sobreentendidos como son el intercambio de besos, caricias; platicar, contarse “sus cosas”; compartir diversiones, tiempo de ocio, obsequios; tratarse con deferencia, cariño; guardarse fidelidad; establecer compromisos, que frecuentemente sobrepasan el espacio del nosotros dos, para situarse en el de las respectivas familias. En esencia, conocerse.

Conocerse. Pero si en el proceso de conquista cada uno se dibujó ante los ojos del otro con una bodega entera de máscaras a fin de conseguir su objetivo -máscaras de las cuales no se puede prescindir sin correr el riesgo de perder lo conseguido- así seguirá. Más aún que el enamoramiento, merced al contacto físico, pudiera haberse potenciado al grado de sentir que no se puede vivir sin el otro. Así que “el show debe continuar”. Si la conquista se llevó a efecto sobre verdades a medias o francas distorsiones de lo que es mi persona, no habrá poder humano ni divino que me obligue a desdecirme. Los opiáceos endógenos se imponen. O, como se afirma en términos coloquiales: “hormona mata a neurona”.

Líneas arriba decíamos que con el noviazgo se entablan compromisos que se extienden hasta la parentela. Así, lo que debiera de ser asunto de dos, se convierte en interés de una multitud. Todo mundo opina, da consejos, define tácticas, previene y gira instrucciones de acuerdo a su experiencia de vida; lo que, desde luego, nada tiene que ver con la de cada uno de los involucrados. Y como la historia de cada mentor familiar es diferente, las enseñanzas, aunque fueran impartidas con el mejor ánimo, terminan por dejar perfectamente desorientados a los pupilos; y, en ocasiones, provocan que riñan. En el peor de los escenarios, los maestros no hacen sino transmitir sus propias frustraciones a la pareja.

Así, el nosotros dos se torna conglomerado.

Un principio importante en la vida de todo ser humano es aprender a poner límites; no obstante, el noviazgo es el tiempo en que se busca “quedar bien”, el mostrarse digno merecedor del corazón –y todo lo demás- del ser amado; que en esencia es el ser de quien uno se ha enamorado, que es distinto. Así que el poner límites se transfiere a otra etapa de la relación (el matrimonio, la convivencia en pareja) o a la Tierra del Nunca Jamás. Uno y otro se vuelven permisivos en aras de “llevar la fiesta en paz” o del “si de verdad me quieres tienes que complacerme”.Y con ello se posponen, también, la discordancia y los desencuentros.

En algún lado habrán de escuchar que la mejor tarea para abatir aquéllos es el diálogo. Generalmente este se convierte en uno de sordos: cada quien dice al otro lo que quiere escuchar o se circunscribe a peroratas “en torno a”,
“acerca de”, alejadas de lo puntual.

Y lo que debería de ser un periodo de conocimiento mutuo se alimenta de superficialidades. De conocimiento a medias. Parafraseando –y aun deformando- al escritor José Agustín: “No sé quién eres, pero te he estado observando” (como bobo).

En esta época, en que los contenidos sexuales inundan varios aspectos de la vida diaria, muchas parejas se aventuran a tener encuentros sexuales. Se dispone, como nunca, de gran cantidad de información sobre el particular; sin embargo, ello no se traduce en mayor conocimiento. Los preservativos se comercializan como si fueran dulces o chicles; sin embargo, sigue habiendo embarazos no deseados, lo que –en nuestra sociedad con resabios culturales plagados de anacronismo- son motivo para acelerar el siguiente paso: el matrimonio (o bien, sumar un caso más al abultado índice de madres solteras, lo que sale del ámbito de la materia que en este escrito se trata).

De tal suerte que, forzadas o arrastradas por la más dulce candidez, debido a que se encuentran bajo el influjo de las endorfinas, unas parejas –la inmensa mayoría jura que se aman- cometen matrimonio y otras deciden compartir la vida, bajo un mismo techo, sin casarse.





4.- DECISIÓN DE COHABITAR.





¿Qué es el matrimonio?

“El día más feliz en la vida de una mujer”, se dice en serio. “Aciago día en la vida de un hombre”, se dice en broma. “Por ello, en la ceremonia, la mujer viste de blanco y el hombre de negro”, también en broma; pero con una fuerte carga conceptual: así se percibe socialmente. Para ella: “es el estado natural”; para él: “es perder su libertad”. La Ley del Macho se impone: el hombre reclamará su derecho “natural” a la libertad y la mujer deberá someterse a la autoridad de “su hombre”.

Son estereotipos; pero no por ello dejan de ser una idea dominante en el inconsciente colectivo de nuestra sociedad. O precisamente por ello. Son formas ideológicas que se acrecientan o se relajan en función de ciertos factores como son: clase social, nivel cultural, etc.; pero que, en esencia, siguen vigentes.

Y parecería que el esquema podría perpetuarse en razón del amor que la pareja se profesa. Del enamoramiento. Tiempo atrás, era lo “normal”, lo que la fuerza de la costumbre imponía. Hoy esa fuerza empieza a debilitarse en algunos sectores sociales y constituyen un factor de desavenencia entre las parejas. Pero dejemos eso para después, para los siguientes capítulos.

Retomemos esa fuerza, aparentemente irrefrenable, que es el enamoramiento.

¡Al fin solos! La pareja, casada o no, se desboca para dar paso a una luna de miel: la formal, que inicia después del enlace, y la cotidiana, que tiene lugar dentro de los primeros meses de convivencia; durante los primeros meses de ser uno para el otro. Durante los primeros meses en que la cama parecería ser único punto de encuentro posible. La recámara es el sitio donde la vida adquiere sentido y, en tal virtud, la casa entera se convierte en una suerte de recámara; y todos los muebles en símiles de tálamo nupcial. Pero así como las drogas externas minan la salud de los adictos, nadie podría vivir bajo el influjo de los opiáceos endogénicos eternamente; esto es: nadie puede vivir perennemente enamorado.

En páginas anteriores mencionamos que el enamoramiento es equiparable a la época de celo de los animales, sólo que pletórico de sofisticaciones de carácter cultural. En los animales tiene como fin, instintivo, la perpetuación de la especie; y, en los humanos, además de ésta, la búsqueda del placer. Sin embargo, la complejidad del cerebro humano obliga a su depositario a peregrinar, además, por miles de senderos que poco o nada parecieran tener que ver con el ejercicio de la sexualidad. Instinto y aprendizaje conjugados.

Nota breve acerca del matrimonio / patrimonio.

El patrimonio es el conjunto de bienes materiales que conforman los haberes y posesiones de una familia. La heredad destinada a los hijos cuando ocurra el fallecimiento del padre. Como su nombre lo indica, es algo intrínseco al padre.

En contraparte, el matrimonio es algo que atañe a la mujer, a la madre. Tiene que ver con los asuntos domésticos, los afectos y la crianza de los hijos.

También, atendiendo a sus raíces etimológicas, “familia” tiene una connotación de servidumbre (fámula).

Esta tríada de conceptos nos llegan desde tiempos inmemorables: desde la instauración del patriarcado; y, más concretamente, desde la aparición de la propiedad privada y el Estado. Son tan vetustos que sus fortificaciones empiezan a cuartearse. Por ejemplo: poco menos de la mitad de las familias mexicanas responden al esquema original de padre, madre e hijos; hay multitud de familias compuestas por madre e hijos; parejas que deciden no procrear; dos mujeres y el hijo de una de ellas, o con los de ambas, etc. Familias que persisten en el esquema; pero en las que las tareas se invierten: el patrimonio lo aporta la madre y las cuestiones domésticas el padre; o lo aportan ambos.

De alguna manera, estos cambios propician que se gesten ciertos conflictos en la conciencia de los cónyuges, principalmente del sexo masculino, reacios al reacomodo que implican los nuevos tiempos; lo cual deviene motivo de crisis en la pareja. Y en el tema que nos ocupa un término manifiesto de la “luna de miel”.

Pero volvamos al sitio del que partimos. Antaño, las parejas se casaban en la total inconciencia; incluso, en ocasiones, los novios ni se conocían. Los enlaces eran pactados por sus familias con fines muy diversos: establecer alianzas para ampliar el patrimonio –a partir del matrimonio-; para fortalecer intereses comerciales, políticos o militares; en fin, para crear linajes poderosos. Estos arreglos se hacían extensivos a otros sectores de la población carentes de heredades y poder. En unos estratos estaban diseñados para los grandes imperios y en los otros para solucionar lo cotidiano en las pequeñas comunidades alejadas de la mano de Dios; pero, aunque lo estuvieran, la Iglesia, esa omnipresente regidora de la vida seglar, era la única que podía dar fe y permiso para llevar a efecto los enlaces.

Y como designio de fatalidad o virtud, la mujer que le debía obediencia, amor y temor (disfrazado de “respeto”) a “su señor”.

El esquema se fue adaptando a los cambios sociales a través de los siglos. Hoy, los novios se casan por voluntad propia; no en la total inconsciencia, pero sí en una rodeada por una inmensa candidez. A partir del Romanticismo, de la secularización de las sociedades y el ensalzamiento del individualismo, los matrimonios se llevan a efecto en aras de “eso que llaman amor”, que no es sino enamoramiento. Pero, además, tras de ello, se esconden motivos similares a los de antaño; pero disimulados e inconscientes: se busca emparentar con “una buena familia”; “un buen partido” que, si bien no tiene un castillo en Austria, tenga una casita en la Bondojo. Que, si bien no tiene un imperio en el cual nunca se ponga el Sol, sea el mandamás de la ruta de peseras en la colonia. Y a otros niveles: si no es como Bill Gates, siquiera como Azcárraga Jean.

Y también como antes, el papel de sometimiento de la mujer a la voluntad del varón, de “su señor”; sea ostensiblemente mostrado o encubierto.

Por los años de post guerra, inició el movimiento feminista; años después, debido al advenimiento de los anticonceptivos, aquél se acrecentó. Los jóvenes de entonces hicieron consciente el que ni la Iglesia ni el Estado (a fin de cuentas, ni la familia) tenían ascendencia sobre la sexualidad ni el amor de una pareja. Se multiplicaron las uniones libres. Habiendo surgido como reivindicación del género femenino, negaba el papel que les había sido asignado como esposas: uno secundario. Fue toda una revolución.

Sin embargo, al correr de los años y ante el decaimiento de los niveles generales de vida impuestos por la globalización a los sectores medios y pobres, las uniones libres han proliferado como una respuesta ya no revolucionaria, sino de índole económica, puesto que estas relaciones de pareja están generalmente cimentadas en términos de “usos y costumbres” del matrimonio clásico.

Matrimonios unificados libremente. Uniones libres con prerrogativas matrimoniales.









5.- TÉRMINO DE LA LUNA DE MIEL.




El desencanto. Aparición de problemas.


En la medida en que se va prestando atención a los asuntos cotidianos de la vida, estos mismos se van encargando de ir diluyendo el enamoramiento. Y si la situación económica de la pareja no les permite tener su propio espacio, una casa donde puedan convivir en la intimidad, el enamoramiento cede con más prontitud. Así mismo, generalmente cuando el noviazgo es muy largo, los miembros de la pareja empiezan a mostrar signos de fastidio que se traduce en discusiones frecuentes (lo que con frecuencia interpretan como “¡ay!, es que ya queremos estar juntos”) y llegan al matrimonio completamente desenamorados, bien preparados para disolver el lazo; aunque la decisión de hacerlo nunca llegue.

Es en este punto cuando la pareja empieza realmente a conocerse. Empiezan a descubrir que el pulcro muchacho no lo es tanto y que la dulce noviecita es una perfecta gruñona. Que el presunto bebedor social es un bebedor compulsivo. Que ella, tan bonita, sin maquillaje luce horrible. Que, para él, primero es su madrecita y después la esposa. Y para ella igual. Que él deja regada su ropa sucia por toda la casa. Que ella tapa el excusado con las toallas higiénicas y deja las pantaletas colgadas en la llave de la regadera. Que él deja el lavabo con residuos de la afeitada con un rastrillo romo porque ella lo utilizó en sus piernas. Que ella ya no le presta la misma atención que antes (ahora se la dedica al nene). Que él ya no es “detallista”. Que él prefiere pasársela con sus amigos que con ella.

Que “el dinero que me das ya no alcanza: ¡Busca otro trabajo, holgazán!”. Que “¡mira cómo tienes la casa, fodonga!”. “Si mi mamá me lo decía”. “La mía también”. Y si las mencionadas son entrometidas, el conflicto se acrecienta: “¡Esa vieja..., te lo dije, mijito!” “¡Ese bueno para nada de tu marido!”

Es entonces cuando caen en cuenta de que fueron víctimas y verdugos de verdades a medias o de franco engaño. La realidad no fue como se las hicieron creer ni como ellos la dijeron.

Sólo quedan cuatro caminos:

1.- Se sinceran y corrigen a fin de continuar con la relación.

2.- Se sinceran y solucionan el conflicto separándose.

3.- Permanecen igual y perpetúan su infelicidad en medio de una suerte de coexistencia aparentemente pacífica “...hasta que la muerte los separe”.

4.- Hacen del conflicto una forma de vida, con intermitentes mini “lunas de miel”, y postergan el rompimiento que, inexorablemente, llegará cuando ambos hayan quedado destrozados emocionalmente.



La negación de la realidad.

Cuando los conflictos se agravan, generalmente y por mero mecanismo de defensa ante el dolor, exacerbación del orgullo o por el consciente temor al “¿qué dirán?”, se incurre en un proceso de auto convencimiento de que la relación se desarrolla dentro de los parámetros de lo normal; nada sucede. A esto se le llama proceso de negación. Su duración puede extenderse por tiempo indefinido y pueden presentarse situaciones como las que abajo se presentan:

SITUACIONES.

La señora que permaneció casada durante 30 años viviendo una vida de infierno y que, ahora que los hijos ya son mayores e hicieron su propia vida, manifiesta que estuvo pensando en dejar a su esposo, pero que descubrió que lo ama a pesar de todo lo que sufrió con él. “Es que nadie ve que también tiene su parte buena”. (no sabe que “su parte buena” es la forma en que la controla)

La muchacha veía que su novio era un alcohólico desde el inicio de la relación; pero siguió con él, hasta el matrimonio, porque se sentía bien de “verlo contento”. Cuando contrajo matrimonio creyó que “yo lo voy a cambiar”. Sí cambió: ahora es peor.

El muchacho que celaba a la novia, motivo por el cual discutían cotidianamente. Él se justificaba con un “¡Ah, es que es tan bonita que temo que alguien me la quite. Y ella se lo creía: “Es que ya quiere que estemos juntos, casarnos, tener nuestra casa e hijos”, a pesar de que ha llegado a golpearla.

La mujer que decidió divorciarse, para lo cual contrató a un agresivo y violento abogado que a fin de cuentas la divorció recurriendo a amenazas para el cónyuge; pero que, a modo de cobro por honorarios, entabló con ella una relación conquistándola con una cortesía fuera de serie (forma de manipular) que culminó en demencial violencia cuando ella se convenció de que la relación podía conducirla, inclusive, a la muerte. La agredía a choques con el auto. Amenazaba con poner al descubierto las intimidades de su relación con la mujer (había tomado video mientras copulaban en un hotel) para que las hijas de ésta la despreciaran. Además, con raptarlas y violarlas. Y sin embargo ella afirma: “es que me quiere mucho”.

El obnubilado marido que inventó que la esposa, secretaria, llevaba una relación amorosa con su jefe, cuando éste ni siquiera estaba interesado en ella. La situación se fue haciendo cada vez más grave. Ambos laboraban en puestos menores no bien remunerados cuando el jefe se dio cuenta de las capacidades de la joven y le ofreció el puesto que constituiría el inicio de una carrera en constante ascenso. El marido interpretó equívocamente el hecho; permaneció en su puesto original. Los celos (que en esencia nunca lo fueron) surgieron más por verse, ante la esposa, en competencia y desventaja debido a su baja autoestima e ideas muy fijas en cuanto al papel del hombre como proveedor principal. Llevó a tal grado su frustración disfrazada de celotipia, que le hizo a su cónyuge la vida imposible; hasta que, después de vivir un verdadero infierno –que ambos se negaron a admitir durante años-, se divorciaron.
El marido que sabe que no puede convivir con la esposa pero que se siente imposibilitado para salir de la situación por temor a la soledad (la esposa lo ofende diciéndole que es un “poco hombre” pues él, más por cuestiones psíquicas que por cuestiones físicas, es sujeto de disfunción eréctil). Para evitar la confrontación, se la vive fuera de casa, con los amigos, fingiendo que no sucede nada. (¿No es eso estar solo?)

Los esposos, estos ya en proceso de divorcio, que continúan librando una guerra feroz en la se utiliza a los hijos, mediante pleitos legaloides por la custodia y patria potestad, para seguir haciéndose daño y con el único objetivo de ganarle al otro. Aún así, persisten en convencer a los demás de que: “nos llevamos muy bien”.

La tentación del rompimiento.

Aún cuando se encuentren viviendo bajo el mismo techo, haya sido superado el proceso de negación y se acepte que se vive un conflicto, del cual se vislumbra la posibilidad de la separación, surgen las siguientes disyuntivas:

¿ME DIVORCIO?

No, por el dinero.
No, por los hijos.
No, porque el matrimonio es para toda la vida.
No, por miedo a la soledad.
No, porque todavía lo quiero, a pesar de todo.
No, porque socialmente es mal visto (¡qué van a decir?).
No, porque todo se arregla con diálogo.
No, porque hay que practicar el perdón.
No, porque quizá yo propicié que ya no me quiera.
Quizá, porque hay agresión.
Quizá, porque ya no hay amor.
Quizá, porque hay aburrimiento y molestia.
Quizá, porque no me atiende.
Quizá, porque ya no es como antes. (cariño, atenciones, sexo, detalles).
Quizá, porque nunca está conmigo.
Quizá, porque me engañó.

EL ATOLLADERO:
Cuando la indefensión aparece como argumento para perpetuar la paralización, nos encontramos en una encrucijada.

1.- ¿Qué hago?: Hay algunos “quizá” y algunos “no”. Mejor no hago nada.

2.- Hay más “quizá”; pero... ¿y si después me arrepiento?, ¿Qué tal que después se presenta la petición de perdón y la reconciliación? (Y, aunque la experiencia nos haya demostrado que el reencuentro puede durar sólo una noche de sexo, decidimos estacionarnos en el dolor).

3.- Ganan los “no”; sin embargo... ¡Ya no soporto esta situación! ¿Qué hago? (Y la amargura se convierte en una expresión cotidiana del dolor, en una forma de vida).

El dolor es la forma mediante la cual el cerebro nos avisa que algo dentro de nosotros está mal. El dolor, en sí, no mata; visto de otra forma, en la medida en que lo aceptamos y superamos, es una vía sinuosa para la sanación, para el crecimiento.

El rompimiento en una relación de pareja, al igual que una operación: duele; pero, como en ésta, presumiblemente, en principio, es para estar mejor.

Entonces... ¿por qué nos cuesta tanto romper? ¿Por qué nos provoca conflicto?

Volvemos a las implicaciones de carácter social; por principio, las de índole religiosa. Nuestra sociedad, predominantemente católica, presiona para que los rompimientos no se den: antes de casarnos nos mandan a pláticas prematrimoniales; si andamos mal, a encuentros matrimoniales. Entonces aparece paseando por la mente la sentencia dictada en la ceremonia religiosa: “Te doy esposo (a) para toda la vida”.

Por otros conductos, los amigos, los compañeros de trabajo, la familia, el cantinero, los conocidos del primo de la cuñada del señor que tiene un hijo que le renta el puesto al que vende jugos en la esquina y hasta uno que otro terapeuta, nos aconsejan: “piénsalo bien”.

Y si ya estábamos, más o menos, convencidos de la separación, las recomendaciones anteriores no hacen sino alimentar en nosotros sentimientos de culpabilidad.

¿Qué hacer? ¿Cómo salir del atolladero?






6.- EN BUSCA DE SOLUCIONES.





Rompimiento (separación o divorcio).

Cuando una pareja se encuentra en crisis y se plantea “arreglar, solucionar, las cosas”, recurre a diversas instancias teniendo en mente rescatar eso que llaman amor que antes se profesaban. O que creyeron profesarse, puesto que, generalmente, las relaciones matrimoniales se entablan por enamoramiento, como ya hemos afirmado, no por amor. De tal manera que no se puede rescatar lo que nunca ha habido; lo que pudo haberse implementado después del enamoramiento es el apego, la costumbre y la dependencia, (y sólo en un bajo porcentaje de los matrimonios típicos, el amor). Sin embargo, se persevera en el intento, con lo que no hacen sino invitar a la infelicidad a compartir con ellos la vida hasta que, finalmente, sobreviene la separación y todo pareciera vestirse de pérdida, de vacío, de negro profundo; sin embargo, cuando la oscuridad invade el ambiente, es que ya pronto vendrá la luz del Sol.

Se pierde de vista que la separación es, en sí, una solución. Quizá no la que quisiéramos, pero es una solución; la única que tenemos a la mano. Por principio, dejaríamos de ser manipulados y chantajeados o, bien, nos libraríamos del desgaste que implica ejercer la manipulación y el chantaje hacia la otra persona; del vaivén en la representación del doble papel de verdugo / víctima.
Pero si no se asume como solución, el encono hace presa de nosotros, aún separados. Los trámites de divorcio se convierten en un motivo para montar una lucha libre sin límite de tiempo y a cientos de caídas. Si hay hijos menores, se toman de pretexto para seguir haciéndose daño uno a otro con el parapeto de la custodia y la patria potestad. Y por las propiedades. Y por: “tengo derecho a ver a los niños”; “pues... lo tienes; pero mientras no me des para comprarle lo que necesita, no lo verás”. “Dile a la bruja de tu madre que no me salga con que el niño está dormido y no me puede comunicar con él”; “No te metas con mi mamá; si te dice que Alfredito está dormido es porque lo está”. “Esa casa la compré para dejarla como patrimonio para nuestros hijos; así que respétala y no metas ahí a tu amante”; “¡Ah, sí?, ¿y cuando tú metías a la piruja esa, cuando yo no estaba, la respetabas?”.

Y los agoreros del pleito contribuyen: “No se preocupe, señora, que le vamos a quitar hasta la sonrisa”. “Usted confíe en mí, doctor, vamos a alegar que la señora está afectada de sus facultades y verá que el juez Rodríguez, que me debe favores, le quita la custodia”.

Para una pelea, se requiere de dos contrincantes. Si uno de ellos abandona el ring el conflicto se termina. Es así como debe interpretarse el argumento planteado dos párrafos arriba. Afirma la sabiduría popular: “Más vale decir aquí corrió, que aquí quedó”. Insisto: el rompimiento, en su sentido literal, es una solución. Una que nos permite pasar más o menos rápidamente nuestro proceso de duelo y recuperarnos del sentimiento de pérdida. Así mismo, para replantearnos la forma en que nos relacionamos con el sexo opuesto; ya que, si no lo hacemos, corremos el riesgo de caer en situaciones repetitivas una y otra vez.
Un rompimiento sin prerrogativas ni condiciones nos acerca a eso que tanto temen quienes persisten en mantener una relación destructiva: la soledad. Pero son situaciones diferentes “estar solo” que “estar con uno mismo”. Estar con uno mismo permite la introspección, el analizarse, el conocerse y comprenderse. El estar con uno mismo se convierte en proxeneta del proceso del “darse cuenta”; del tomar conciencia de cómo es uno en el contexto de lo concreto (que es, como se adujo en el prólogo, el mundo real en su devenir histórico; cómo se manifiesta objetivamente y cómo nos lo apropiamos desde la subjetividad). El proceso de autoconocimiento es complejo; así que si no lo logramos por cuenta propia, para ello existen grupos de apoyo, psicólogos y terapeutas. Pero de ninguna manera se puede dejar de lado; tanto para alcanzar una nueva relación como para recuperar la perdida, lo que necesariamente deberá construirse sobre otras bases diferentes a las de deseos de control y baja autoestima, que son los pilares sobre los que se ha montado el edificio del matrimonio desde los tiempos más remotos.

En ambos casos, es necesario exorcizar al demiurgo de la manipulación. De no hacerlo, no habremos avanzado un ápice.


Reencuentro (Descubrimiento del amor).

Nótese que sólo hasta el párrafo inicial de este apartado, hablamos del amor. Si bien, éste surge del enamoramiento, ambos son distintos en esencia y contenido; aunque similares en apariencia y forma. Y de origen: el segundo es producto de la libido y el primero del yo consciente. Sea: el enamoramiento es un impulso involuntario y el amor es una decisión, una elección, un acto del libre ejercicio de la voluntad.

El amor, desde la perspectiva de Erich Fromm, con la cual comulga quien esto escribe, se construye a partir de cuatro elementos:

-El cuidado.-
“El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos.” (El Arte de Amar, Ed. Paidos, 1993.)

-La responsabilidad.-
“Ser <> significa estar listo y dispuesto a <>”. (Ibidem)

-El respeto.-
“Respeto no significa temor y sumisa reverencia; denota, de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única”. (Ibidem).

-El conocimiento.-
“El amor es la penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de fusión, te conozco, me conozco a mí mismo, conozco a todos-y no <> nada-. Conozco de la única manera en la que el conocimiento de lo vivo le es posible al hombre –por la experiencia de la unión- no mediante algún conocimiento proporcionado por nuestro pensamiento”. (Ibidem).

Las instancias, formales e informales, que se encargan de la educación de los niños (las últimas, voluntaria o involuntariamente), se ocupan de inculcarles con palabras “lo que debe ser”, “lo que está bien”, lo prohibido. Así y asado debe ser la familia, el matrimonio y los hijos: “no llores, no grites, quédate quieto, no seas miedoso, pórtate bien, no mientas, no esto y l’otro”. Pero, por otro lado, en los hechos, el niño aprende –y aprehende- situaciones contrarias. Nota y aprecia que sus padres mienten, que gritan, que lloran, que se portan mal.

NB: si el ser humano tiene la capacidad de emitir lágrimas es por una razón (el desahogo ante la tristeza o el dolor); si tiene la capacidad de alzar la voz, es para algo (hacerse escuchar); si el miedo se siente es porque existe un motivo (prevenirnos ante el peligro).

Esas enseñanzas consiguen que crezcamos creyendo que lo correcto es la insensibilidad, la inmovilidad; por otro lado, si las desatendemos, empezamos a llenarnos de culpa; y a reprimir impulsos. Y se entra en un doble juego, porque también aprendemos que podemos utilizar el arrepentimiento y el perdón como mecanismos para expiar culpas. Finalmente, ese juego nos allana el camino hacia la irresponsabilidad y la evasión del compromiso del conocimiento cabal, nos libera de brindar cuidado y respeto; en resumidas cuentas, rescatando a Fromm, nos exime de asumir el amor.

Es por ello que el amor es una decisión: romper con los clichés aprendidos en el pasado; instalarse en el aquí y ahora. Renovarse y recrearse (crearse nuevamente a uno mismo). Y, también por ello, el amor nace en el seno íntimo del yo, para darlo; solamente es posible llevarlo al terreno del nosotros, cuando la otra persona, la pareja, asume el mismo compromiso, desde su perspectiva de yo, para darlo. Para que fluya del yo al nosotros. Un intercambio; pero no al estilo de las modernas sociedades de hiperproducción e hiperconsumo en las que se pregona y enaltece la ganancia como fin en el proceso de cambio de mercancías. El amor, que intrínsecamente está desprovisto de valor de cambio, no es una mercancía; sin embargo, eso que llaman amor, así está conceptuado socialmente (“Adquiera nuestro producto y sea más bella, para que pueda conquistar su amor”). Los mensajes publicitarios no hacen sino inducirnos a que se nos considere como el mejor producto disponible en el mercado del amor. Nos reduce a objetos de consumo. Nos priva de nuestra condición humana. Nos cosifica.

En otro sitio escribí que la historia es el escenario de la eterna lucha entre lo viejo, anquilosado, que busca perpetuarse, contra lo nuevo que busca instaurarse. La revolución constituye el rompimiento por el cual lo nuevo vence, en lucha incruenta, las resistencias y logra la renovación. Y así será por los siglos de los siglos.

El amor es el resultado de una verdadera revolución, una individual.

Y ese es el único camino para rescatar una relación; inclusive, para desatarse cuando sólo una de las partes –o ninguna- lo asume. También para internarse en la búsqueda de una nueva.

Algunos autores intentan convencer a sus lectores y escuchas de que el amor es lo objetivo, lo que existe, lo que es, desde la perspectiva sensorial. El amor, desde ese punto de vista, sería, pues, los desencuentros, la infelicidad; la “luna de miel”, vuelta a las discusiones y, de nuevo, a la “luna de miel”; o el conflicto permanente; o la violencia cotidiana, o la infidelidad y el engaño convertidos en convenenciera costumbre. Pero como dijimos en el prólogo, el mundo no se desenvuelve únicamente en el terreno de lo objetivo, sino en lo concreto que –recordando a Marx- es “la suma de determinaciones” conformada por la totalidad de instancias culturales a partir de lo objetivo y lo subjetivo, de lo teórico y lo práctico en el contexto histórico de lo que existe desde esas perspectivas; de manera que no estamos hablando de conceptos ni de categorías ideales. Aquello, lo que es, desde la pura objetividad, desde la cotidianidad de la mayoría de las parejas, no es amor, es su antípoda. El amor, como las ciencias y el arte, debe aprenderse y cultivarse; no es una pulsión -como lo es el enamoramiento- y sí guarda una cercana distancia con las necesidades inherentes a todo organismo vivo, aunque tampoco lo es; al menos, no como respirar, beber o alimentarse. Es una necesidad en tanto que surge de la angustia, por sentirse aislado de la naturaleza, y ante la certidumbre, exclusiva en la especie humana, de la finitud de su existencia.

Como corolario de este apartado, concluiremos que el subtítulo “El Reencuentro” se refiere al que tiene lugar con uno mismo, no con la pareja. Aunque lo uno posibilitaría alcanzar lo otro.

Pasemos al final.



7.- COROLARIO.





Desatarse a tiempo, a destiempo. No atarse.

A estas alturas, el lector podrá sospechar que tampoco soy devoto de esas modernas teorías que intentan rescatar al ”niño interno que habita dentro de nosotros”. Más que rescatar al niño, creo que hay recuperar al adulto; reeducarlo para reconstruir nuestro estado presente. Enterrar a ese maleducado infante para situarnos, y reestructurarnos, en el aquí y ahora de nuestra cronología.

El niño, desde que su madre lo concibe y hasta sus primeros años, vive en una relación de dependencia con ella; más aún: simbiótica. Después debe aprender a desprenderse hasta llegar al punto de encargarse de su individualidad, a asumir su yoidad; en resumidas palabras, entenderse como ser libre. No lo hará solo, pues carece de los elementos para lograrlo: para ello es la educación; pero si ésta, como antes señalamos, parte de criterios que conducen a la represión de impulsos, el menor crecerá entre el temor y la culpa por el ejercicio de sus actos; y buscará asirse, una y otra vez, a una entidad sustitutiva de la relación inicial (la que llevaba con su madre durante los primeros años) y precisamente con ese mismo carácter: dependiente; o, en algunos casos, cuasi simbiótico. ¡Cómo es que aprenderá a amar a otra persona si sólo conoce el amor desde aquella perspectiva?

Sólo hay una forma: arriesgarse a ser libre y asumir las consecuencias que ello implica.

¿Arriesgarse?.¿Es un riesgo, acaso, la libertad? Sí; en una sociedad que promueve el individualismo (que no la individualidad), pero que de otra parte pregona la estandarización (que no la igualdad, por cierto, entre desiguales) quien se atreve a ser diferente es un peligro. Porque ser diferente es estar en contra del establishment, contra la preservación de privilegios y contra la manipulación; tanto en el tema que nos ocupa como en política.

El asumir la libertad implica reconocer la de los demás. De esta manera, y de ninguna otra, se puede entablar relaciones alejadas de dependencia. El dependiente no conoce hasta dónde llega él ni hasta donde su pareja, se confunden uno y otro; las parejas regidas por la libertad sí, porque la forma en la cual esta se construye es aprendiendo a poner límites.

Para construir una pareja, el dependiente busca a su “media naranja” para complementarse, para apropiarse de lo que carece; mientras que los seres libres buscan a otra “naranja completa” para compartir y enriquecerse uno y otro. En otras palabras: el dependiente busca que le den; los otros, dar.

El primero busca quien le dé para llenar sus vacíos existenciales; el segundo, en el dar reafirma su sentido de vida.

El primero se convierte en posesivo porque tiene miedo a la soledad; el segundo no lo es porque nunca está solo, sino que está consigo mismo, cuando su pareja no está con él.

¿Y cómo saber cuándo es que la relación está mal y que es momento de desatarse? Uno siempre sabe: Cuando duele.

Siempre hay señales; pero generalmente se prefiere tapar el Sol con un dedo.

Uno opta por soportar pequeños dolores que no hacen sino acumular resentimientos, con lo cual no hace sino darle acomodo a un dolor mayor.

A la luz de las anteriores digresiones, el lector podrá concluir que no importa desatarse a tiempo o a destiempo, en lo físico, de relaciones construidas a partir de viejos cánones que desde hace tiempo quedaron rebasados por la realidad, por lo concreto. Importa, en lo emocional, ¡desatarse ya!, lo que no implica derrumbar una relación, si es que en el momento se está en ella, sino reeducarse y reconstruirla; en el supuesto de que ello fuera factible, ya que es un asunto que requiere del compromiso de dos desde una visión de individuo. Sin embargo, tendremos que aceptar que ello no es frecuente: en ocasiones, sólo una de las partes decide cambiar, y en otras, en virtud del proceso de cambio mismo, se dan cuenta de que son incompatibles.

Y habrá que enseñar a nuestra descendencia el valor único de la libertad, no sólo como concepto sino como forma de vida, para que aprenda a no atarse y lo asuma como condición sine qua non para verdaderamente amar.

Bueno, sí; eso se dice fácil; pero... ¿cómo se logra? Como la humanidad ha hecho desde el principio de los tiempos en todas las actividades para dominarlas: buscando empatar lo subjetivo a lo objetivo, sustituyendo el creer por el saber; buscando la verdad mediante una crítica despiadada de lo que existe –inclusive la propia persona-, desprendiéndose de las ataduras con el pasado.

Y que no se interprete la anterior afirmación como una manera de despreciar el pasado; después de todo, el presente está formado por “presentes” rebasados cronológicamente. El hoy no se explica sin el ayer. Lo que ponemos en tela de juicio es lo anacrónico, en sentido literal estricto: lo que no corresponde a la época que vivimos.

Sí, hace falta llegar a un nuevo Renacimiento, a un nuevo Humanismo. Suena utópico; pero deja de serlo si empezamos la tarea en lo individual, en el ámbito de la yoidad.

Un ejemplo: hoy se plantea la transformación de la sociedad mediante la instauración de un régimen democrático. Sin embargo, si en esta forma de gobierno las decisiones se depositan en manos de las mayorías -al menos en teoría- y estas optan por la preservación del orden -como en los hechos es, no por convicción sino por influencias de diversos orígenes como son la manipulación de la opinión pública y la tergiversación de la información-, el cambio social resulta frustrado, abortado. La democracia, vista así, resulta ser anacrónica puesto que no se trata de lograr mayorías sino consenso (La democracia sólo funciona en sociedades pequeñas y divididas, profundamente, en clases; como en la antigua Grecia, donde la “mayoría” constituida por una minoría privilegiada se imponía a mayorías esclavizadas).

Además, plantearse acuerdos desde la perspectiva de la totalidad de los miembros de una amplia sociedad resulta ocioso si no se parte desde la relación de persona a persona, que para el objeto del tema que nos ocupa sería la pareja. Consensos emanados a partir de lo que es objetivamente, no de lo que se cree por influencia del inconsciente colectivo y de legados obsoletos aprendidos en el seno de la familia, la escuela formal y la “extramuros” ampliada, los amigos del barrio, etc

Por eso alguien dijo: “La democracia empieza en la cama”. Sabia opinión.

Parecería un juego de palabras: hay que desaprender lo aprendido que resulte caduco y aprender a aprender lo que hay que aprender y aprehender porque es lo vigente, lo nuevo.

Dependiendo de las circunstancias, así se desata uno a tiempo, destiempo o no se ata.

Y así se transforma lo concreto.

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